Los exámenes de aquel curso eran fáciles, pero yo tenía miedo y estudiaba todo lo que podía.
– Te vas a poner enferma -me dijo Pons-. Yo no me preocupo. El curso que viene será otra cosa, cuando tengamos que hacer la reválida.
La verdad es que yo estaba empezando a perder la memoria. A menudo me dolía la cabeza.
Gloria me dijo que Ena había venido a ver a Román a su cuarto y que Román había estado tocando sus composiciones de violín para ella. Gloria, de estas cosas, estaba siempre bien informada.
– ¿Tú crees que se casará con ella? -me preguntó de improviso, con aquella especie de ardor que le comunicaba la primavera.
– ¡Ena casarse con Román! ¡Qué estupidez más grande!
– Lo digo, chica, porque ella parece bien vestida, como de buena familia… Tal vez Román quiere casarse.
– No digas necedades. No hay nada entre ellos en ese sentido… ¡Vamos! ¡No seas tonta, mujer! Si Ena ha venido, puedes estar segura de que ha sido sólo por oír la música.
– ¿Y por qué no ha entrado a saludarte a ti?
El corazón parecía que se me iba a saltar del pecho, tanto me interesaba todo aquello.
Veía a Ena en la universidad todos los días. A veces cambiábamos algunas palabras. Pero ¿cómo íbamos a hablar de nada íntimo? Ella me había alejado por completo de su vida. Un día le pregunté cortésmente por Jaime.
– Está bien -me dijo-. Ahora ya no salimos los domingos. (Evitaba mirarme, quizá para que yo no notara en sus ojos la tristeza. ¿Quién podía comprenderla?)
– Román está de viaje -le dije de improviso.
– Ya lo sé -me contestó.
– ¡Ah!…
Nos quedamos calladas.
– ¿Y tu familia? -aventuré (parecía que no nos hubiéramos visto en muchos años).
– Mamá ha estado enferma.
– Le enviaré flores cuando pueda… Ena me miró de un modo especial.
– Tú tienes también cara de enferma, Andrea… ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo esta tarde? Te sentará bien tomar el aire. Podemos ir al Tibidabo. Me gustaría que merendaras allí conmigo…
– ¿Ya has terminado el asunto ése tan importante que tenías entre manos?
– No, aún no; no seas irónica… Pero esta tarde me voy a tomar unas vacaciones, si tú quieres dedicármela.
Yo no estaba contenta ni triste. Me parecía que mi amistad con Ena había perdido mucho de su encanto con la ruptura. Al mismo tiempo yo quería a mi amiga sinceramente.
– Sí, iremos…, si algo más importante no te lo impide. Me cogió una mano y me abrió los dedos, para ver la confusa red de rayas de la palma.
– ¡Qué manos tan delgadas!… Andrea, quiero que me perdones si me he portado algo mal contigo estos días… No es solamente contigo con quien me porto mal… Pero esta tarde será como antes. Ya verás. Correremos entre los pinos. Lo pasaremos bien.
Efectivamente, lo pasamos bien y nos reímos mucho. Con Ena cualquier asunto cobraba interés y animación. Yo le conté las historias de Iturdiaga y de mis nuevos amigos. Desde el Tibidabo, detrás de Barcelona, se veía el mar. Los pinos corrían en una manada espesa y fragante, montaña abajo, extendiéndose en grandes bosques hasta que la ciudad empezaba. Lo verde la envolvía, abrazándola.
– El otro día fui a tu casa -dijo Ena-; quería verte. Te estuve esperando cuatro horas.
– No me dijeron nada.
– Es que subí al cuarto de Román para entretenerme. Fue muy amable conmigo. Hizo música. De cuando en cuando llamaba por teléfono a la criada a ver si habías llegado.
Yo me quedé triste tan de repente, que Ena lo notó y se puso de mal humor también.
