Ha bajado a escucharla a casa de Julio, el caminero de Ancebos, en ese viejo aparato milagrosamente salvado de múltiples registros y requisas por el que, una noche de lluvia -hace ahora justamente ocho semanas-, oímos, sobrecogidos, el último y definitivo parte de la guerra.
– Las fronteras siguen cerradas -dice Ramiro-. Y todos los trenes y carreteras vigilados. No queda otro remedio que aguantar.
Gildo y yo le escuchamos sin demasiado interés. Los dos sabíamos ya lo que Ramiro iba a contarnos: registros, paseos, fusilamientos… Lo mismo, exactamente, que, desde que estamos en el monte, venimos escuchando.
Gildo ensarta seis truchas en un alambre y las pone a asar sobre el fuego. El resto las limpia y las sala y las saca fuera de la cueva para que se oreen.
– No queda otro remedio que aguantar -dice, mirando a Ramiro, con una sonrisa.
Cuando acabamos de cenar, Gildo y Ramiro se quitan las botas y las chaquetas, encienden sendos cigarros y se tumban en sus camastros, cerca del fuego.
Son las cuatro de la madrugada y, esta noche, yo haré ya la guardia entera.
Desde la boca de la cueva, con el pasamontañas calado y la metralleta cruzada sobre las piernas, no tardo en escuchar el bombeo regular y monótono de sus corazones cansados, las respiraciones profundas que preceden al sueño. Poco a poco, el monte comienza a recobrar la perfección de las sombras y sus misterios, el orden primitivo que la noche y el fuego disponen frente a mis ojos. Poco a poco, todo va quedando sepultado bajo la ingravidez profunda del silencio. Incluso esa luna fría, clavada como un cuchillo en el centro del cielo, que me trae siempre al recuerdo aquella vieja frase de mi padre, una noche volviendo cerca del cementerio:
– Mira, hijo, mira la luna: es el sol de los muertos.
Al amanecer, oigo la voz del águila huyendo, la descarga violenta del hacha y el estrépito seco del árbol que cae con una marea lenta de ramas desgajadas.
Así, uno tras otro, hasta formar un pozo de sol claro en medio del hayedo.
A las ocho, alta ya la nube azul de la mañana, los leñadores hacen un alto para desayunar. Sentados en un tronco nos ven aparecer entre las hayas disimulando la inquietud que les producen nuestras armas.
El capataz nos ofrece la bota de vino.
– No está muy bueno -se disculpa-. El niño la dejó al sol y el vino se ha calentado.
El niño no dice nada. El niño -un muchacho de trece años- nos mira en silencio, con una mezcla de admiración y miedo, desde que llegamos.
El vino sabe a monte y a cuero sobado. Tiene el aroma rancio de las hierbas escasas, largamente guardadas. Pero aún puede apagar el primer sol de la mañana.
– Lo trajimos de abajo, de La Morana -explica el capataz-. Nosotros somos del aserradero de Valselada. Hace sólo un par de días que estamos por aquí.
Los leñadores tienen la tienda cerca: unas mantas sujetas con palos. La montan y desmontan cada día según la ruta que les marque su trabajo.
Dicen que somos los primeros que encuentran desde que llegaron.
El capataz nos mira con sorpresa:
– Ustedes
Ramiro le dedica una sonrisa amenazante.
– A nosotros no nos ve nadie -dice-. Nadie. ¿Está claro?
El capataz ha comprendido. Asiente con la cabeza en medio del profundo silencio de sus compañeros. Un silencio que se alarga, temeroso, hasta que nos ven desaparecer definitivamente entre los árboles.
Aunque, todavía cerca, oigamos la voz del niño preguntando:
– Son ellos, ¿verdad? Los del monte.
Lo ha dicho entre feliz y asustado. Como si una manera de lobos hubiera pasado a su lado sin hacerle daño.
En la cumbre del puerto de Láncara, hacia las fuentes del arroyo Nogares, el rebaño de las merinas es una nube de lana tendida al sol. Ayer llegaron en el tren a la estación de Cereceda y, desde allí, atravesando los campos de La Llánava y Candamo, remontaron la vieja cañada, que sube hasta el puerto, hasta los pastos altos y las majadas de verano.
