Sin duda, pero ¿qué relación tiene eso con el dinero?
En primer lugar una relación simbólica: la orina es de color amarillo, como el oro. Pero, al mismo tiempo, es un desecho… Producir desechos es una necesidad fisiológica, y la necesidad de orinar o defecar es en sí misma producto de otra necesidad, la de comer y beber. Ahora bien, para atender a esas necesidades, hay que ganar dinero. El dinero, en la medida en que representa energía, tiene que circular…, y aquella persona no se ganaba la vida porque sentía repulsión por el dinero, que consideraba sucio, vil… En esa persona, el concepto del dinero como energía estaba bloqueado. Lo necesitaba, pero no quería verse activa en su manipulación. Una parte de ella se negaba a intervenir en el movimiento que hace que el dinero entre y salga, se transforme en alimentos… Le asqueaba reconocer el legítimo lugar del «oro» en esta red que constituye toda existencia. Pachita le obligó a dominar ese miedo. Al encontrarse cada noche solo con su orina estancada, el paciente tuvo la visión de que el oro-excremento no es «sucio» si circula. Si uno se niega a verlo y lo mete debajo de la cama, empiezan los problemas… El «oro» hedía porque esa persona le había asignado un lugar vergonzoso. Finalmente, como te decía, el solo hecho de practicar el ejercicio hasta el fin le obligó a ejercer su voluntad, cualidad imprescindible para ganarse la vida normalmente.
A propósito, ¿Pachita requería algún pago a sus pacientes?
No; no exigía honorarios, pero la gente le hacía donativos. Cuando operaba, siempre tenía cerca de ella un cesto con una gran bolsa en donde los pacientes ponían lo que querían. No se podía acusar a Pachita de estar al frente de un business. Aunque, por supuesto, los que tenían dinero le pagaban bien; porque, sin duda, era una experiencia impagable hacerse atender por esa mujer… Ella no curaba para ganar dinero, ganaba dinero porque curaba.
Volvamos a su experiencia y a lo que supuso para usted ese encuentro con ella, en cuanto a la psicomagia.
Su contribución a la psicomagia es tan simple como esencial: observándola, descubrí que, cuando se simula una operación, el cuerpo humano reacciona como si sufriera una verdadera intervención. Si yo te comunico que abriré tu vientre para extirparte un trozo de hígado, si te obligo a tenderte en una mesa y reproduzco exactamente todos los sonidos, todos los olores y las manipulaciones, si sientes el cuchillo en la piel, si ves saltar la sangre, si tienes la sensación de que mis manos te revuelven las entrañas y extraen algo de ellas, estarás «operado». El cuerpo humano acepta directa e ingenuamente el lenguaje simbólico, al modo de los niños. Pachita lo sabía y era una maestra suprema en el arte de utilizar ese lenguaje de manera operativa, nunca mejor dicho.
Así pues, ¿Pachita era ante todo una especialista en comunicación simbólica?
Absolutamente. Además, observaba con mucha atención los objetos, las joyas que llevabas. Recuerdo a una mujer con una pulsera ovalada, en la cual, en un orificio también ovalado, estaba incrustado un reloj. Aquello tenía que ser, sin duda, un regalo de su madre, y Pachita descubrió inmediatamente que esa mujer no resolvería sus problemas hasta que se librara de la influencia de su madre. Era evidente además que aquel orificio simbolizaba a la madre, en el seno de la cual se mantenía aún la hija-reloj. Intuitivamente, Pachita descifró el mensaje simbólico y recomendó todo un ritual para deshacerse del objeto. Para ella nada era insignificante, el mundo era como un bosque de símbolos en relación permanente. Estando en contacto con ella me abrí al lenguaje de los objetos, al significado que encierran, por ejemplo, los regalos: todo obsequio tiene un sentido, se inscribe en una dinámica de posesión y comunicación. Olvidar una cosa en casa de un amigo, por ejemplo, o en un sitio público no tiene nada de gratuito. La brujería primitiva conoce el mecanismo de estas interacciones y las domina más o menos. Pero se trata, desde luego, de un conocimiento intuitivo, no intelectual ni científico. El brujo o chamán probablemente sería incapaz de describir rigurosamente su propia práctica; para ello tendría que situarse en el exterior, verse actuar y descifrar su funcionamiento. Ahora bien, su poder está precisamente en el hecho de mantener con el mundo una relación interna.