– Hay cosas en ti que no me gustan, Andrea. Te avergüenzas de tu familia… Y, sin embargo, Román es un hombre tan original y tan artista como hay pocos… Si yo te presentara a mis tíos, podrías buscar con un candil, que no encontrarías la menor chispa de espíritu. Mi padre mismo es un hombre vulgar, sin la menor sensibilidad… Lo cual no quiere decir que no sea bueno, y además, es guapo, ya le conoces, pero yo hubiera comprendido mucho mejor que mi madre se hubiera casado con Román o con alguien que se le pareciese… Esto es un ejemplo como otro cualquiera… Tu tío es una personalidad. Sólo con la manera de mirar sabe decir lo que quiere. Entender…, parece algo trastornado a veces. Pero tú también, Andrea, lo pareces. Por eso precisamente quise ser tu amiga en la universidad. Tenías los ojos brillantes y andabas torpe, abstraída, sin fijarte en nada… Nos reíamos de ti; pero yo, secretamente, deseaba conocerte. Una mañana te vi salir de la universidad bajo una lluvia torrencial… Era en los primeros días del curso (tú no te acordarás de esto). La mayoría de los chicos estaban cobijados en la puerta y yo misma, aunque llevaba impermeable y paraguas, no me atrevía a desafiar aquella furia torrencial. De pronto te veo salir a ti, con el mismo paso de siempre, sin bufanda, con la cabeza descubierta… Me acuerdo que el viento y la lluvia te alborotaban y luego te pegaban los rizos del cabello a las mejillas. Yo salí detrás de ti y el agua caía a chorros. Parpadeaste un momento, como extrañada, y luego, como a un gran refugio, te arrimaste a la verja del jardín. Estuviste allí dos minutos lo menos hasta que te diste cuenta de que te mojabas lo mismo. El caso era espléndido. Me conmovías y me hacías morir de risa al mismo tiempo. Creo que entonces te empecé a tomar cariño… Luego te pusiste enferma…
– Sí, me acuerdo.
– Sé que te molesta que yo sea amiga de Román. Ya te había pedido que me lo presentaras hace tiempo… Comprendí que si quería ser tu amiga no había ni que pensar en tal cosa… Y el día en que fui a buscarte a tu casa, cuando nos encontraste juntos no podías disimular tu irritación y tu disgusto. Al día siguiente vi que venías dispuesta a hablar de aquello… A pedirme cuentas, quizá. No sé… No me apetecía verte. Tienes que comprender que yo puedo escoger mis propios amigos, y Román (yo no lo niego) me interesa mucho…
– Es una persona mezquina y mala.
– Yo no busco en las personas ni la bondad ni la buena educación siquiera…, aunque creo que esto último es imprescindible para vivir con ellas. Me gustan las gentes que ven la vida con ojos distintos que los demás, que consideran las cosas de otro modo que la mayoría… Quizá me ocurra esto porque he vivido siempre con seres demasiado normales y satisfechos de ellos mismos… Estoy segura de que mi madre y mis hermanos tienen la certeza de su utilidad indiscutible en este mundo, que saben en todo momento lo que quieren, lo que les parece mal y lo que les parece bien… Y que han sufrido muy poca angustia ante ningún hecho.
– ¿Tú no quieres a tu padre?
– Claro que sí. Esto es aparte… Y estoy agradecida a la Providencia de que sea tan guapo, ya que me parezco a él… Pero nunca he acabado de comprender por qué se ha casado con él mi madre. Mi madre ha sido la pasión de toda mi infancia. He notado desde muy pequeña que ella era distinta de todos los demás… Yo la acechaba. Me parecía que tenía que ser desgraciada. Cuando me fui dando cuenta de que quería a mi padre y de que era feliz me entró una especie de decepción…
Ena estaba seria.
– Y no lo puedo remediar. Toda mi vida he estado huyendo de mis simples y respetables parientes… Simples pero inteligentes a la vez, en su género, que es lo que les hace tan insoportables… Me gusta la gente con ese átomo de locura que hace que la existencia no sea monótona, aunque sean personas desgraciadas y estén siempre en las nubes, como tú… Personas que, según mi familia, son calamidades indeseables.
Yo la miré.
– Prescindiendo de mi madre… con mamá no se sabe nunca lo que va a pasar y éste es uno de sus atractivos…, ¿qué crees que dirían mi padre o mi abuelo de ti misma si supieran tu modo real de ser? Si supieran, como yo sé, que te quedas sin comer y que no te compras la ropa que necesitas por el placer de tener con tus amigos delicadezas de millonaria durante tres días… Si supieran que te gusta vagabundear sola por la noche. Que nunca has sabido lo que quieres y que siempre estás queriendo algo… ¡Bah! Andrea, creo que se santiguarían al verte, como si fueras el diablo.
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