– Bueno. ¿Qué hacéis que no continuáis hablando?… ¿Qué importa que esté yo aquí?… No te asustes, mujer, que no te voy a comer… Andrea, sé perfectamente lo que te está diciendo mi mujer. Sé perfectamente que me cree un loco porque pido por mis cuadros el justo valor… ¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros? ¡Sólo en tubos y en pinceles he gastado más en él!… ¡Esta bestia se cree que mi arte es igual que el de un albañil de brocha gorda!
– ¡Vete a la cama, chico, y no fastidies! Éstas no son horas de molestar a nadie con tus dichosos cuadros… He visto otros que pintaban mejor que tú y no se envanecían tanto. Me has pintado demasiado fea para poder gustar a nadie…
– No me acabes la paciencia. ¡Maldita! O… Gloria, debajo de la manta, se volvió de espaldas y se echó a llorar.
– Yo no puedo vivir así, no puedo…
– Pues te vas a tener que aguantar, ¡sinvergüenza!, y cualquier día te mataré como te vuelvas a meter con mis cuadros… Mis cuadros desde hoy no los venderá nadie más que yo… ¿Entiendes? ¿Entiendes lo que te digo? ¡Cómo te vuelvas a meter en el estudio te abriré la cabeza! Prefiero que se muera de hambre todo dios a…
Empezó a pasearse por la habitación con una rabia tan grande que sólo podía mover los labios y lanzar sonidos incoherentes.
Gloria tuvo una buena idea. Se levantó de la cama, erizada de frío, se acercó a su marido y le empujó por la espalda.
– ¡Vamos, chico! ¡Bastante hemos molestado a Andrea! Juan la rechazó con rudeza.
– ¡Que se aguante Andrea! ¡Que se aguante todo el mundo! También yo los soporto a todos.
– Anda, vamos a dormir…
Juan empezó a mirar a todos lados, nervioso. Cuando ya salía dijo:
– Apaga la luz para que pueda dormir la sobrina…
La temprana primavera mediterránea comenzó a enviar sus ráfagas entre las ramas aún heladas de los árboles. Había una alegría deshilvanada en el aire, casi tan visible como esas nubes transparentes que a veces se enganchan en el cielo.
– Tengo ganas de ir al campo y de ver árboles -dijo Ena, y se le dilataron un poco las aletas de la nariz-. Tengo ganas de ver pinos (no estos plátanos de la ciudad que huelen a tristes y a podridos desde una legua) o quizá lo que más deseo es ver el mar… El domingo que viene iré al campo con Jaime y tú también vendrás, Andrea… ¿No te parece?
Yo sabía casi tan bien como Ena la manera de ser de Jaime: sus gustos, su pereza, sus melancolías -que desesperaban y encantaban a mi amiga-, su aguda inteligencia, aunque no le había visto nunca. Muchas tardes, inclinadas sobre el diccionario griego, interrumpíamos la traducción para hablar de él. Ena se ponía más bonita, con los ojos dulcificados por la alegría. Cuando su madre aparecía en la puerta nos callábamos rápidamente porque Jaime era el gran secreto de mi amiga.
– Creo que me moriría si lo supieran en casa. Tú no sabes… Yo soy muy orgullosa. Mi madre me conoce sólo en un aspecto: como persona burlona y malintencionada y así le gusto. A todos los de casa les hago reír con los desplantes que doy a mis pretendientes… A todos menos al abuelo, naturalmente; el abuelo casi tuvo un ataque de apoplejía cuando rechacé este verano a un señor respetable y riquísimo con quien estuve coqueteando… Porque a mí me gusta que los hombres se enamoren, ¿sabes? Me gusta mirarlos por dentro. Pensar… ¿De qué clase de ideas están compuestos sus pensamientos? ¿Qué sienten ellos al enamorarse de mí? La verdad es que razonándolo resulta un juego un poco aburrido, porque ellos tienen sus añagazas infantiles, siempre las mismas. Sin embargo, para mí es una delicia tenerles entre mis manos, enredarles con sus propias madejas y jugar como los gatos con los ratones… Bueno, el caso es que tengo a menudo ocasiones para divertirme, porque los hombres son idiotas y les gusto yo mucho… En mi casa están seguros de que nunca me enamoraré. Yo no puedo aparecer ahora ilusionada como una tonta y presentar a Jaime… Además, intervendrían todos: tíos, tías…, habría que enseñárselo al abuelo como un bicho raro…, luego lo aprobarían porque es rico, pero se quedarían desesperados porque no entiende una palabra de administrar sus riquezas. Sé lo que diría cada uno. Querrían que viniera a casa cada día… Tú me entiendes, ¿verdad, Andrea? Acabaría por no poder soportar a Jaime. Si alguna vez nos casamos, entonces no habrá más remedio que decirlo, pero no todavía. De ninguna manera.
