Después, durante algunos minutos, han observado las instalaciones de la mina, bajo la lluvia, antes de que una voz gritara entre las retamas:
– ¡Salgan con las manos en alto! ¡No tienen escapatoria!
Pero, del interior del barracón, sólo llega la respuesta inquietante del silencio.
Por fin, tras una nueva espera, varios guardias surgen de las retamas y corren por la explanada a parapetarse tras las vagonetas y los depósitos de los lavaderos. Algunos alcanzan la zanja del desagüe y se arrojan sobre el barro, a sólo veinte metros del barracón.
Ahora, ahí debajo, se oyen voces ininteligibles, gritos amortiguados por el aguacero. Un guardia ha abandonado su puesto provisional detrás de una vagoneta y corre en solitario, agachado, hacia el barracón, cubierto por el fuego graneado de los que se quedaron tumbados en la zanja. Se aplasta contra la pared, al lado de la puerta, y mira nervioso en dirección a las retamas esperando órdenes. El silencio es tan tenso que incluso la lluvia ha enmudecido para esperar el desenlace.
Pasan unos segundos interminables antes de que el guardia se decida. Da una patada a la puerta y encañona la estancia vacía.
– Los galones tendrán que esperar -murmura Ramiro, a mi lado, con una sonrisa.
Pero algo llama ahora mi atención en la explanada: todos han abandonado ya sus refugios entre las retamas y varios guardias se dirigen hacia la boca de la mina encañonando a dos hombres esposados. Les obligan a entrar delante, en cabeza, para que les sirvan de parapeto en el caso de que alguien abra fuego desde dentro.
El resto de los guardias y los soldados se quedan esperando en la explanada, husmeando en los alrededores del barracón y de los lavaderos.
La espera no es muy larga, sin embargo. A los pocos minutos, dos disparos desgarran el vientre de la montaña. Las detonaciones son secas, profundas, como explosiones de dinamita bajo la tierra. Conmueven un instante el equilibrio perfecto de la lluvia y el silencio.
Cuando la partida se reagrupa en la explanada y comienza a alejarse nuevamente hacia Tejeda, los dos prisioneros va no van en ella.
La carne crepita sobre el fuego, al fondo de la cueva, mientras, afuera, el viento de noviembre arrastra hojas lejanas por el monte.
Un humo denso y acre invade el pasadizo, se agolpa contra el capote que, en la boca de la cueva, impide, desplegado, que el resplandor del fuego pueda verse desde fuera. Es agradable, después de un día entero soportando la humedad y el frío que supuran las entrañas de la tierra, sentir el olor profundo del asado, el monótono crujido de las llamas que acarician con sus lenguas de roble la carne que se encoge con un largo lamento.
– Bueno. Esto ya está.
Gildo ha clavado su navaja en la hebra palpitante y apretada y la retira del fuego para trocearla sobre una piedra plana.
Nosotros le miramos sin demasiado interés. Juan se ha tumbado sobre unas cuantas mantas lejos de la lumbre y Ramiro, recostado frente a mí contra la oscura pared del pasadizo, parece dormitar sumido en un profundo tedio. Apenas ha cambiado de postura y de expresión en todo el día. O mejor: apenas ha cambiado de postura y de expresión desde que estamos enterrados -una semana se cumplirá mañana- en este húmedo agujero, prolongación tortuosa de la oquedad cegada por el barro y las retamas que, en tiempos, debió de ser refugio de pastores y que nosotros vaciamos y excavamos durante cinco largas noches de trabajo, completamente a oscuras y con la única ayuda de un cuchillo y una pala, cuando llegamos aquí huyendo de la mina abandonada. La cueva, pese a la protección de los chapones que trajimos del viejo barracón para cubrir por dentro el techo y las paredes, es húmeda y helada, apta quizá sólo para la supervivencia de alimañas. Pero está oculta de miradas tras la hojarasca espesa de un piornal, colgada como un nido de águilas en las aristas escarpadas de Peña Illarga, y nadie, ni siquiera los más viejos pastores de los pueblos del contorno, podría recordarla ya. Y, sobre todo, desde la estrecha abertura de su boca, podemos dominar con los prismáticos el valle entero del río Susarón, con los tejados de Pontedo y de La Llánava, la carretera que viene de Ferreras, la línea negra del ferrocarril y las paredes cenicientas del cuartel de Cereceda.
