Julio Llamazares - Luna de lobos

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En el otoño de 1937 cientos de soldados republicanos, huyendo de la amenaza nacionalista que había derrumbado su frente de Asturias, se refugian en las escarpadas montañas de la Cordillera Cantábrica. Pretendían escapar de la represión del ejército vencedor y esperar el momento para reagruparse e iniciar una nueva lucha o para establecerse en alguna de las zonas del país que aún permanecían bajo control republicano.
Algunos de ellos, cuyo origen era leonés, cruzaron estas enormes montañas para poder refugiarse en sus pueblos natales y para ver, quizá por última vez, a sus seres queridos.
Esta breve novela relata la historia de cuatro de estos soldados que decidieron cruzar la Cordillera Cantábrica para refugiarse en la provincia leonesa: su hogar y su lugar natal.
Estos soldados procedían de pueblos escondidos entre las escarpadas montañas leonesas y situados entre el valle del Porma y del río Curueño.
La historia es narrada por uno de ellos, Ángel. Este es maestro y parece el más culto de los cuatro; su hermana y su padre viven en unos de los pueblos de esta zona llamado La Llánava.
Los cuatro huidos se refugian en las montañas que rodean el valle. Primero en una mina abandonada y después en una cueva excavada por ellos mismos. Sobreviven gracias a la caza, la ayuda de sus familiares y algún que otro robo. La vida allí no es fácil para ellos debido a las continuas persecuciones y amenazas nacionalistas. Los soldados de Franco registran periódicamente las casas de los pueblos del valle buscando y matando a todos los huidos republicanos. La gente de allí está asustada, pero muchos de ellos, valientes y justos, se arman de valor para ayudar y socorrer a los que en tiempos pasados habían sido sus vecinos y amigos. Otros, por el contrario, prefieren salvar sus vidas siendo fieles al ejército franquista.
Entre todos estos problemas, los protagonistas de esta novela van superando momentos difíciles, conscientes de que algún día, no muy lejano, alguno de ellos podría acabar en una cuneta con un tiro en la cabeza asesinado por los soldados nacionalistas.
En la novela, podemos distinguir cuatro periodos en la vida de estos intrépidos aventureros.

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Ramiro se cala el pasamontañas y empuña la pistola.

– ¿Preparados?

Gildo y yo asentimos con una señal desde nuestras posiciones. Montamos las metralletas y nos tumbamos boca abajo entre las zarzas de la cuneta.

El coche de línea emboca ya la última curva de la carretera. Su hocico gris y polvoriento se aprieta contra la arista de la peña arañando los matojos que crecen sobre ella. De pronto, chilla como un caballo al que se tira bruscamente de las riendas. Las ruedas se contraen tratando de agarrarse al firme de la carretera. El coche duda un instante, da un soplido largo y hondo y se detiene finalmente, exhausto, junto al tronco que le esperaba atravesado en la calzada desde que salió de la parada de Casasola.

Es el momento que nosotros elegimos para saltar fuera de las cunetas.

– ¡Quietos todos! ¡Quietos todos en sus asientos!

Antes de que los viajeros hayan podido darse cuenta, grita ya en el interior del coche:

– ¡Vayan bajando y poniéndose contra la peña! ¡Con las manos en alto! ¡Vamos -le ordena al chófer-, usted el primero!

Los viajeros obedecen con rapidez y en silencio. Como un rebaño asustado, van descendiendo del coche y alineándose contra la peña. Alguno nos mira de reojo tratando de reconocernos. Pero el embozo calado de los pasamontañas y la amenaza de las metralletas les hace en seguida de su intento.

Ramiro desciende el último. Enfunda la pistola y comienza a cachearles de uno en uno. El dinero lo guarda en un bolsillo y las carteras las arroja en un montón a la cuneta. Los viajeros se dejan registrar, resignados.

De vez en cuando, Ramiro pasa de largo a alguno: a ese que, por su aspecto, le parece que necesita más que nosotros el dinero, o a esa mujer joven, niño apretado entre los brazos, que en más de una ocasión nos ha ayudado. Pero lo hace sin que el resto de los viajeros pueda darse cuenta.

El registro dura apenas cinco minutos. Cuando termina, Ramiro se echa a un lado:

Pueden volver al coche. Con las manos en alto, recuerden.

Los viajeros obedecen, ahora aún con mayor rapidez que antes. Ocupan sus asientos en silencio sin atreverse siquiera a mirar por las ventanillas.

Los últimos arrastran el tronco hasta la cuneta y lo dejan rodar por la pendiente varios metros.

– ¡Vamos!

El rugido del motor rompe de nuevo el silencio profundo de la mañana. El coche se despereza, concluido su descanso inesperado, remonta lentamente el final de la pendiente y se pierde tras la última curva envuelto en una nube de humo negro.

El mandil de cuadros azules está colgado en el huerto, entre los brazos del cerezo que mi padre plantó junto al pozo el día que enterraron a mi madre para recordarla cada vez que el verano volviera a La Llánava.

El mandil está seco. Juana o mi padre lo han colgado para avisarme de que los guardias vigilan la casa.

– ¿Siguen ahí?

