Otra vez me empezaba a parecer fastidioso.
Fuimos hacia Miramar y nos acodamos en la terraza del restaurante para ver el Mediterráneo, que en el crepúsculo tenía reflejos de color de vino. El gran puerto parecía pequeño bajo nuestras miradas, que lo abarcaban a vista de pájaro. En las dársenas salían a la superficie los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra. A nuestra derecha yo adivinaba los cipreses del Cementerio del Sudoeste y casi el olor de melancolía frente al horizonte abierto del mar.
Cerca de nosotros, en las mesitas de la terraza, merendaban algunas personas. El paseo y el aire salinos habían despertado aquella cavernosa sensación de hambre que tenía siempre adormecida. Además, estaba cansada. Contemplé las mesas y las apetitosas meriendas con ojos ávidos. Gerardo siguió la dirección de mi mirada y dijo en tono despectivo, como si el contestarle afirmativamente fuera una barbaridad:
– Tú no querrás tomar nada, ¿verdad?
Y me cogió del brazo, arrastrándome fuera del lugar peligroso, con el pretexto de enseñarme otra vista espléndida. En aquel momento él me pareció aborrecible.
Un poco después, de espaldas al mar, veíamos toda la ciudad imponente debajo de nosotros.
Gerardo estaba erguido mirándola.
– ¡Barcelona! Tan soberbia y tan rica y sin embargo, ¡qué dura llega a ser la vida ahí! -dijo pensativo.
Me lo decía como una confesión y me sentí súbitamente conmovida, porque creí que se refería a su grosería de un momento antes. Una de las pocas cosas que en aquel tiempo estaba yo capacitada para entender era la miseria en cualquier aspecto que se presentase: aun bajo la buena tela y la camisa de hilo de Gerardo… Puse, en un gesto impulsivo, mi mano sobre la suya y él me la estrechó comunicándome su calor. En aquel momento tuve ganas de llorar, sin saber por qué. Él me besó el cabello.
Súbitamente me quedé rígida, aunque seguíamos unidos. Yo era neciamente ingenua en aquel tiempo -a pesar de mi pretendido cinismo- en estas cuestiones. Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero que lo hiciera sería escogido por mí entre todos. Gerardo apenas había rozado mi cabello. Me pareció que era una consecuencia de aquella emoción que habíamos sentido juntos y que no podía hacer el ridículo de rechazarle, indignada. En aquel momento me volvió a besar con suavidad. Tuve la sensación absurda de que me corrían sombras por la cara como en un crepúsculo y el corazón me empezó a latir furiosamente, en una estúpida indecisión, como si tuviera la obligación de soportar aquellas caricias. Me parecía que a él le sucedía algo extraordinario, que súbitamente se había enamorado de mí. Porque entonces era lo suficientemente atontada para no darme cuenta que aquél era uno de los infinitos hombres que nacen sólo para sementales y junto a una mujer no entienden otra actitud que ésta. Su cerebro y su corazón no llegan a más. Gerardo súbitamente me atrajo hacia él y me besó en la boca. Sobresaltada le di un empujón, y me subió una oleada de asco por la saliva y el calor de sus labios gordos. Le empujé con todas mis fuerzas y eché a correr. Él me siguió. Me encontró un poco temblorosa, tratando de reflexionar. Se me ocurrió pensar que quizás habría tomado mi apretón de manos como una prueba de amor.
– Perdóname, Gerardo -le dije con la mayor ingenuidad-, pero ¿sabes?…, es que yo no te quiero. No estoy enamorada de ti.
Y me quedé aliviada de haberle explicado todo satisfactoriamente.
Él me cogió del brazo como quien recobra algo suyo y me miró de una manera tan grosera y despectiva que me dejó helada.
Luego, en el tranvía que tomamos para la vuelta, me fue dando paternales consejos sobre mi conducta en lo sucesivo y sobre la conveniencia de no andar suelta y loca y de no salir sola con los muchachos. Casi me pareció estar oyendo a tía Angustias.
