Buen mexicano, les concedía a los gringos todo el poder del mundo salvo el de una cultura aristocrática: México la tenía, al precio, era cierto, de una desigualdad e injusticia abismales, acaso insuperables. Pero México también tenía formas, maneras, gustos, sutilezas, que confirmaban una cultura aristocrática: un islote tradicional azotado y a veces inundado, cada vez más, era cierto, por tormentas de vulgaridad y maneras de comercialización peores, por chafas, por baratas, por azcarragosas, que las del común norteamericano. Pero en México hasta un bandido era cortés, hasta un analfabeto, culto, hasta un niño sabía decir buenos días, hasta una criada sabía caminar con gracia, hasta un político sabía comportarse como una dama, hasta una dama sabía comportarse como un político, hasta los tullidos eran alambristas y hasta los revolucionarios tenían el buen gusto de creer en la virgen de Guadalupe.
Nada de esto lo consolaba de los momentos cada vez más prolongados de tedio cincuentón, cuando las clases terminaban, las conferencias concluían, las muchachas se iban y él debía regresar solo al hotel, al motel, al Faculty Club…
Quizás fueron estas curiosidades las que condujeron a Dionisio `Baco' Rangel a su más reciente manera de entretenimiento en California. Pasó semanas sentado frente a esos lugares que ponían a prueba su paciencia y su buen gusto -los MacDonalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut y, abominación de abominaciones, Taco Bell- con el propósito de contar a los gordos (y a las gordas) que entraban y salían de esas catedrales del mal comer. Llegó armado de estadísticas. Hay cuarenta millones de personas obesas en los EEUU, más que en cualquier otro país del mundo. Gordos, pero en serio: masas de color de rosa, almas perdidas detrás de rollos y más rollos de carne, hasta hacer perdedizas, también, características como los ojos, la nariz, la boca, el sexo mismo. Dionisio veía pasar a una gorda de trescientos cincuenta libras de peso y se preguntaba dónde quedaría la veta de su placer, cómo se llegaría, entre las múltiples lonjas de sus muslos y sus nalgas, al santoyo de su líbido. ¿Se atrevería el macho a pedir: Amor, tírate un pedo para que me oriente? Dionisio se rió solo de su vulgaridad, celebrada y perdonada en virtud de que todo aristócrata hispánico algo le debe a la escatología del máximo poeta de la lengua, don Francisco de Quevedo y Villegas. Quevedo relaciona nuestro espíritu y nuestro excremento: seremos polvo, mas polvo enamorado. Esto nos justifica para gozar lo mucho de profano que tiene la existencia y hacer como Quevedo en el siglo XVIII y nadie hasta Kundera en el XX, el elogio de las gracias y desgracias del ojo del culo.
El desfile contemplado le debía mucho más, sin embargo, a Fernando Botero y sus adiposos repartos de cortesanas inmensas que Rubens no llegó a imaginar, curas obesos, niños hinchados, generales a punto de reventar… ¡Cuarenta millones de gordos gringos! ¿Eran sólo el resultado de la mala alimentación? ¿Por qué sólo se daban en los Estados Unidos y no en España, en México o Italia, a pesar de las butifarras y los tamales y los tallarines? En la panza de cada panzón que pasaba, adivinaba Dionisio millones de bolsas de celofán guardando celosamente, en el vacío previo a la plétora, miles de millones de papas fritas, palomitas de maíz, melcochas cubiertas de nuez y chocolate, cereales audibles, montañas de helado tricolor coronado de cacahuates y caramelo caliente, hamburguesas duras y delgadas como suela de zapato hechas con carne de perro pero servidas entre túmulos de pan gordo, insípido, inflado, la hostia nacional americana embarrada de ketchup (Ésta Es Mi Sangre) y cargada de calorías (Éste Es Mi Cuerpo)… Nalgas como esponja, manos húmedas y transparentes como gelatina, piel rosa deteniendo la masa contenida del pus, la sangre y las escamas…: las vio pasar.
