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Manuel Puig: Boquitas pintadas

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Manuel Puig Boquitas pintadas

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El texto nos remite a un pasado argentino, a la oculta sordidez de un mundo de novela rosa transcrito con implacable objetividad a través del calco paródico de los clichés del lenguaje periodístico, de la impasibilidad feroz de las descripciones aparentemente neutras, de la trivialidad exasperante de unas vidas despersonalizadas. Nené, varias décadas después, aún conserva las cartas de su antiguo enamorado, Juan Carlos, a pesar de su actual matrimonio. Don Juan Carlos ya fallecido en un sanatorio víctima de la tuberculosis, se va reconstruyendo, mediante la intimidad de unos seres rencorosos o inocentes, esa relación amorosa acontecida en la Argentina de los años treinta.

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Y mire hoy son las seis de la tarde y ya tengo un dolor de cabeza que se me parte como todos los días y cuando viene mi esposo peor que peor, quiere la cena enseguida, si no está lista, y si está lista se quiere bañar antes, mire, no es malo, pero ni bien pisa la casa empezaría yo a romper todo, me da rabia que venga, pero qué culpa tiene de venir si es la casa de él, y usted me dirá para qué me casé, pero de recién casada la paciencia no me faltaba. No aguanto más esta vida, todos los días lo mismo.

Hoy a la mañana me fui de nuevo al zoológico, total no está tan lejos, son diez minutos de colectivo, porque el otro día a los nenes les dijo otro chico que había un cachorrito de león recién nacido y lo fuimos a ver ayer domingo ¡qué divino! si me alcanza la plata me voy a comprar un perrito o un gatito fino a principios de mes. Qué divino el leoncito, cómo se acurruca contra la leona vieja, y se hacen mimos. Esta mañana me dio un ataque y sola lo fui a ver de nuevo, no había nadie de gente. El leoncito se tira en el suelo patas para arriba, se revuelca y después se esconde debajo de la madre. Como un nenito de meses. Yo tendría que salir todos los días, le dije a no sé quién, que no podía más de la casa y los chicos, ah sí, ya me acuerdo, una puestera de la feria, la de la fruta, una viejita, me dijo un día que yo estaba siempre nerviosa y no quería esperar a que me atendieran, entonces le dije que yo qué le iba a hacer, y me contestó que con los años una se calma. ¿Quiere decir que mientras sea joven me voy a tener que embromar? y después de vieja ya está todo perdido y adiós, mire, yo lo voy a mandar al diablo a este tipo si se descuida… ¿Usted cree que puedo encontrar un muchacho que me dé otra vida?

Me gustaría un muchacho como había antes, ahora son todos con cara de pavo. Pero no tanto, de eso estaba convencida, y el otro día vi a unos muchachos tan lindos, de golpe, hacía mucho que no veía un muchacho lindo de veras y fui a visitar un club para anotarlos a los chicos y había unos muchachos parecidos a los del Club Social. Claro que eran todos de menos de 25 años, y yo ya voy para los 30. Pero mire qué desgraciados en ese Club, piden alguien que nos presente, otro socio, pero acá no conocemos a casi nadie en Buenos Aires. Y le dije a mi marido y ni me contestó, como diciendo arregláte, ay señora querida, pensar que dentro de un rato le tengo que ver la cara de nuevo. Si él no estuviera, ¿se fijaría alguien en mí? Pero estoy lista, sonada, cuando sea el diluvio universal, y el juicio final, yo quiero irme con Juan Carlos, qué consuelo es para nosotras, señora, la resurrección del alma y el cuerpo, por eso yo me desesperaba si me lo cremaban… Qué lindo que era Juan Carlos, qué hijo tuvo señora, y esa hija tan perra, si la tuviera cerca la estrangulaba. A mí me lo hizo de envidia, mire, yo sé lo que le pasaba a ella, se dejó manosear ya a los dieciséis años por uno de los de Álvarez, después pasó de mano en mano y en el baile ya a los veinte no la sacaba a bailar nadie, por pegote, hasta que entró en la barra de los viajantes y ahí ya no le faltó más quien la acompañara a la casa después del baile.

Pero le quedó rabia de que yo me lo agarrara al hermano, y por eso le dijo a usted que a mí me había manoseado Aschero. Pero a mí fue uno solo, y porque yo era chica, en cambio a ella le ensuciaron el nombre hasta que se cansaron. Y se quedó soltera, ésa es la rabia que tiene ¡se quedó soltera! La idiota no sabe que estar casada es lo peor, con un tipo que una no se lo saca más de encima hasta que se muere. Ya quisiera estar soltera yo, no sabe que la que ganó al final fue ella, que es dueña de ir adonde quiere ¡mientras yo estoy condenada a cadena perpetua!

