Salían ya de la calle de San Juan. Rebasaron el Ayuntamiento y a la altura de la catedral se encontraron con un grupo de milicianos, hombres y mujeres, que debían de dirigirse hacia la plaza Alta. Eran todos muy jóvenes y venían cantando a grandes voces. Más de uno estaba ya completamente borracho, lo que al día siguiente mermaría en grado significativo su poca o mucha capacidad combativa. También en eso los de enfrente eran más listos, se dijo Faura. Los regulares, como buenos musulmanes, eran en su mayoría abstemios, y a los legionarios, que estarían recogidos, y no desparramados de cualquier manera por las calles, les darían algo de ginebra justo antes de entrar en acción, para que el alcohol sirviera para enardecerlos durante el asalto.
– Salud -dijo el que encabezaba el grupo.
– Salud -respondieron Faura y Ramírez.
– Y sin embargo -dijo Ramírez, una vez que los dejaron atrás-, muchos de esos chavales creen de corazón en sus ideas y están dispuestos a sacrificarse. A alguno ya le hemos visto hacerlo, tú y yo.
– Porque el ser humano tiende luego, misteriosamente, a ser generoso cuando lo llevas al límite -observó Faura-. No imaginas lo que llegué a ver en África, y de qué gente. Pero la vida no se hace en el límite, ni ahí se arreglan las cosas. Buscar el límite es una majadería.
Lo dijo con contundencia, porque a fin de cuentas estaba pensando en sí mismo. Recordaba borrosamente el largo y tortuoso trayecto que le había llevado hasta allí, a vestir el mono de miliciano socialista y a caminar por las calles de aquella ciudad con un oficial republicano que trataba en vano de mantener la moral. Recordaba cuántas veces, antes de aquélla, había conocido el límite, y qué mezclada resultaba la suma de todas. Lo único persistente era el exceso, la sinrazón que lo arrastraba una y otra vez, como sí no sirviera de nada la experiencia ni su voluntad de enmendarse. Sólo algo le consolaba: el hábito de vivir así, en el filo y casi sin esperanza, le daba la fuerza que faltaba a otros. Pero no podía llegar a celebrar, con todo y su esporádica belleza, aquel paisaje bárbaro en que se resumía su camino y ahora el país entero.
– Lo malo, lo que nos ha arrojado a esta porquería -prosiguió, acaso para evadirse del embate de sus recuedos- es cómo se ha portado tanta gente antes, cuando aún era tiempo. Incluso los nuestros. Al hablarme de ese periodista me has traído a la cabeza a otro. Chaves Nogales, el de Ahora . Lo habrás leído alguna vez. Hace años escribió una serie de reportajes bastante bien traídos sobre la situación del campo en Andalucía y Extremadura. Ponía a los señoritos en su sitio, pero tampoco dejaba de llamar la atención sobre los peligros que tenían el anarquismo y el comunismo que hacían furor entre los jornaleros. Y decía algo que se me quedó grabado, como a ti eso otro. Que el gañán andaluz no aspiraba a mejorar las condiciones de vida de los gañanes, sino a dejar de ser gañán él, y que muchos de los activistas lo que veían en el anarquismo y el comunismo era la vía para lograrlo. Eso, el afán de escapar a la propia miseria, y aun de medrar, es lo que a muchos de estos revolucionarios nuestros, y no las ganas de redimir al prójimo. Y a alguno le ha salido bien, aunque le va a durar poco la juerga. Al final, si de prosperar uno se trata, verán que es más listo y saca tajada segura el que le lame el culo al señorito.
– Eso, desde luego, está más que comprobado -convino Ramírez.
Llegaron a la plaza de Minayo y siguieron de frente, dejando a la izquierda el Hospital Civil y a la derecha el teatro López de de Ayala. El teatro mostraba claramente signos del bombazo que había sufrido hacía una semana. De día, aquélla era la zona más peligrosa, donde se concentraban los bombardeos de la aviación. Pensando mal, podía llegar a creerse que castigando alrededores del hospital pretendían aterrorizarlos. Pero por otra parte, cerca de allí estaban el edificio de Correos y el del Gobierno Civil, desde los que se dirigía la resistencia, Y los dos cuarteles principales, los de Menacho y la Bomba. En aquella zona se situaba, además, la única brecha amplia en las murallas del siglo XVIII que rodeaban la ciudad. De noche, en todo caso, no volaban los aviones. Con el alba regresarían, inexorables.
