Podía ocurrir que una persona tuviera fe pero no deseara recobrar la salud. Recuerdo, por ejemplo, a una mujer llamada Henriette, paciente de un médico amigo nuestro a la que no le daban más de dos años de vida. Henriette estaba enferma de cáncer y ya le habían extirpado los dos pechos. A instancias de su médico, que era partidario de intentarlo todo, me acompañó a México. Aunque muy deprimida, se declaró dispuesta a dejarse operar por Pachita. Ésta le propuso purificarle la sangre inyectándole dos litros de plasma procedentes de otra dimensión, materializados por el Hermano. Llegó el día y, tras el consiguiente ceremonial, Henriette se encontró tendida en la cama. El Hermano le clavó el cuchillo en el brazo y oímos caer la sangre en un cubo metálico, era un chorro espeso y maloliente. Después, el Hermano introdujo en la herida el extremo de un tubo de plástico de un metro de largo, levantando en el aire el otro extremo para conectarlo con lo invisible. Pudimos oír el sonido de un líquido que manaba suavemente desde un lugar incierto, y en ese momento el Hermano dijo: «Recibe el plasma santo, hijita, no lo rechaces». Al día siguiente de la operación, Henriette estaba triste. No creía en los efectos de la «transfusión» y se sentía abatida. Intenté hacerla reaccionar, pero fue imposible. Estaba petulante como una niña, arisca y egoísta. Me culpaba de querer sustraerla de su calvario. Dos días después, le salió en el brazo un gran absceso purulento. Muy asustada, llamé a Enrique, el hijo de Pachita, quien, después de consultar a su madre, me dijo: «Tu amiga tiene fe en la medicina, pero la rechaza. Quiere deshacerse del plasma santo. Que esta noche haga sus necesidades en un orinal y mañana por la mañana se aplique el excremento en el brazo, para que explote el foco de la infección». Transmití el mensaje a Henriette, que se encerró en su habitación. No sé si siguió el consejo o no, pero la verdad es que el absceso reventó dejando un agujero muy grande, tan profundo que se veía el hueso. Inmediatamente la llevé a casa de Pachita, que, convertida en el Hermano, dijo a la enferma con su voz de hombre: «Te esperaba, hijita, voy a darte lo que deseas. Ven…». La curandera la tomó de la mano como a una niña, la llevó a la cama y, sorprendentemente, se puso a tararear una vieja canción francesa, mientras balanceaba el cuchillo ante los ojos muy abiertos de la enferma. Tuve la impresión de que la hipnotizaba. Entonces le preguntó:
– Dime, ¿por qué quisiste que te cortaran los pechos?
A lo que Henriette, con su voz de niña, contestó:
– Para no ser madre.
– Y ahora, mi querida niña, ¿qué quieres que te corten?
– Los ganglios que se me hinchan en el cuello.
– ¿Por qué?
– Para no tener que hablar con la gente.
– ¿Y después, hijita?
– Me cortarán los ganglios que se me hinchan debajo de los brazos.
– ¿Por qué?
– Para no tener que trabajar.
– ¿Y después?
– Me cortarán los que se me hinchan cerca del sexo, para que pueda estar sola conmigo misma.
– ¿Y después?
– Los ganglios de las piernas, para que no puedan obligarme a ir a ningún sitio.
– ¿Y qué quieres después?
– Morirme…
– Muy bien, hijita, ahora ya conoces el camino que seguirá tu enfermedad. Elige: o seguir ese camino o curarte.
Pachita le puso un emplasto en el brazo, y a los tres días la herida había cicatrizado. Henriette decidió regresar a París, y murió dos semanas después. Cuando di la triste noticia a Pachita, me respondió: «El Hermano no viene sólo a curar. También ayuda a morir a quienes lo desean. El cáncer y las otras enfermedades graves se presentan como guerreros, siguiendo un plan de conquista preciso. Cuando le muestras a un enfermo que busca aniquilarse a sí mismo el camino que lleva su enfermedad, se apresura a seguirlo. Por esta razón, la francesa, en lugar de estar dos años sufriendo, dejó de luchar. Se rindió a su enfermedad y la ayudó a realizar su plan en dos semanas». Aprendí la lección: antes yo creía que, para salvar a una persona, bastaba con hacerla consciente de su impulso de autodestrucción. Este caso me hizo comprender que ese descubrimiento también podía acelerar su muerte.
