En el monte de Pontedo, nos separamos. Ramiro se queda esperándonos, con el cordero, y Gildo y yo bajamos hasta el pueblo para ejecutar el golpe que, desde ayer, teníamos previsto. Hay que acumular reservas para el invierno.
He corrido, agachado, hasta el pilón lleno de estrellas, en el centro de la plaza. Le hago una seña a Gildo con la mano y él corre a parapetarse a mi lado, bajo el chorro de agua que golpea implacable las columnas azules que sostienen la noche, el reflejo de un cielo convertido de pronto en un inmenso abrevadero para animales muertos.
Al otro lado de la plaza hay luz. Una bombilla desmayada recorta ante nosotros el cuadro de una ventana. Es la cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo la recordamos bien: la entrada flanqueada por la parra silvestre bajo la que se sentaban, las tardes de domingo, con sus mandiles de moras y sus miradas lejanas, las muchachas del pueblo: el mostrador de hule gris y desgastado: la vieja estantería de madera repleta de botellas y latas de conserva y paquetes de legumbre: la bombilla colgada como un fruto irreal de una viga del techo.
La cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo irrumpimos en ella al mismo tiempo. Como llegados del fondo de la noche y del olvido. Como arrojados por un alud de estrellas que se cuelan por la puerta que yo acabo de abrir de un golpe inesperado y seco.
Los cuatro hombres que charlaban confiados alrededor de una mesa se han vuelto hacia nosotros con la incredulidad y la sorpresa grabadas en los ojos. Quizá intentan imaginarnos todavía escondidos en las cuevas del monte o entre la hierba seca de algún pajar anónimo. Pero, instintivamente, se han levantado de sus sillas y retrocedido con las manos en alto hacia la ventana. Se quedan así, inmóviles y muy juntos, contemplando en silencio cómo Gildo salta ya al otro lado del mostrador y comienza a llenar un fardel de paquetes y latas mientras yo les encañono con mi metralleta desde la puerta.
Conozco bien a los cuatro: al Zurdo, el dueño de la cantina, grueso y sanguinolento bajo su guardapolvos negro: a Emilio, el guarda del río: a don Pedro, el secretario del ayuntamiento, borracho ya, como todas las noches: y a Flavio, el herrero de…
– ¡Sois unos hijos de puta!
El grito ha restallado como un relámpago contra el silencio de la cantina. Pero, mucho antes de que intentase buscar la pistola en el bolsillo de la chaqueta, yo había ya adivinado la intención en los ojos. Don Pedro, el secretario del ayuntamiento, con el rostro congestionado por el vino y la ira, se agitaba nervioso tras su vientre de alcohólico esperando un descuido mío. La ráfaga sin embargo, le ha atravesado la garganta de abajo arriba y se ha ido a incrustar en las vigas del techo o en un zumbido sordo de enjambre enfebrecido. El secretario se desploma como un fruto maduro sin dejar de mirarme: la mano hundida todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, como buscando el tabaco para liar el último cigarro de su vida.
Cuando Gildo y yo abandonamos atropelladamente la cantina, un aluvión de estrellas se cuela por la puerta y se posa y se hunde en los ojos helados, sorprendidos, del muerto.
– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado ahí abajo?
Ramiro nos ha salido al encuentro en la cuesta del monte. Ha escuchado los tiros.
Gildo y yo nos detenemos, jadeantes, agotados.
– He matado a don Pedro -le digo-. El secretario del ayuntamiento.
Por la carretera de Cereceda, los faros amarillos de una camioneta rasgan ya las entrañas de la noche acercándose a gran velocidad.
– ¡La fuerza! -grita Gildo-. ¡Vamos! ¡Vámonos!
– ¡Quieto, Gildo, tranquilo! -le detiene Ramiro-. Ahora no van a subir. No se atreverán.
La camioneta entra en las calles de Pontedo y aparca bruscamente junto a la cantina. A la luz de los focos, desde la cuesta del monte, vemos a los guardias que descienden a tierra y a los dos hombres que aparecen en la puerta llevando el bulto desmadejado del secretario muerto. Le tumban en la parte trasera de la camioneta y ésta gira con brusquedad sobre sí misma buscando nuevamente la carretera de Cereceda.
El resto de los guardias entra en la cantina.
– ¡Qué hemos hecho! ¡Qué hemos hecho, Dios mío!