– Ésa es otra ventaja que nos llevan los de enfrente -continuó» Faura-. Todos, desde Franco al falangista más burro, no hacen más que eso, ir a lo suyo, o a lo que creen que os lo suyo, y a ellos les vale. Pero a nosotros no, a nosotros la codicia nos quita la única fuerza que tenemos, que es la de la justicia. Siempre que nos descuidemos a la hora de hacerla, y nos estamos descuidando mucho, la naturaleza, que es sabia, les favorecerá a ellos. Porque ellos la injusticia la organizan mucho mejor, tienen más práctica y más ciencia para hacerla funcionar.
– Vale, Faura, me has convencido de la superioridad absoluta de los fascistas -bromeó Ramírez-. Ahora me gustaría que me explicaras por qué coño, sabiendo todo eso, llevas es-e mono y esas insignias rojas. Lo digo en serio, me pica la curiosidad. Ya tiene que ser fuerte.
Faura respiró hondo. No le costaba encontrar Motivos. En realidad le sobraban, pero acaso el que más claro estaba en su mente era el que menos podía compartir, ni con Ramírez ni con nadie: después de haber sacrificado tanto sin una buena razón, o incluso con razones corrompidas, sentía que se debía a sí mismo conocer el sabor del sacrificio por de defender aquello que su alma creía más limpio y más cabal, a pesar de todo. Había luchado, había matado y se había hecho herir por causas que ahora le avergonzaban. No podía sumar otra vergüenza. Y menos por protegerse. Bien mirado, qué le quedaba para proteger ya.
– Pues mira -dijo, volviendo de su abstracción-, me Parece que sólo hay una manera de situarse en tiempos revueltos, como éstos: decidir junto a quién te resultaría más insoportable estar. No me gustan estos aventureros inmorales que tenemos entre nosotros, pero mucho menos me gusta ese carnicero impasible de Franco. Una vez, por la torpeza de la juventud, me tocó estar a sus órdenes. Y después de eso, ya sé que mi sitio sólo puede estar en el lado contrario del suyo.
– ¿Estuviste con Franco? Coño. ¿Y es tan temible como dicen?
– Más. Puestos a hacer una competición en lo que decías antes, Franco es el más cuco y el más fanático, las dos cosas juntas. Que se anden con ojo sus compadres, y el resto, porque con esas cualidades tiene todas las papeletas para montarse en el machito. De momento ya está jugando bien sus bazas, a costa de la sangre y el esfuerzo de sus regulares y sus legionarios. Nunca le importó derrochar ese capital.
El teniente se quedó callado un instante, como si tardara en asimilar.
– Oye, ¿y cómo es que le conoces tanto? ¿Dónde estuviste?
Lo había ocultado hasta allí. No le convenía que lo supieran los jefes de las milicias en las que, no sin recelos, se había integrado. Pero a Ramírez creyó no sólo poder decírselo, sino debérselo, en cierto modo.
– En el Tercio. Fue comandante de mi bandera.
Ramírez abrió mucho los ojos.
– Joder -exclamó-. Ahora entiendo unas cuantas cosas.
– Era joven -dijo Faura-. De joven es normal hacer el imbécil. Sólo que a mí se me fue un poco la mano. Pero bueno, pasó y ya está.
Llegaron al edificio de Correos. Habían levantado enfrente una barricada, para compensar la discontinuidad de la muralla. Un esfuerzo que a Faura, en ese momento, se le antojó de una tierna ingenuidad. Si era más que dudoso que los robustos e imponentes baluartes de la muralla pudieran servirles para resistir mucho, los que se apostaran en aquella barricada estaban vendidos. Les admiró el coraje. Los pocos milicianos que montaban guardia, tan solemnes, le conmovieron.
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