Me besó en las mejillas, contra su costumbre, aunque muy fugazmente, y se fue después de volver a advertirme:
– No vengas a casa hasta que yo te lo diga… Es que no me ibas a encontrar, ¿sabes? No quiero que te molestes.
– Descuida.
La vi salir acompañada de uno de sus enamorados menos favorecidos, que aquel día aparecía radiante.
Desde entonces tuve ya que pasarme sin Ena. Llegó el domingo, y ella, que no me había dado el célebre aviso y que se había limitado a sonreírme y a saludarme desde lejos en la universidad, tampoco me habló nada de nuestra excursión con Jaime. La vida volvía a ser solitaria para mí. Como era algo que parecía no tener remedio, lo tomé con resignación. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.
En casa, Gloria recibía la primavera -cada vez más cargada de efluvios- con una gran nerviosidad que nunca había visto en ella. Estaba llorosa a menudo. La abuela me dijo, como un gran secreto, que tenía miedo de que estuviese embarazada otra vez.
– En otros tiempos no te lo hubiera dicho…, porque tú eres una niña. Pero ahora, después de la guerra…
La pobre vieja no sabía a quién confiar sus inquietudes.
Sin embargo, no sucedía nada de esto. El aire de abril y de mayo es irritante, excita y quema más que el de plena canícula, sólo esto sucedía. Los árboles de la calle de Aribau -aquellos árboles ciudadanos, que, según Ena, olían a podrido, a cementerio de plantas- estaban llenos de delicadas hojitas casi transparentes. Gloria, ceñuda en la ventana, miraba toda esta sonrisa y suspiraba. Un día la vi lavando su traje nuevo y queriendo cambiarle el cuello. Lo tiró al suelo, desesperada.
– ¡Yo no sé hacer estas cosas! -dijo-. ¡No sirvo!
Nadie le había mandado que lo hiciera. Se encerró en su cuarto.
Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por cualquier cosa. Daba palmaditas en la espalda a su hermano. Luego tenía terribles broncas con su mujer, como consecuencia de todo esto.
Un día oí tocar el piano a Román. Tocaba algo que yo conocía. Su canción de primavera, compuesta en honor del dios Xochipilli. Aquella canción que, según él, le daba mala suerte. Gloria estaba en un rincón oscuro del recibidor esforzándose en escuchar. Yo entré y empecé a mirar sus manos sobre el teclado. Al final, dejó la música con cierta irritación.
– ¿Quieres algo, pequeña?
También Román parecía haber cambiado respecto a mí.
– ¿Qué hablasteis el otro día Ena y tú, Román? Pareció sorprenderse.
– Nada de particular, creo yo, ¿qué te ha dicho?
– No me ha dicho nada. Desde ese día ya no somos amigas.
– Bueno, pequeña… Yo no tengo nada que ver con vuestras tontas historias de colegialas… Hasta ese punto no he llegado.
Y se marchó.
Las tardes se me hacían particularmente largas. Estaba acostumbrada a pasarlas arreglando mis apuntes, luego solía dar un buen paseo y antes de las siete ya estaba en casa de Ena. Ella veía a Jaime todos los días después de comer, pero volvía a esa hora para hacer conmigo la traducción. Algunos días se quedaba toda la tarde en su casa y era entonces cuando nos reuníamos allí la pandilla de la universidad. Los chicos, que pasaban el sarampión literario, nos leían sus poesías. Al final, la madre de Ena cantaba algo. Eran los días en que yo me quedaba a cenar allí. Todo esto pertenecía ya al pasado (alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas empezaba a considerarlos como inmutables). Las reuniones de amigos en casa de Ena dejaron de hacerse en virtud de la sombra amenazadora del final de curso que se nos venía encima. Y ya no se habló más entre Ena y yo de la cuestión de que yo volviera a su casa.
Una tarde encontré a Pons en la biblioteca de la universidad. Se puso muy contento al verme.
– ¿Vienes mucho por aquí? Antes no te veía.
– Sí, vengo a estudiar… Es que no tengo libros…
– ¿De veras? Yo te puedo prestar los míos. Mañana te los traeré.
– ¿Y tú?
– Ya te los pediré cuando me hagan falta. Al día siguiente, Pons llegó a la universidad con unos libros nuevos, sin abrir.
– Puedes conservarlos… Este año han comprado en casa los textos por partida doble.
Yo estaba tan avergonzada que tenía ganas de llorar. Pero ¿qué le iba a decir a Pons? Él estaba entusiasmado.
– ¿Ya no eres amiga de Ena? -me preguntó.
– Sí, es que la veo menos, por los exámenes…
Pons era un muchacho muy infantil. Pequeño y delgado, con unos ojos a los que daban dulzura sus pestañas, muy largas. Un día lo encontré en la universidad terriblemente excitado.
– Oye, Andrea, escucha… No te lo había dicho antes porque no teníamos permiso para llevar a chicas. Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta…, en fin, se trata de mi amigo Guíxols y él ha dicho que sí, ¿entiendes?
Yo no había oído hablar nunca de Guíxols.
– No, ¿cómo voy a entender?
– ¡Ah! Es verdad. Ni siquiera te he hablado nunca de mis amigos… Estos de aquí, de la universidad, no son realmente mis amigos. Se trata de Guíxols, de Iturdiaga principalmente…, en fin, ya los conocerás. Todos son artistas, escritores, pintores…, un mundo completamente bohemio. Completamente pintoresco. Allí no existen convencionalismos sociales…, Pujol, un amigo de Guíxols…, y mío también, claro…, lleva chalina y el cabello largo. Es un tipo estupendo… Nos reunimos en el estudio de Guíxols, que es pintor…, un muchacho muy joven…, vamos, quiero decir joven como artista, por lo demás tiene ya veinte años, pero con un talento enorme. Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo…
Ni siquiera había soñado que yo pudiera rechazar la tentadora invitación. Naturalmente, lo acompañé.
Fuimos andando, dando un largo paseo, por las calles antiguas. Pons parecía muy feliz. A mí me había sido siempre extraordinariamente simpático.
– ¿Conoces la iglesia de Santa María del Mar? -me dijo Pons.
– No.
– Vamos a entrar un momento si quieres. La ponen como ejemplo del puro gótico catalán. A mí me parece una maravilla. Cuando la guerra la quemaron…
Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.
Pons me dejó su sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto. Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Monteada, donde tenía su estudio Guíxols.
Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba en la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron con efusión. Pons me dijo:
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