Enseguida me di cuenta de que era Gloria la que gritaba y de que Juan le debería estar pegando una paliza bárbara. Me senté en la cama pensando en si valdría la pena acudir. Pero los gritos continuaban, seguidos de las maldiciones y blasfemias más atroces de nuestro rico vocabulario español. Allí, en su furia, Juan empleaba los dos idiomas, castellano y catalán, con pasmosa facilidad y abundancia.
Me detuve a ponerme el abrigo y me asomé por fin a la oscuridad de la casa. En la cerrada puerta del cuarto de Juan golpeaban la abuela y la criada.
– Juan! ¡Juan! ¡Hijo mío, abre!
– Señorito Juan, ¡abra!, ¡abra usted!
Oíamos dentro tacos, insultos. Carreras y tropezones con los muebles. El niño comenzó a llorar allí encerrado también y la abuela se desesperó. Alzó las manos para golpear la puerta y vi sus brazos esqueléticos.
– Juan! Juan! ¡Ese niño!
De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró al cuarto de baño…
– ¡Pobrecito mío!
Gritó la abuela cogiendo al niño, que se había puesto de pie en la cuna, agarrándose a la barandilla y gimoteando… Luego, cargada con el nieto, acudió a la refriega.
Juan metió a Gloria en la bañera y, sin quitarle las ropas, soltó la ducha helada sobre ella. Le agarraba brutalmente la cabeza, de modo que si abría la boca no tenía más remedio que tragar agua. Mientras tanto, gritó, volviéndose a nosotras:
– ¡Y vosotras a la cama! ¡Aquí no tiene que hacer nada nadie! Pero no nos movíamos. La abuela suplicaba:
– ¡Por tu hijo, por tu niño! ¡Vuelve en ti, Juanito!
De pronto Juan soltó a Gloria -cuando ella ya no se resistía- y vino hacia nosotras con tal rabia que Antonia se escabulló inmediatamente, seguida del perro, que iba gruñendo con el rabo entre las piernas.
– ¡Y tú, mamá! ¡Llévate inmediatamente a ese niño donde no le vea o le estrello!
Gloria, de rodillas en el fondo de la bañera, empezó a llorar con la cabeza apoyada en el borde, ahogándose, con grandes sollozos.
Yo estaba encogida en un rincón del oscuro pasillo. No sabía qué hacer. Juan me descubrió. Estaba ahora más calmado.
– ¡A ver si sirves para algo en tu vida! -me dijo-. ¡Trae una toalla!
Las costillas se le destacaban debajo de la camiseta que llevaba, y le palpitaban violentamente.
Yo no tenía idea de dónde se guardaba la ropa en aquella casa. Traje mi toalla y además una sábana de mi cama, por si hacía falta. Me daba miedo de que Gloria pudiera atrapar una pulmonía. Yo misma sentí un frío espantoso.
Juan intentó sacar a Gloria de la bañera de un solo tirón, pero ella le mordió la mano. Él soltó una blasfemia y le empezó a dar puñetazos en la cabeza. Luego se quedó otra vez quieto y jadeante.
– Por mí puedes morirte, ¡bestia! -le dijo al fin. Y se fue, dando un portazo y dejándonos a las dos. Me incliné hacia Gloria.
– ¡Vamos! ¡Sal enseguida, mujer!
Ella continuaba temblando, sin moverse, y, al sentir mi voz, empezó a llorar insultando a su marido. No opuso resistencia cuando empecé a sacudirla y a tratar de que saliera de la bañera. Ella misma se quitó las ropas chorreantes, aunque sus dedos le obedecían con dificultad. Frotando su cuerpo lo mejor que pude, entré yo en calor. Luego me sobrevino un cansancio tan espantoso que me temblaban las rodillas.
– Ven a mi cuarto, si quieres -le dije, pareciéndome imposible volver a dejarla en manos de Juan.
Me siguió envuelta en la sábana y castañeteándole los dientes. Nos acostamos juntas, envueltas en mis mantas. El cuerpo de Gloria estaba helado y me enfriaba, pero no era posible huir de él; sus cabellos mojados resultaban oscuros y viscosos como sangre sobre la almohada y me rozaban la cara a veces. Gloria hablaba continuamente. A pesar de todo esto mi necesidad de sueño era tan grande que se me cerraban los ojos.