Desde que llegó y extendió su manta sobre la grama, el pastor debe de estar esperándonos.
Cerca del chozo, varios corderos lamen bolas de sal en un tronco ahuecado y sujeto entre bálagos. Los mastines están arriba, con el rebaño. Pero una perra carea, llena de tedio y manchas marrones, sale del cobertizo y comienza a ladrar cuando nos ve aparecer al extremo del cercado.
En seguida, un hombre se asoma a la puerta de la cabaña. La perra acude a su lado y los dos se quedan mirándonos mientras nos acercamos.
– Tenéis bien vigiladas las fronteras, ¿eh? -nos saluda el pastor cuando llegamos a su lado.
– Gracias a eso estamos vivos todavía -le responde Ramiro observando el interior del chozo desde el ángulo en sombra de la puerta.
– No tengas miedo -sonríe el pastor-. Sois los primeros en venir a visitarme.
El pastor, como siempre, se alegra de encontrarnos. El pastor no nos teme. Es un hombre del monte, como nosotros, y en más de una ocasión nos ha ayudado.
Y todos los veranos, cuando llega, nos separa el mejor cordero del rebaño.
– Estaba reparando un poco esto -dice entrando otra vez en la cabaña-. Este invierno, la nieve nos hundió parte del techo.
En efecto, una ancha grieta en los cuelmos de paja, ablandada y oscura, deja escapar hacia el cielo la columna de humo que sube de la olla requemada en la que cuece la comida del pastor.
– Migas. Las hice anoche y las saqué a ablandar debajo de las estrellas. Habéis llegado a tiempo.
El pastor busca en un viejo cajón cuatro cucharas y se sienta con nosotros en torno a la olla. La perra acude a tumbarse junto a su dueño, al conjuro del aroma profundo que se esparce por toda la estancia.
– La verdad -dice el pastor- es que no estaba muy seguro de encontraros.
– ¿Tan poco apuestas por nosotros?
– Poco, poco. Ya podéis imaginaros. Pero, este año, con la guerra acabada, mucho menos todavía. Pensé que, si no habíais escapado, estaríais ya los tres criando ortigas en cualquier barranco.
Gildo sonríe hundiendo su cuchara en la olla de las migas.
– Antes de eso -le dice-, aún tendrás que apuntar a la cuenta del lobo unos cuantos corderos más.
– Puedes creerme que nada me alegraría más que eso.
Mientras comemos, el sol, en el vértice ya de la bóveda del puerto, comienza a deslizarse a través de la grieta abierta por la nieve en la techumbre. Y es muy dulce -después de una noche entera de guardia y con el sueño agarrado ahora como hiedra a los ojos- su caricia amarilla y espesa en la piel. Y profundo el olor a tomillo que trae en sus partículas para fundirlo suavemente con el vapor caliente de las migas. Sí, sin duda es una suerte poder estar así: apoyado contra las lajas frías de la pared de la cabaña, saboreando la comida del pastor, escuchando el crujido de los troncos quemados, la conversación cansina y amiga que poco a poco va apagándose, el sonido de la esquila que busca en la montaña el frescor de la grama y la flor del piorno.
No se cuánto tiempo he estado durmiendo: seis, siete horas, tal vez más. Pero, al abrir los ojos, el sol se abalanza sobre ellos como un alud de trigo dolorido y amargo.
Estoy solo en el chozo. Escucho brevemente: nada, una esquila lejana. Mi cuerpo rechina, al levantarme, dejo baúl destartalado. Desde la puerta, veo al fin a Ramiro y a Gildo, con el pastor, apartando un cordero en los salegares. Me ha sido difícil reconocerles: los dos se han afeitado, como cada verano, con las tijeras de esquilar. El sol está sangrando y me hiere los ojos. Pero puedo ver el rebaño que baja ya por la ladera de la montaña. Pronto estará junto a la puerta del cercado. Pronto será de noche. Otra vez.
– Vamos, Ángel -me llama Ramiro-. Marchamos.
A la puerta del chozo hay una caldera con agua. Sumerjo la cabeza y su lengua me atraviesa como una cuchillada.
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