– Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea… Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer…
Iturdiaga me estudió desde su altura. Sujetaba una pipa entre los largos dedos y vi que, a pesar de su aspecto imponente, era tan joven como nosotros.
Le seguimos, atravesando un largo dédalo de habitaciones destartaladas y completamente vacías, hasta el cuarto donde Guíxols tenía su estudio. Un cuarto grande, lleno de luz, con varios muebles enfundados -sillas y sillones-, un gran canapé y una mesita donde, en un vaso -como un ramo de flores-, habían colocado un manojo de pinceles.
Por todos lados se veían las obras de Guíxols: en los caballetes, en la pared, arrimadas a los muebles o en el suelo…
Allí estaban reunidos dos o tres muchachos que se levantaron al verme. Guíxols era un chico con tipo de deportista. Fuerte y muy jovial, completamente tranquilo, casi la antítesis de Pons. Entre los otros vi al célebre Pujol que, con su chalina y todo, era terriblemente tímido. Más tarde llegué a conocer sus cuadros, que hacía imitando punto por punto los defectos de Picasso -la genialidad no es susceptible de imitarse, naturalmente. No era esto culpa de Pujol ni de sus diecisiete años ocupados en calcar al maestro-. Él más notable de todos parecía ser Iturdiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela de cuatro tomos, pero no encontraba editor para ella.
– ¡Qué belleza, amigos míos! ¡Qué belleza! -decía hablando del Monasterio de Veruela-. ¡Comprendí la vocación religiosa, la exaltación mística, el encierro perpetuo en la soledad!… Sólo me faltabais vosotros y el amor… Yo sería libre como el aire si el amor no me enganchara en su carro continuamente, Andrea -añadió, dirigiéndose a mí.
Luego se puso serio.
– Pasado mañana me bato con Martorell, no hay remedio. Tú, Guíxols, serás mi padrino.
– No, ya lo arreglaremos antes de que llegue el caso -dijo Guíxols, ofreciéndome un cigarrillo-. Puedes estar seguro de que lo arreglaré… Es una estupidez el que te batas porque Martorell haya dicho una grosería a una florista de la Rambla.
– ¡Una florista de la Rambla es una dama como cualquier mujer!
– No lo dudo, pero tú no la habías visto hasta entonces, y en cambio Martorell es nuestro amigo. Quizás un poco aturdido, pero un chico excelente. Te advierto que él toma todo esto a broma. Tenéis que reconciliaros.
– ¡No, señor! -gritó Iturdiaga-. Martorell dejó de ser mi amigo cuando…
– Bueno. Ahora vamos a merendar si Andrea tiene la bondad de hacernos unos bocadillos con el pan y el jamón que encontrará escondido detrás de la puerta…
Pons observaba continuamente el efecto que me producían sus amigos y buscaba mis ojos para sonreírme. Hice café y lo tomamos en tazas de diferentes tamaños y formas, pero todas de porcelana fina y antigua, que Guíxols guardaba en una vitrina. Pons me informó que Guíxols las adquiría en los Encantes.
Yo observaba los cuadros de Guíxols: marinas sobre todo. Me interesó un dibujo de la cabeza de Pons. Al parecer, Guíxols tenía suerte y vendía bien sus cuadros, aunque aún no había hecho ninguna exposición. Sin querer comparé su pintura con la de Juan. La de Guíxols era mejor, indudablemente. Al oír hablar de miles de pesetas, me pasó como un rayo de crueldad la voz de Juan por mis orejas… «¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros?» A mí aquel ambiente bohemio me pareció muy confortable. El único mal vestido y con las orejas sucias era Pujol, que comía con gran apetito y gran silencio. A pesar de esto, me enteré de que era rico. Guíxols mismo era hijo de un fabricante riquísimo. Iturdiaga y Pons pertenecían también a familias conocidas en la industria catalana. Pons, además, era hijo único, y muy mimado, según me enteré mientras él enrojecía hasta las orejas.