Y sin embargo, perversa, inexplicablemente, Dionisio "Baco" Rangel, al ver el paso multitudinario de las gordas, empezó a sentir una comezón sexual comparable a la de la primera excitación, dulce, imprevisible, alarmante, inexplicable, de los trece años. No, no la primera masturbación, hecho ya volitivo y racional, sino el florecer primero del sexo, asombroso, impensable antes de que sucediera… El primer semen derramado por el joven que en ese momento era siempre el primer hombre, Adán, nada, nadando en semen.
Esta intuición perturbó profundamente al solitario e itinerante gourmet. Sí, en México no faltaban señoras muy distinguidas de cincuenta y hasta cuarenta años dispuestas a acompañarle a comer en Bellinghausen, cenar en el Estoril, oír un concierto en el festival del Centro Histórico organizado por Francesca Saldívar, o ir a conferencias de sus dos antiguos colegas de Los Niños Catedráticos, sus contemporáneos José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Y sí, algunas de estas señoras aceptaban gustosas un acostón de tarde en tarde, pero era muy tarde, también, para aprender las mañas de ellas o enseñarles a ellas las de Dionisio. Ni ellas tenían por qué saber que nada lo excitaba a él tanto como una mano de mujer en la nuca, ni él tenía que saber a quiénes les gustaba que les chupara un pezón y a quiénes no, porque eso les dolía mucho: ¡ouch! La muerte de su amigo el novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, especialista en amar a las gordas, le privó del placer de comparar notas con ese sabio, ignorado y sensual escritor, quien ahora, a la vera de Dios, repetiría la consabida oración de los habitantes de la antigua capital incásica conquistada por Sebastián de Belalcázar: "En la tierra, Quito, y en el cielo un hoyito para ver a Quito." Ahora, Dionisio sólo quería un hoyito para ver el hoyito de una gordita.
El desfile de las gordas tuvo en él un efecto singular, novedoso. Empezó por imaginarse en brazos de una de estas inmensas mujeres, perdido en frondosidades comparables a las de un bosque de helechos carnosos, en busca de las joyas secretas, las puntas diamantinas, los terciopelos escondidos y las lisuras nacaradas, las humedades invisibles de LAS GORDAS. Mas por ser Dionisio, Dionisio (un caballero mexicano discreto, atildado y reconocido) no se atrevió a cumplir ipso facto el impulso de su imaginación y su carne, que era acercarse al obeso objeto de su deseo y solicitarla, exponiéndose a un descontón o, con suerte, a una aceptación. Aquél, por impactante que fuese, le resultaba, sin embargo, menos doloroso que, no el rechazo, sino el consentimiento de una tarde de amor: jamás había querido a una gorda, no sabía por dónde tomarla, qué cosa decirle y qué no decirle, cuál era, en suma, el protocolo erótico con las mujeres muy obesas. ¿Cómo iba, por ejemplo, a ofrecerles de comer sin, quizás, ofenderlas? ¿Qué monerías esperaba una gorda que no la empequeñecieran o burlaran (véngase mi chiquita, tus ojitos tan lindos, diminutivos ofensivos, tus ojazos tan grandes, tus inmensas tetas, aumentativos verboten). Dionisio temió perder toda naturalidad y en consecuencia toda efectividad: se resignó a no abordar a ninguna Gorda que salía del Kentucky Fried, pero la abundancia misma de las mujeres por primera vez deseadas lo llevó, por asociaciones fáciles de entender, a pensar en comida, a compensar la imposibilidad erótica con la posibilidad culinaria, a comerse lo que no podía cogerse…
Estaba en un centro comercial al Norte de San Diego. Buscó en el directorio el restorán que le pareció menos malo. Un O Sole Mio le aseguraba pasta hecha hace una semana disfrazada bajo un vesubio de salsa de tomate. Un Chez Montmartre's prometía comida espantosa y meseros altaneros. Un ¡Viva Villa! le condenaba al más deleznable texmex con bigotes. Optó por un American Grill que, al menos, haría excelentes Bloody Marys y que, desde afuera, lucía limpio, hasta reluciente, en su explotación del cromo en las mesas, el cuero en las sillas, la barra niquelada y el juego de espejos. Un laberinto de azogue, en realidad, hecho para que cada comensal, si lo deseaba, pudiera mirarse reflejado sin dejar de mirar a su acompañante; o mirarse todo el tiempo para compensar el tedio de la comida.
Читать дальше