– ¿Por qué quieres que vaya con vosotros al campo? -dije, asombrada.
– Le diré a mamá que me voy contigo para todo el día…, y siempre es más agradable que sea verdad. Tú no me estorbas nunca y Jaime estará encantado de conocerte. Ya verás. Le he hablado mucho de ti.
Yo sabía que Jaime se parecía al san Jorge pintado en la tabla central del retablo de Jaime Huguet. El san Jorge que se cree que es un retrato del príncipe de Viana. Me lo había dicho Ena muchas veces, y juntas estuvimos viendo una fotografía de la pintura que ella había puesto en su mesilla de noche. Cuando vi a Jaime noté efectivamente el parecido y me impresionó la misma fina melancolía de la cara. Cuando se reía, la semejanza se esfumaba de un modo desconcertante, quedando él mucho más guapo y vigoroso que el cuadro. Parecía feliz con la idea de llevarnos a las dos a la orilla del mar, en aquella época del año en que no iba nadie. Tenía un auto muy grande. Ena frunció el ceño.
– Has estropeado el coche poniéndole gasógeno.
– Bueno, pero gracias a eso puedo llevaros adonde queráis.
Salimos los cuatro domingos de marzo y alguno más de abril, íbamos a la playa más que a la montaña. Me acuerdo que la arena estaba sucia de algas de los temporales de invierno. Ena y yo corríamos descalzas por la orilla del agua, que estaba helada, y gritábamos al sentirla rozarnos. El último día hacía ya casi calor y nos bañamos en el mar. Ena bailó una danza de su invención para reaccionar. Yo estaba tumbada en la arena, junto a Jaime, y los dos veíamos su figura graciosa recortada contra el Mediterráneo, cabrilleante y azul. Vino hacia nosotros luego, riéndose, y Jaime la besó. La vi apoyada contra él, cerrando un momento sus doradas pestañas.
– ¡Cómo te quiero!
Lo dijo asombrada, como si hiciera un gran descubrimiento. Jaime me miró sonriéndose, emocionado y confuso a la vez. Ena me miró también y me tendió la mano.
– Y a ti también, queridísima… Tú eres mi hermana. De veras, Andrea. Ya ves… ¡He besado a Jaime delante de ti!
Volvimos de noche, por la carretera junto al mar. Yo veía el encaje fantástico que formaban las olas en la negrura y las misteriosas lucecitas lejanas de las barcas…
– Sólo hay una persona a quien quiera tanto como a vosotros dos. Quizá más que a vosotros dos juntos…, o quizá no, Jaime, quizá no la quiera tanto como a ti… Yo no sé. No me mires así, que va a volcar el auto. A veces me atormenta la duda de a quién quiero más, si a ti o…
Yo escuchaba atentamente.
– ¿Sabes, querida -dijo Jaime con un tono en el que se traslucía una ironía tan rabiosa que llegaba al despecho infantil-, que es ya hora de que empieces a decirnos su nombre?
– No puedo -estuvo callada unos momentos-. No os lo diré por nada del mundo. También para vosotros puedo tener un secreto.
¡Qué días incomparables! Toda la semana parecía estar alboreada por ellos. Salíamos muy temprano y ya nos esperaba Jaime con el auto en cualquier sitio convenido. La ciudad se quedaba atrás y cruzábamos sus arrabales tristes, con la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo. Bajo el primer sol los cristales de estas casas negruzcas despedían destellos diamantinos. De los alambres de telégrafos salían chillando bandadas de pájaros espantados por la bocina insistente y enronquecida…
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