Él no es espectador de un mundo «objetivo» inanimado, sino parte integrante de un universo subjetivo en el que todo está vivo. La misma Pachita entendía las enfermedades como seres animados: el tumor era una criatura maléfica que merecía ser quemada viva, y de pronto oías como trinos de pájaros. A veces extirpaba del cuerpo enfermo una forma en movimiento que veías agitarse en la penumbra como un títere. Ella materializaba la enfermedad, que así perdía su poder como enemigo invisible -y por ello tanto más amenazador-, y la encarnaba en una figura vagamente grotesca, que merecía recibir la muerte. Del vientre de un homosexual vi cómo sacaba un falo negro que resoplaba como un sapo…
Algo digno de uno de sus happenings… Lo que usted describe son realmente escenas «pánicas».
¡Digno de Goya! No sé cómo lo hacía para llevarnos a ese mundo barroco… ¿Trance, alucinación colectiva, prestidigitación genial? De todos modos, si había trampa, era una trampa sagrada. Quiero decir que sus actos mágicos resultaban eficaces. Pachita aliviaba a la mayoría de los que iban a verla, por eso quise observarla y aprender de ella…
Pero situándose en una lógica un poco diferente: a diferencia de un Castaneda, que después de recibir el mensaje de don Juan se convierte él mismo en chamán, usted no pretende ser brujo. Usted se contenta con asimilar ciertos principios universales para transportarlos a una actuación no mágica, sino «psicomágica».
Es cierto, porque yo no provengo de una cultura «primitiva». En mi opinión, salvo excepciones -no me pronuncio sobre el caso de Castaneda, a quien conocí en México en aquella época-, no puedes convertirte en chamán o brujo si no has nacido en un contexto primitivo. Con la mejor voluntad y la mayor amplitud de criterio del mundo, no se libera uno tan fácilmente de todo su bagaje occidental y racional.
Castaneda es un personaje inaprensible al que pocos pueden ufanarse de haber visto. ¿En qué circunstancias lo conoció?
En aquel entonces, en los años setenta, yo era muy conocido en ciertos medios, gracias a mi película El Topo, que para muchos era una especie de referencia en materia de cine mágico. Castaneda había visto El Topo dos veces, y le había gustado. Yo me encontraba en México en un restaurante en el que sirven unos filetes espléndidos y se bebe buen vino. Iba acompañado de una actriz mexicana que reconoció en el local a una amiga que estaba con un señor. Castaneda -que no era otro el señor-, al enterarse de quién era yo, envió a su amiga a nuestra mesa. La mujer me preguntó si quería conocer a Castaneda. «Desde luego», respondí. «¡Soy un gran admirador suyo!» Ella dijo que él vendría a sentarse a mi mesa, pero yo insistí en ir a la suya.
Una coincidencia novelesca…
¡La vida es novelesca! Propuse a Castaneda ir a su casa, pero él quiso venir a mi hotel. Éramos como dos chinos, rivalizando en cumplidos. Él no paraba de darme la preferencia, y yo hacía otro tanto, por supuesto…
¿Y no dudó de si realmente estaba en presencia de Castaneda?
Ni un instante. Más adelante, en Estados Unidos se publicó un libro en el que aparece un retrato suyo, un dibujo. Y es el retrato del hombre al que conocí.
¿Cuál fue su primera impresión?
En México, es fácil determinar la clase social a la que pertenece un hombre sólo con verle el físico. Castaneda tiene aspecto de camarero.
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