En efecto, el testimonio de Valérie es muy interesante, en concreto por lo que se refiere a la relación entre la curación y la fe, y a la importancia del deseo de vivir. ¿Qué opina usted? ¿Había que tener fe para curarse?
No necesariamente. Todo lo que cuenta Valérie es rigurosamente cierto, pero no se puede extraer de ello un principio general. Sin duda, era preferible tener fe, pero no era una condición sine qua non. Por otra parte, Pachita parecía saber bien cómo convencer a los escépticos, tal como hizo cuando me puso en la mano el emblema de mi película. Un día le llevé a Jean-Pierre Vignau, un especialista de cine. Era un coloso, campeón de karate, no creía en estas cosas y no pretendía dejarse embaucar por una vieja mexicana. Tenía una lesión en una pierna y le aconsejé que fuera con mi mujer a casa de Pachita. Él se mostraba reacio pero, como yo lo acusaba de tener miedo, finalmente aceptó, aunque jurando que no se dejaría tomar el pelo.
¿Y cuál fue el resultado del enfrentamiento entre la anciana hechicera y este héroe de película?
Resulta que Vignau quedó tan impresionado con la historia que él mismo la cuenta en sus memorias Corps d'acier, publicadas en 1984 por Robert Laffont. Leeré el pasaje. Este testimonio de un escéptico confirma lo que he dicho sobre Pachita:
Durante aquella estancia en México, en casa de Alejandro, conocí a la persona más insólita de toda mi existencia. La más insólita y, al mismo tiempo, la más real. Hacía meses que yo padecía un desgarro en el muslo. Y no era pequeño sino un bulto como de dos puños, con un orificio en el centro. En París, había estado semanas visitando médicos y especialistas para que me lo arreglaran. Pero no había forma. Lisa y llanamente me decían que dejara el karate, porque aquello no tenía remedio. Una noche, Jodorowsky dijo a Valérie, su esposa, que tal vez podrían llevarme a visitar a Pachita, una vieja curandera de México. Aquí la llamaríamos bruja. Y una mañana temprano salgo rumbo a casa de Pachita con Valérie, que lleva en la mano un huevo crudo, imprescindible para el tratamiento.
Llegamos a una callecita no muy ancha. Un portalón de madera. Valérie llama. La puerta se entreabre y se asoma un buen hombre al que mi amiga explica el motivo de nuestra visita. El hombre nos deja entrar. El patio está lleno. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, sobre todo pobres, indios, mestizos, mexicanos típicos con capazos, comida y críos colgados a la espalda, gente que conversa, discute, vocifera. Al fondo del patio, sobre un montón de leña, un aguilucho contempla la escena con mirada penetrante y tranquila.
Esperamos. Pasados unos veinte minutos, se abre una puerta de la casa que rodea el patio. Sale una viejita, una señora anciana. Se parece a muchas de las mujeres que están en el patio. Es muy bajita, gruesa, encorvada, tiene una nube en un ojo, con el que parece ver mejor que con el otro, ver lo que no ve con el bueno. Imposible calcular su edad. Podrían ser cien años o cincuenta. Mira a los que estamos en el patio, elige a un hombre, le tiende la mano. Tú… El hombre se levanta y la sigue a la casa. Después de un rato, un buen rato, sale. Ella vuelve a mirar a los reunidos y me señala con el dedo. Tú… Es a mí. Noto que adopto una actitud mental de apertura frente a esta persona insólita. Me digo: «No conozco nada ni sé nada. Por lo tanto, me abro. De todos modos, peor no va a quedar mi pierna».
Algo sorprendido por pasar antes que otros -Alejandro luego me explicó que Pachita considera que los hombres deben pasar antes que las mujeres, porque soportan peor el dolor y las mujeres pueden esperar-, fui tras ella, acompañado de Valérie, que le explicaba mi caso en español.
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