– El bruto… El animal… Después de todo lo que hago por él. Porque yo soy buenísima, chica, buenísima… ¿Me escuchas, Andrea? Está loco. Me da miedo. Un día me va a matar… No te duermas, Andreíta… ¿Qué te parece si me escapara de esta casa? ¿Verdad que tú lo harías, Andrea? ¿Verdad que tú en mi caso no te dejarías pegar?… Y yo que soy tan joven, chica… Román me dijo un día que yo era una de las mujeres más lindas que había visto. A ti te diré la verdad, Andrea. Román me pintó en el parque del castillo… Yo misma me quedé asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato… ¡Ay, chica! ¿Verdad que soy muy desgraciada?
El sueño me volvía a pesar en las sienes. De cuando en cuando me espabilaba, sobresaltada, para atender a un sollozo o a una palabra más fuerte de Gloria.
– Yo soy buenísima, buenísima… Tu abuelita misma lo dice. Me gusta pintarme un poco y divertirme un poquito, chica, pero es natural a mi edad… ¿Y qué te parece eso de no dejarme ver a mi propia hermana? Una hermana que me ha servido de madre… Todo porque es de condición humilde y no tiene tantas pamplinas… Pero en su casa se come bien. Hay pan blanco, chica, y buenas butifarras… ¡Ay, Andrea! Más me valdría haberme casado con un obrero. Los obreros viven mejor que los señores, Andrea; llevan alpargatas, pero no les falta su buena comida y su buen jornal. Ya quisiera Juan tener el buen jornal de un obrero de fábrica… ¿Quieres que te diga un secreto? Mi hermana me proporciona a veces dinero cuando estamos apurados. Pero si Juan lo supiera me mataría. Yo sé que me mataría con la pistola de Román… Yo misma le oí a Román decírselo: «Cuando quieras saltarte la tapa de los sesos o saltársela a la imbécil de tu mujer, puedes utilizar mi pistola»… ¿Tú sabes, Andrea, que tener armas está prohibido? Román va contra la ley…
El perfil de Gloria se inclinaba para acechar mi sueño. Su perfil de rata mojada.-… ¡Ay, Andrea! A veces voy a casa de mi hermana sólo para comer bien, porque ella tiene un buen establecimiento, chica, y gana dinero. Allí hay de todo lo que se quiere… Mantequilla fresca, aceite, patatas, jamón… Un día te llevaré.
Suspiré completamente despierta ya al oír hablar de comida.
Mi estómago empezó a esperar con ansia mientras escuchaba la enumeración de los tesoros que guardaba en su despensa la hermana de Gloria. Me sentí hambrienta como nunca lo he estado. Allí, en la cama, estaba unida a Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras habían despertado, con los mismos vínculos que me unían a Román cuando evocaba en su música los deseos impotentes de mi alma.
Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan cerca el latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Ganas de morder en la carne palpitante, masticar. Tragar la buena sangre tibia… Me retorcí sacudida de risa de mis propios espantosos desvaríos, procurando que Gloria no sorprendiera aquel estremecimiento de mi cuerpo.
Fuera, el frío se empezó a deshacer en gotas de agua que golpearon los cristales. Yo pensé que, siempre que hablaba Gloria conmigo largamente, llovía. Parecía que aquella noche no iba a acabarse nunca. El sueño había huido. Gloria cuchicheó de pronto poniéndome una mano en el hombro.
– ¿No oyes?… ¿No oyes?
Se sentían los pasos de Juan. Debía de estar nervioso. Los pasos llegaban hasta nuestra puerta. Se separaban, retrocedían. Al fin volvieron otra vez y entró Juan en el cuarto, encendiendo la luz, que nos hizo parpadear deslumbradas. Sobre la camiseta de algodón y los pantalones que llevaba anteriormente se había puesto su abrigo nuevo. Estaba despeinado y unas sombras tremendas le comían los ojos y las mejillas. Tenía un tipo algo cómico. Se quedó en el centro de la habitación con las manos puestas en los bolsillos, moviendo la cabeza y sonriendo con una especie de ironía feroz.
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