Es Gildo.
Ramiro le mira con frialdad.
– ¿Quieres callarte? -le grita-. ¡Le hemos matado! ¡Sí, le hemos matado! ¿Me oyes? ¡Está muerto! Así que déjale las quejas a la viuda.
Yo estoy de pie entre las urces. Inmóvil. Escuchando mi propia respiración entrecortada, los ladridos lejanos de los perros del pueblo, la ráfaga de metralleta que siega una y otra vez, interminablemente, la garganta del secretario.
– Él se lo buscó -me dice Ramiro-. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.
– Pero tú sabes lo que esto significa, Ramiro. Ya no tenemos vuelta atrás.
– Nunca la hemos tenido -me responde él mirando a Gildo-. Tú sabes que nunca la hemos tenido.
A las ocho en punto, suena la campana. El convoy -una máquina de carbón y cuatro vagones viejos- se contrae con un ronco rugido, lanza al aire una columna de humo y comienza a arrastrarse por la vía llevándose os últimos jirones de la tarde.
El jefe del apeadero espera en el andén hasta que el tren desaparece de su vista. Consulta, luego, el reloj de la pared, comprueba que nadie queda ya esperando y regresa a su despacho con gesto satisfecho.
Una jornada más ha terminado.
– Lina me dijo que quería vernos.
– Sí. Pero no aquí. Esto es muy peligroso.
El jefe del apeadero, un hombre ya mayor, antiguo compañero del padre de Gildo, va nervioso de un lado a otro del despacho. Aunque el apeadero está alejado de eras casas de Candamo -y separado de él por una hilera verde de negrillos-, ha cerrado la puerta con llave y ha bajado la trapa de la ventanilla y apagado la luz dejándonos a oscuras por completo.
E. insiste en que él está dispuesto a ayudarnos siempre que no le hagamos correr ningún riesgo:
– Le dije a tu mujer que yo establecería el día y el lugar para el encuentro.
Lo que el jefe del apeadero ignora es que, si estamos aquí, es justamente para evitar un encuentro fijado de antemano y la posibilidad de alguna sorpresa desagradable. Su vieja amistad con el padre de Gildo no es, para nosotros, suficiente garantía.
– Marcharemos en seguida -le dice Gildo-. No tenga miedo.
El hombre, resignado, retira la cafetera que borbotea sobre la estufa. En la oscuridad -a la que, poco a poco, me he ido acostumbrando-, le veo vaciar el contenido en un tazón de aluminio y apurarlo de un solo trago.
– Bien. Pues, entonces, acabemos cuanto antes -dice-. Dentro de quince días sale para Bilbao un mercancías vacío. El maquinista es de la máxima confianza y el tren irá sin retén de guardia. Si estáis de acuerdo, yo me encargaré de conseguiros salvoconductos y uniformes de la Compañía.
Gildo consulta con una mirada con Ramiro y conmigo.
– ¿Y luego? -pregunta.
– Conozco a alguien que está dispuesto a pasaros a Francia en barca. No es la primera vez que hace este trabajo.
Ramiro, que, como yo, ha permanecido en silencio todo el tiempo, se acerca a la ventanilla. Observa un instante por la rendija el andén vacío. Pregunta desde allí:
– ¿Cuánto?
El jefe del apeadero -la cafetera en la mano- duda un instante:
– Ten en cuenta que somos tres a repartir: el maquinista, el de la barca y yo…
– ¿Cuánto? -repite Ramiro en tono seco.
Hay otro breve instante de silencio. El jefe del apeadero, en lugar de responder, va hacia el armario y coge un sobre azul del cajón. De su interior saca tres pasquines cuidadosamente doblados y despliega el primero sobre la mesa:
Ángel Suárez Reyero
Natural de La Llánava, ayuntamiento de Cereceda, provincia de León. Nacido el 8 de agosto de 1912. Soltero. Alto, complexión atlética, tez clara, ojos claros y pelo rubio. Maestro de escuela y miembro del ilegal sindicato C.N.T., enemigo del Glorioso Alzamiento Nacional. Integrante de la partida de Ramiro Luna Robles, «apodado el Manco de La Llánava». Autor del asesinato del señor secretario del ayuntamiento de Pontedo don Pedro Ituero Ituero, así como de múltiples actos de robo, pillaje y bandolerismo por la zona el partido de La Morana.
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