– ¿Qué os pasa? -pregunta Gildo-. ¿No vais a comer nada?
Un silencio indiferente le contesta. Ramiro y Juan ni siquiera abren los ojos para mirarle.
Yo tampoco tengo hambre. Desde que estamos aquí, apenas he vuelto a sentir el grito negro de la bestia que, en el fondo de mi estómago, bramaba desolada tantas veces en los últimos meses de la guerra y, sobre todo, durante los cinco días que pasamos sin comer huyendo a través de las montañas y en medio de la lluvia de otra bestia más concreta, más humana y sanguinaria, que perseguía implacable nuestros pasos. Es como si la humedad y el frío de la cueva se me metieran en los huesos y en el alma manteniéndome tumbado día y noche al lado de la lumbre, sin ganas de comer, ni de hablar, ni de asomarme siquiera a la boca de la entrada para observar el cielo encapotado y duro que, en sus aristas, tiene ya el aliento de la nieve y, en él, nuestra condena: antes de la primavera no podremos escapar de aquí.
– Allá vosotros -dice Gildo blandiendo en su navaja un trozo de carne asada-. Pero os advierto que esto es lo último que quedaba de la oveja.
Y comienza a comer vorazmente, dejando que la grasa le manche las manos hinchadas por el frío y la ya espesa y crecida barba.
Hacia las tres de la mañana, ha cantado el búho en el hueco de algún roble cercano. Debe de ser rojo y negro como la hoguera que agoniza dentro de la cueva. Y sus ojos resplandecientes en la noche como dos brasas.
Cuando despierto, por la boca de la cueva se cuela ya la luz helada y temblorosa del amanecer. La lumbre está apagada, consumida bajo sus propias brasas, y la humedad traspasa mi manta y mi capote.
– ¿Estás despierto?
Es Ramiro. Descubro el brillo de sus ojos frente a mí, en la oscuridad, y me acuerdo del búho que cantó en la noche.
– Sí. ¿Qué hora es?
– Las siete. Está amaneciendo.
Torpemente, me recuesto en el montón de lana y hojas sobre el que he estado durmiendo. Tengo las manos duras, hinchadas por el frío, sin fuerzas casi para sujetar la botella que Ramiro me alarga en la oscuridad.
– Toma, bebe. Te ayudará a espantar el frío.
Busco el respaldo helado de la roca y destapo la botella. El aguardiente abre un surco de fuego por mi garganta. El aguardiente es un río de hierro que estalla con furor contra las bóvedas del sueño buscando en mi memoria la memoria dolorida de la noche.
Pero esta amarga llama de su aliento es la única que podemos encender mientras la luz del día ilumine las montañas y el humo de una hoguera pueda verse desde el valle.
– Hay movimiento -dice Ramiro mirándome beber.
Lo ha dicho en voz muy baja, con los ojos pintados por un destello extraño: ese brillo fugaz, cortado e indescifrable que siempre asoma a ellos cuando el peligro ronda en torno nuestro.
– ¿Qué pasa?
– No sé. Pero han llegado dos camionetas con refuerzos.
– ¿Cuándo?
– De madrugada. Mira, ven.
Dejo la botella en el suelo, sobre las mantas, y me arrastro detrás de Ramiro hasta la boca del pasadizo.
El valle de Cereceda se abre al pie de la peña como mi cielo invertido, como una inmensa olla de la que sube bacía nosotros un vapor denso y helado. La niebla es tan compacta, tan cuajada, que hace imposible ya distinguir el contorno de los bosques y el perfil de las montañas. Todo se funde lentamente en un mismo color y en una misma masa, en una lámina deshilachada y gris que sólo se desgarra en las agujas de los chopos, junto al río, y en los tejados rojos de Pontedo y de La Llánava.
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