Alejandro Jodorowsky - Psicomagia

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Psicomagia es el documento más completo sobre la evolución de la obra creativa y terapéutica de Alejandro Jodorowsky, e incluye la versión íntegra, inédita en España, del texto fundamental para comprender la psicomagia. El autor nos muestra el camino que le llevó a ella, desde sus primeros actos poéticos y teatrales hasta su aprendizaje para controlar el mundo onírico. Estos pasos imprescindibles, junto con el conocimiento que maestros, curanderos y chamanes le transmitieron, fue lo que dio origen a sus técnicas para sanar, conocidas como psicomagia y psicogenealogía. El libro ofrece también al lector una reciente entrevista con Jodorowsky, en la que nos habla de la muerte, del destino, las religiones, la clonación humana, su idea sobre el futuro de la humanidad o la necesidad de despertar nuestra mente. El volumen lo cierran un curso con ejercicios, donde el autor nos muestra cómo es posible desarrollar nuestra creatividad y utilizarla para que nos libere de roles e ideas preconcebidas, y un apéndice con 12 casos psiquiátricos reales cuyos pacientes fueron curados al serles prescritos actos de psicomagia.

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¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?

Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gentes, esto era lo que importaba. Pachita no era sino una excelente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un instrumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desencarnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al enfermo de sus posibilidades de sanarse.

¿Cómo se desarrollaba una consulta «normal» en casa de Pachita?

La gente, sentada en una sala en penumbra, esperaba su turno para entrar en la habitación en la que operaba la bruja. Todos los ayudantes hablaban en voz baja, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía de la «sala de operaciones» escondiendo en las manos un paquete misterioso. Entraba en el baño y, a través de la puerta semiabierta, se percibía el fulgor del objeto que se quemaba en el fuego. El ayudante salía y nos advertía en un murmullo: «No entren hasta que el daño se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podrían pillarlo…». ¿Qué era realmente ese «daño»? No lo sabíamos, pero el mero hecho de tener que abstenerse de orinar mientras se producía una de aquellas inmolaciones con fuego provocaba una impresión extraña. Poco a poco, uno abandonaba la realidad habitual para dejarse arrastrar hacia un mundo paralelo totalmente irracional. Después, de pronto, salían de la sala de operaciones cuatro ayudantes portando un cuerpo inerte envuelto en un lienzo ensangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, una vez terminada la operación y colocados los vendajes, Pachita exigía del paciente inmovilidad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea. Los operados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas superiores, no hacían ni el menor gesto. Inmóviles, petrificados, parecían realmente muertos. No es necesario agregar el efecto que ejercía esa escenografía sobre el candidato. Cuando Pachita lo llamaba en voz baja, utilizando siempre la misma fórmula, «Ahora te toca a ti, hijito de mi alma», el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia. Por eso tal vez se puede decir que esta bruja no atendía a adultos sino a niños, porque así los trataba, cualquiera que fuera su edad. Recuerdo haberla visto dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, mi niño?». La gente se abandonaba a ella en cuerpo y alma, tomándola como antídoto de su terror.

Acaba de describir el ambiente, los preliminares, muy importantes, sin duda. Pero me gustaría saber cómo se desarrollaba en general la operación misma… Como «ayudante», usted tuvo que ser un testigo privilegiado.

¡No sé hasta qué punto, porque al igual que todos estaba bajo el poder de la magia del ambiente! Pachita hacía tenderse al paciente en un catre, siempre a la luz de una vela, ya que, según ella, la luz eléctrica podía dañar los órganos internos. Luego, señalaba el lugar del cuerpo que iba a «operar», lo rodeaba de algodón y derramaba un litro de alcohol encima. El olor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de sala de operaciones. Ella siempre estaba acompañada por dos ayudantes -con frecuencia, yo era uno de ellos-y media docena de discípulos que tenían terminantemente prohibido cruzar las piernas, los brazos o los dedos, para facilitar la libre circulación de la energía. De pie, a su lado, yo mismo vi cómo hundía el dedo casi por completo en el ojo de un ciego, o cómo «cambiaba el corazón» a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la sangre… Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo palpaba la carne desgarrada y retiraba ensangrentados los dedos. De un tarro de cristal que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a «implantar» en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más ser colocado sobre el pecho, el corazón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente. Este fenómeno de «aspiración» era común a todos sus «implantes»: por ejemplo, Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el «operado» y en ese mismo instante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podías sentir el olor de los huesos chamuscados, oías ruido de líquido… La operación no estaba exenta de violencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexicana, pero al mismo tiempo Pachita mostraba una dulzura extraordinaria.

¿Qué papel desempeñaban los adeptos presentes?

La bruja contaba mucho con ellos. A veces, parecía que la operación se complicaba, entonces Pachita y el propio enfermo pedían la ayuda activa de todos los presentes.

¿Podría dar un ejemplo?

Recuerdo operaciones durante las cuales el Hermano exclamaba de pronto por boca de Pachita: «El niño se enfría, pronto, calentad el aire o lo perderemos…». Todos corríamos inmediatamente, histéricos, en busca de un radiador eléctrico… Al conectarlo, ¡comprobábamos que habían cortado la electricidad! «¡Hagan algo o el niño entrará en la agonía!», bramaba el Hermano mientras el enfermo, al borde de la crisis cardíaca, viéndose sin duda con el vientre abierto y las tripas al aire, gemía, helado de terror: «¡Hermanos, os lo suplico, ayudadme!». Y todos arrimábamos la boca a su cuerpo y soplábamos con todas nuestras fuerzas, angustiados, olvidándonos de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo con nuestro aliento. «Muy bien, queridos hijos», decía de pronto la voz del Hermano, «ya sube la temperatura, ya pasó el peligro, ahora puedo continuar».

¿Nunca se les murió alguien?

No. Que yo sepa, nadie murió debido a las intervenciones de Pachita, a pesar de que muchas de ellas implicaban momentos críticos. En cierto modo, eso parecía formar parte del proceso.

¿Quienes eran operados sufrían?

Yo diría que sí. La operación podía ser bastante dolorosa. Cuando murió Pachita, el don pasó a su hijo Enrique, que empezó a operar como su madre. Asistí a una de sus operaciones y observé que el Hermano hablaba con más dulzura y que el cuchillo ya no hacía daño. Así lo hice observar a uno de los ayudantes, que me respondió: «De encarnación en encarnación, el Hermano va progresando. Últimamente ha aprendido a no hacer sufrir a los pacientes».

Dice que Pachita mostraba mucha dulzura, a pesar de su gran cuchillo. Usted fue atendido por ella, ¿verdad?

Sí, me dolía el hígado y sentía curiosidad por experimentar en mí mismo la operación. Pachita me dijo que tenía un tumor en el hígado y aceptó atenderme. Yo me presté al juego, diciéndome que no podía matarme. Porque, con toda la gente a la que había operado, si hubiera ocurrido un percance a alguno de sus pacientes, ya haría tiempo que habría estado en la cárcel.

¿No tenía miedo a sufrir, al dolor?

No, porque, para mí, aquello era teatro. Yo quería someterme a la operación para ver qué ocurría, y así lo hice. Pero cuando me vi en la cama, frente a Pachita, que tenía en la mano un gran cuchillo y estaba rodeada de fieles que rezaban, empecé a sentir miedo. Me hubiera gustado marcharme pero ya era tarde. Noté que me cortaba con sus tijeras…

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