– A mí, mi padre no me comprende -gritó Iturdiaga-. ¿Cómo me va a comprender si sólo sabe almacenar millones? De ninguna manera ha querido costearme la edición de la novela. ¡Dice que es negocio perdido!… Y lo peor es que desde la última jugarreta me ata corto y me tiene sin un céntimo.
– Es que fue buena -dijo Guíxols, con una sonrisa.
– ¡No! ¡Yo no le mentí!… Un día me llamó a su cuarto: «Gaspar, hijo mío…, ¿he oído bien? Me has dicho que ya no te queda nada de las dos mil pesetas que te di como aguinaldo de Navidad» (esto era quince días después de Navidad). Yo le dije: «Sí, papá, ni un céntimo»… Entonces entornó los ojos como una fiera y me dijo:
»-Pues ahora mismo me vas a decir en lo que te lo has gastado. -Yo le conté lo contable a un padre como el mío y no se quedaba satisfecho.
»Luego se me ocurrió decir:
»-Lo demás se lo di a López Soler, se lo presté al pobre…
– Entonces hubierais visto a mi padre rugir como un tigre:
»-¡Prestar dinero a un sinvergüenza semejante que no te lo devolverá jamás! Estoy por darte una paliza… Si no me traes ese dinero antes de veinticuatro horas, meto a López Soler en la cárcel y a ti te tengo un mes a pan y agua… Ya te enseñaré a ser derrochador…
»-Nada de eso puede ser, padre mío; López Soler está en Bilbao.
»Mi padre dejó caer los brazos desalentados, y luego recobró otra vez las fuerzas.
»-Esta misma noche te vas a Bilbao, acompañado de tu hermano mayor, ¡botarate! Ya te enseñaré yo a derrochar mi dinero…
– Y por la noche estábamos mi hermano y yo en el coche-cama. Ya sabéis cómo es mi hermano, un tío serio como hay pocos y con una cabezota de piedra. En Bilbao visitó él a todos los parientes de mi padre y me hizo acompañarle. López Soler se había marchado a Madrid. Mi hermano puso una conferencia con Barcelona: "Id a Madrid -dijo mi padre-. Ya sabes que confío en ti, Ignacio… Estoy decidido a educar a Gaspar a la fuerza"… Otra vez el coche-cama y a Madrid. Allí encontré a López Soler en el café Castilla y me abrió los brazos llorando de alegría. Cuando se enteró a lo que iba me llamó asesino y me dijo que antes me mataría que devolverme el dinero. Luego, en vista de que estaba detrás mi hermano Ignacio con sus puños de boxeador, entre todos sus amigos reunieron la cantidad y me la entregaron. Ignacio mismo la guardó, satisfecho, en su cartera, quedando yo enemigo de López Soler…
«Volvimos a casa. Mi padre me hizo un discurso solemne y me dijo luego que en castigo se quedaría él con la cantidad recuperada, y que no me daría dinero en ocho días para cobrarse los gastos de nuestro viaje. Entonces, Ignacio, con su cara tranquila, sacó el billete de veinticinco pesetas que me había devuelto López Soler y se lo tendió a mi padre. El pobre hombre se quedó como un castillo que se derrumba.
»-¿Qué es esto? -gritó.
»-El dinero que había prestado a López Soler, padre mío -contesté yo-. Y de ahí viene la catástrofe de mi vida, amigos míos… Ahora que yo pensaba ahorrar para editar el libro por mi cuenta…
Yo estaba muy divertida y contenta.
– ¡Ah! -dijo Iturdiaga, mirando hacia un cuadrito que estaba vuelto hacia la pared-. ¿Qué hace de espaldas el cuadro de la Verdad?
– Es que ha estado antes Romances, el crítico, y, como tiene cincuenta años, no me pareció delicado…
Pujol se levantó rápidamente y dio la vuelta al cuadrito. Sobre fondo negro habían pintado en blanco, con grandes letras:
«Demos gracias al cielo de que valemos infinitamente más que nuestros antepasados. -Hornero». La firma era imponente. Tuve que reírme. Me encontraba muy bien allí; la inconsciencia absoluta, la descuidada felicidad de aquel ambiente me acariciaban el espíritu.
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