Arroja la lapicera con fuerza contra la pileta de lavar, toma las hojas escritas y las rompe en pedazos. Un niño recoge del suelo la lapicera, la examina y le comunica a su madre que está rota.

*

Buenos Aires, 12 de agosto de 1947

Querida Doña Leonor:

Espero que estas líneas la encuentren con salud y en compañía de los suyos. Después de titubear bastante me pongo a escribirle, pero ante todo debo hacerle una aclaración: yo gracias a Dios tengo una familia que ya muchos quisieran, mi marido es una persona intachable, y apreciado en su ramo, no me deja faltar nada, y mis dos hijos están creciendo preciosos, aunque la madre no debería decirlo, pero ya que estoy en tren de sinceridad tengo que decir las cosas como son. Así que no tengo de qué quejarme, pero por mis cartas tal vez usted se formó una idea rara, porque a mí se me dio por ser floja. Pensé en lo mucho que una madre sufrirá en su caso y por eso pensé que la consolaría saber que yo la acompañaba en el sentimiento. Yo la acompañé, pero ahora que usted no quiere más que la acompañe, dado que no me escribió más, aquí va una verdad: a mí nadie me trata como trapo de cocina.

No comprendo la razón de su silencio, pero por las dudas alguien le haya envenenado los oídos con mentiras, quiero que sepa toda la verdad por mi propia boca, después podrá juzgarme. Lo único que le pido es que si está decidida a no escribirme más, por lo menos me mande esta carta de vuelta, abierta se entiende, en prueba de que la leyó. ¿O será mucho pedirle?

Bueno, yo no debería hablarle como si usted tuviera la culpa, la culpable es quien le habrá ido con cuentos. Y ya que no le quieren dejar ver la verdad, se la muestro yo. Ésta es mi vida…

Mi padre no me pudo hacer estudiar, costaba mucho mandarme a Lincoln a estudiar de maestra, no era más que jardinero, y a mucha honra. Mamá planchaba para afuera y todo lo que ganaba iba a la libreta de ahorro para cuando yo me casara y tuviera mi casa con todo. La tengo, pero pobre mamá no por sus sacrificios, porque se le fue todo en médico y remedios cuando lo del finado papá. En fin, Celina estudió. Entonces era más que yo.

Muy bien, no hacía mucho que hablábamos con Juan Carlos cuando tuvo aquel catarro que no se le curaba. Ahora esto que lo sepa Celina: cuanto más lo entretenía yo a la noche charlando en la tranquerita… más tardaba él en irse a lo de la viuda Di Cario. A mí me lo decían todos, que Juan Carlos entraba por el alambrado del guardabarrera derecho a lo de la viuda mosca muerta. Era ella quien le chupaba la sangre y no yo. Hasta que dejó de ir, porque yo no lo quería ver más si él seguía en relación con esa, claro que yo lo hacía por celos de novia egoísta, qué sabía yo que las radiografías iban a dar esas sombras en los pulmones. Tome nota entonces: si Juan Carlos después de noviar conmigo se iba a lo de la viuda era porque conmigo se portaba a lo caballero.

Ahí vino el viaje a Córdoba. Se volvió precioso, a los tres meses. Y voy al grano: por más que la mujer de Aschero le haya gritado al marido delante de la sirvienta que él la engañaba conmigo eso no prueba nada. Pero usted creyó esos cuentos y se opuso al compromiso. ¿Y las pruebas de mi culpa? Nunca las tuvo.

¿Pero Juan Carlos seguía con la viuda? no. Para su información: yo siempre me quedé con una espina, porque un día, poco antes de distanciarnos para siempre, lo pesqué a Juan Carlos en una mentira… Tenía un pañuelito escondido en el bolsillo del saco, bien metido en el fondo, de mujer, perfumado, y no pude alcanzar a leer la inicial, bordada con muchos adornos, pero segura segura que no era «E», y la viuda Di Cario se llamaba Elsa. Me dijo que era de una chica que conoció en Córdoba, que él era hombre y tenía que vivir, pero cuando yo se lo pedí para quedármelo… me lo arrebató. Quiere decir que era una de Vallejos ¿no lo cree? Yo no sabía con quién agarrármela y le dije que la iba a degollar a esa viuda de porquería, y él se puso serio y me aseguró que la viuda no «corría» más, con esas palabras de los hombres que son tan hirientes para una mujer, aunque se tratase de Elsa Di Cario. Y me quedé con la espina para siempre.

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