Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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Fue ella quien sugirió que se despidieran bulo y no la acompañara más allá. Y a él, como todo lo demás, le pareció bien.

– Cuando salga cierras la puerta -le exigió-, No me mires irme. No quiero que te quedes con la imagen espalda.

– Como quieras.

– Quién sabe. A lo mejor volvemos a vernos alguna vez, a la vuelta de los años. Cuando ya estemos viejos y achacosos.

– No vendré mucho por aquí, ahora que no está mi madre.

Si nos vemos, miénteme como ahora. Dime que sigo siendo bonita.

– Sigues siendo bonita.

– Supongo que se puede mentir mejor, pero nadie lo podrá hacer nunca con esa sonrisa. Guárdala siempre. Adeu, vida meua .

– Adiós.

Le besó fuerte y rápido, en los labios. Luego abrió la puerta, retrocedió de espaldas, sin volverse, y le ayudó a cerrarla. Lo último que vio de ella fue el rostro; los ojos brillantes, la sonrisa testaruda.

Un par de horas después, vino el maestro albañil. Le habló de filtraciones, vigas carcomidas, bajantes obstruidos. Pero él sólo oía aquellas dos palabras: vida meua . Cuando el maestro albañil acabó el inventario de desperfectos, le pidió que le dijera qué anticipo necesitaba para poner manos a la obra. El maestro dio una cifra. Juan le entregó entonces la llave y le preguntó a qué dirección podía mandarle el giro.

* *

A la vuelta de aquel verano, Juan Faura decidió divorciarse de su mujer. Maduró la resolución durante semanas, pensó meticulosamente cómo podía suavizarle el trago. No ignoraba que a Matilde le costaría mucho rehacer su vida con otro hombre, como él deseaba, pero quiso confiar en que el tiempo la ayudaría, o fue la manera en que acertó a disfrazar de altruismo lo que a la postre era una ruptura dictada por la necesidad de liberarse de sus propios grilletes. Lo cierto era que no lo hacia con ningún cálculo futuro. Si rompía aquel matrimonio, no volvería a casarse. Sin embargo, nunca pudo llevar a efecto sus propósitos. La tarde de viernes en que se había resuelto al fin a decírselo, se encontró a Matilde postrada en cama Y delirando de fiebre. La enterró una semana después. Una vez más, le tocaba la vergüenza de sobrevivir.

TERCERA PARTE. BADAJOZ, VERANO DE 1936

1

– Mérida. Estamos jodidos, Faura. Esto es ya cuestión de días.

Faura sostuvo la mirada desolada y exhausta del hombre que tenía enfrente. Se llamaba Ramírez, iba de uniforme y en él lucía dos estrellas que un mes atrás le daban posición y autoridad, pero que ahora le traían más problemas que ventajas. Un mes atrás, el teniente Ramírez era un hombre joven, bienhumorado, con una vena idealista que le había hecho casi inevitable congeniar con él- No recordaba Faura haber llegado a simpatizar así con ningún otro de los oficiales de Carabineros con los que había tenido ocasión de tratar en los dos destinos que sumaba hasta la fecha: el primero de Santander y aquel de la frontera portuguesa de Badajoz en el que había pasado Los últimos tres años. Pero la situación en la que se encontraban ahora era muy distinta de aquella en la que se habían conocido. Desde que había sabido que Mérida había caído en poder de los rebeldes, y que, por tanto, los dejaban aislados de Madrid, sobre Ramírez parecía haberse desplomado de pronto un par de lustros. La esperanza había huido por completo de su semblante, como las ilusiones de su espíritu. Y mientras alzaba su vaso de vino para tratar de atontarse un poco más, Faura hubo de reconocer que al joven oficial no le faltaban motivos para el desánimo.

– Lo malo, compañero -le dijo, por subrayar la fraternidad que de veras sentía hacia aquel muchacho, pese a los años y las circunstancias que los separaban – es que jodidos estábamos de antemano. Por ponernos del lado de quienes han perdido siempre. Era de esperar.

Ramírez asintió, con expresión ausente.

– Pero había para esperanzarse -protestó-. La reacción de la gente, tan decidida a no consentirlo. Que les fallará el golpe en Madrid y en Barcelona y no le siguiera apenas la aviación ni la marina. Y que tantos de los míos, de los de Asalto y de la Guardia Civil, más de creía, para serte franco, decidieran obedecer al gobierno.

– No hables mucho de la Guardia Civil ahora. No vaya a oírte uno de éstos y tengamos una orgía de exaltación revolucionaria.