Es la voz de María, a mi espalda.

– Sí.

– Pues vuelve a la cama. Duérmete.

– Llevo dos días durmiendo. Llevo dos días y dos noches aquí encerrado.

– ¿Y qué? -la voz de María es espesa, pesada- ¿No estás mejor que en el monte?

La rendija de la ventana deja entrar una raya de luna que atraviesa el cuarto en penumbra y se estrella contra la cama. Poco a poco, mis ojos vuelven a acostumbrarse a la oscuridad, al orden sombrío de los objetos: el armario de nogal barnizado: el arca que guarda entre ramas de menta la ropa de María: el espejo partido donde se apoya mi metralleta.

María se aprieta suavemente, de espaldas, contra mí.

– Hueles a monte -me dice-. Hueles como los lobos.

– ¿Y qué soy?

María se vuelve y se queda mirándome. Siento el temblor de su cuerpo, desolado y caliente bajo la combinación. Este ácido temblor de mujer solitaria, hermosa y joven todavía, pero ya condenada para siempre a esperar a una sombra, a un fantasma. A alimentar el recuerdo de un hombre que jamás volverá. Esta mujer que, en los últimos años, tantas noches ha fundido en la mía su soledad.

– No podéis seguir así, Ángel. No podéis estar siempre viviendo como animales. Peor: a los animales no les persiguen como a vosotros.

– ¿Y qué hacemos? ¿Nos metemos un tiro en la boca o nos entregamos para que ellos nos ahorren el trabajo?

María me mira en silencio, sin contestarme. Aplasta su vientre contra el mío y comienza a besarme. Yo noto que la sangre me sube hasta la boca de repente, en oleadas. La beso con fuerza, casi con rabia, como si nunca antes la hubiera besado. Como si las interminables noches de soledad y de deseo en el fondo de la cueva brotaran juntas de mi garganta. Como si sólo ahora, y nunca más pudiera ya besarla.

Ella, lentamente, rodea mis caderas con sus piernas y mis ojos con su mirada.

Me despiertan las campanadas de la iglesia: lentas, monótonas, lejanas.

María, abrazada a mí todavía, se vuelve de espaldas, sin despertar. Se estira la combinación arrugada hasta la cintura y continúa durmiendo.

Sobre la mesita de noche, junto a la pistola y el tabaco, el reloj marca las cinco de la mañana.

Me levanto sin hacer ruido y me deslizo hasta la ventana. La luna se estrella contra mis ojos, cegándome. Pero, en seguida, se oculta tras una nube dibujando en la noche, entre los árboles y los tejados de La Llánava, el huerto de la casa de mi padre.

El mandil de cuadros azules de Juana ya no está allí.

En el nogal de María anida esta noche la luna. Rasga sus sombras de las tapias mientras me alejo en silencio de la casa, despacio, sigiloso, como cuando de niños buscábamos aquí la fruta prohibida de los huertos o de las bocas rojas de las muchachas.

Sólo que, ahora, mi metralleta va dejando en el suelo una sombra de muerte, una espiga alargada.

Mi padre ha dejado abierto por dentro, como todas las noches, el postigo trasero que da al callejón.

Basta encaramarse por él a la leñera, caminar agachado sobre los fejes de roble y urces secas y descolgarse, ya adentro, hasta el desván en sombra del corral en el que duermen su sueño de siglos el carro y los aperos. Y donde siempre dormía también Bruna antes de que un guardia le reventase la cabeza de un disparo.

Dentro de casa, la oscuridad es absoluta. El pasillo se alarga como una boca negra hacia el nacimiento de la escalera y la puerta de la cocina que la llama del mechero dibujan ante mí.

Un crujido de tablas en la escalera. Una voz conocida:

– ¿Ángel? ¿Eres tú?

Mi padre está en el rellano, vestido todavía.

– Soy yo, padre. ¿Qué hace levantado?

Él no contesta.

– Sube -me dice-. Date prisa.

Y se pierde por la escalera sin esperarme.

Me he quedado parado en la puerta, inmóvil, anonadado. Como si acabara de recibir una descarga.

Sobre la cama, el reflejo amarillo de una vela ilumina el cuerpo de mi hermana, desmadejado, con la cabeza colgando sobre una palangana llena de agua ensangrentada.

Mi padre se sienta junto a ella. La ayuda a incorporarse, a reposar la cabeza sobre la almohada.

Juana me mira con los ojos arrasados por las lágrimas:

– Ya estoy bien, Ángel. No te preocupes. Ya se pasó -me dice con voz quebrada-. Fue un vómito, ¿sabes?

Y se queda en silencio, agotada, mientras lentamente va asomando entre sus labios una baba espesa y rosácea que mi padre se apresura a limpiarle con el borde de la sábana.

– La pegaron. La llevaron a la cuadra y allí la molieron a golpes y a patadas -al contraluz amarillo de la vela, mi padre parece una rama rota por la impotencia y la rabia-. A mí no me dejaron salir de la cocina. Conmigo no se atreven, ¿sabes? Conmigo no se atreven esos hijos de puta.

Y luego, ya menos excitado:

– Estoy asustado, Ángel. Ha estado escupiendo sangre.

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