Le prometí que no volvería a salir con él y se quedó un poco aturdido.
– No, peque, no, conmigo es distinto. Ya ves que te aconsejo bien… Yo soy tu mejor amigo.
Estaba muy satisfecho de sí mismo.
Yo me encontraba desalentada, como el día que una buena monja de mi colegio, un poco ruborizada, me explicó que había dejado de ser una niña, que me había convertido en mujer. Inoportunamente recordaba las palabras de la monjita: «No hay que asustarse, no es una enfermedad, es algo natural que Dios manda»… Yo pensaba: «De modo que este hombre estúpido es quien me ha besado por primera vez… Es muy posible que esto tampoco tenga importancia»…
Subí las escaleras de mi casa desmadejada. Ya era completamente de noche. Antonia me abrió la puerta con cierta zalamería.
– Ha venido una señorita rubia a preguntar por usted. Debilitada y triste como me encontraba, casi tuve ganas de llorar. Ena, que era mejor que yo, había venido a buscarme.
– Está en la sala, con el señorito Román -añadió la criada-. Han estado allí toda la tarde…
Me quedé reflexionando un momento. «Por fin ha conocido a Román como ella quería -pensé-. ¿Qué le habrá parecido?» Pero sin saber bien por qué, una profunda irritación sucedió a mi curiosidad. En aquel momento oí que Román empezaba a tocar el piano. Rápida, fui a la puerta de la sala, di en ella dos golpes y entré. Román dejó de tocar inmediatamente, con el ceño fruncido. Ena estaba recostada en el brazo de uno de los derrengados sillones y parecía despertar de un largo ensueño.
Sobre el piano, un cabo de vela -recuerdo de las noches en que yo dormía en aquella habitación- ardía, y su llama alargada y llena de inquietudes era la única luz del cuarto.
Los tres estuvimos mirándonos durante un segundo. Luego, Ena corrió hacia mí y me abrazó. Román me sonrió con afecto y se levantó.
– Os dejo, pequeñas.
Ena le tendió la mano y los dos se estuvieron mirando, callados. Los ojos de Ena fosforescían como los de un felino. Me empezó a entrar miedo. Era algo helado sobre la piel. Entonces fue cuando tuve la sensación de que una raya, fina como un cabello, partía mi vida y, como a un vaso, la quebraba. Cuando levanté los ojos del suelo, Román se había ido. Ena me dijo:
– Yo también me voy. Es muy tarde… Quería esperarte porque a veces haces cosas de loca y no puede ser… Bueno, adiós… Adiós, Andrea…
Estaba nerviosísima.
Al día siguiente fue Ena la que me rehuyó en la universidad. Me había acostumbrado tanto a estar con ella entre clase y clase que estaba desorientada y no sabía qué hacer. A última hora se acercó a mí.
– No vengas esta tarde a casa, Andrea. Tendré que salir… Lo mejor es que no vengas estos días hasta que yo te avise. Yo te avisaré. Tengo un asunto entre manos… Puedes venir a buscar los diccionarios… (porque yo, que carecía de textos, no tenía tampoco diccionario griego, y el de latín, que conservaba del bachillerato, era pequeño y malo: las traducciones las hacía siempre con Ena)… Lo siento -continuó al cabo de un momento, con una sonrisa mortificada-, tampoco voy a poder prestarte los diccionarios… ¡Qué fastidio! Pero como se acercan los exámenes, no puedo dejar de hacer las traducciones por la noche… Tendrás que venir a estudiar a la biblioteca… Créeme que lo siento, Andrea.
– No te preocupes, mujer.
Me sentía envuelta en la misma opresión que la tarde anterior. Pero ahora no era un presentimiento, sino la certeza de que algo malo había sucedido. Resultaba de todas maneras menos angustioso que aquel primer escalofrío de los nervios sentido cuando vi a Ena mirar a Román.
– Bueno…, me voy de prisa, Andrea. No puedo esperarte porque le he prometido a Bonet… ¡Ah! Allí veo a Bonet que me hace señas. Adiós, querida.
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