Ramírez miró de reojo a los milicianos que atestaban la taberna. Algunos venían de pasar el día en el frente, es decir, de ofrecerle al enemigo la rompediza y caótica resistencia que tanto él como Faura habían tenido ocasión de sufrir y el vano empeño de mejorar. Otros se limitaban a salir a los pueblos todavía no amenazados por el avanza del ejército sublevado para hacer ostentación de fuerza o asustar a los fascistas, escogiéndolos de preferencia entre los que indefensos aguardaban su destino en las cárceles populares organizadas por el comité local correspondiente. Pero todos, en aquella hora nocturna de recogida y reunión para comentar ante un vaso de vino las aventuras del día, hacían gala de tanto ardor guerrero como si viniera de batirse el cobre contra aquellos odiados legionarios y regulares que estaban en boca de todos y que día a día progresaban implacablemente desde el sur. Lucían las armas, los correajes, las cartucheras, las improvisadas insignias. Muchos se jactaban de odiar a los militares, pero ahora los remedaban en todo menos en lo que más falta le hacía a la República: el orden a la hora de combatir, la disciplina para fijarse y alcanzar un objetivo.

– Tienes razón -dijo Ramírez-. Mejor no hablemos. Al final la Benemérita acabó jodiendo la marrana.

Ramírez no era el único que por aquellos días se expresaba con esa dureza. Los ánimos estaban muy encendidos contra la Guardia Civil. Al principio, al ver que el ejército y los carabineros no secundaban en Badajoz el alzamiento, y que las autoridades republicanas, con ayuda de los jefes socialistas y de la UGT, mantenían el control, los guardias habían permanecido aparentemente leales. Pero con el paso de los días, el avance de los rebeldes y el calentamiento de los ánimos de la población, incluido un fallido asalto a la cárcel donde estaban encerrados los simpatizantes derechistas, se había ido fraguando en varios mandos del cuerpo la decisión de unirse a los sublevados. Había sido una buena jugada, porque después de hacerse fuertes en su cuartel, junto con algunos guardias de Asalto, habían llegado a retener allí al coronel Puigdengolas, el jefe militar enviado por el gobierno. Al final se les había forzado a rendirse, amenazándoles con quemar el cuartel y con tomar como rehenes a algunos de sus familiares. La fuerza pública leal, por orden del mismo coronel al que habían tenido secuestrado, los había protegido de las iras populares Y ahora estaban todos en prisión, aunque no faltaban voces que pedían que se les fusilara y se librara así a la ciudad del riesgo que suponían y de la carga de alimentarlos.

– Lo que más me da por culo es que en el fondo me lo estaba esperando -añadió Ramírez, con amargura-. Me conocía bien a alguno de esos personajes, y ya sabía yo de sobra que no estaban con nosotros de corazón, sino por la fuerza de los acontecimientos. Como tantos otros, que han hecho más daño que si se hubieran sublevado desde el principio. En el fondo, aquí a la hueste sindical no le niego el derecho a desconfiar de todos nosotros. Dime tú a mí qué van a pensar después del espectáculo de Los Santos y de la cagada de los guardias.

– Bueno, lo de Los Santos no fue como para que nadie por aquí se sienta demasiado orgulloso -juzgó Faura.

Lo decía también por sí mismo. Porque él, como Ramírez, formaba parte de aquella columna que había partido desde Badajoz para tratar de detener a las tropas que avanzaban desde Sevilla, y que en Los Santos de Maimona, donde se había trabado contacto con las vanguardias de los rebeldes, había tenido un paupérrimo desempeño. Por un lado, numerosos oficiales profesionales habían aprovechado la ocasión para pasarse al enemigo, o bien habían mandado con tibieza las unidades a su cargo, propiciando su desmoronamiento y desbandada. A ellos se refería Ramírez, y era cierto que eso daba motivos a los milicianos más impulsivos y ambiciosos para cuestionar a los militares, a los que pretendían desplazar del mando. Pero también había que anotar, junto al heroísmo, a menudo torpe e improductivo, de no pocos milicianos, la flojera de otros muchos, que al ver venírseles encima a los mercenarios marroquíes o del Tercio habían discurrido que más valía recular y dejar que otros pararan al fascismo en mejor ocasión. Y recordaba Faura cómo él mismo, tras intentar infructuosamente mantener la moral de la gente que en aquella vergonzante coyuntura encabezaba, se había rendido a la evidencia y había ordenado replegarse a los pocos que seguían obedeciéndole y disparando. Era la primera vez, que al cabo de tantos mandaba a alguien frente al fuego. Y no podía estar muy contento de cómo le había salido el ejercicio.

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