Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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He probado a hacer lo que hacen otros. No creas que no soy hombre de recursos, que carezco de la inteligencia necesaria para ingeniar salidas o paliativos. He probado a decirme que era demasiado joven, que estaba a merced de fuerzas muy superiores a mí, así es la guerra y demás monsergas al uso. Pero tengo un problema que vuelve inútiles todos esos expedientes de autoindulgencia. Cuando veo a otro aplicárselos, lo desprecio. Y no puedo utilizar para mí lo que me parece risible en otros. Porque no me he perdido el respeto hasta ese punto, y sobre todo, porque yo, me consta, soy peor que el peor de ellos. Yo tomé libremente el camino del horror, y perseveré en él aun cuando ya conocía sus perfiles, sus asperezas y sus placeres abominables; y es verdad que conmigo iban otras fieras tan execrables y repulsivas como yo, pero yo hube de superarlas la noche en que compartí su saña y me negué, en cambio, a participar de su desprendimiento suicida. Como ellos, yo maté y tuve que morir, pero ellos saldaron su cuenta, y yo seguí viviendo. Por eso mí crimen no puede compararse al de nadie, y nadie ni nada pueden absolvérmelo.

La cara que más recuerdo es la de ella, la de la mujer a la que no maté. Qué pensarías, mi tierna Blanca, si te dijera que es posible que allá abajo, en la tierra amarilla y roja del Rif, viva ahora un chiquillo o una chiquilla con mi sangre y la suma del odio de los suyos y los míos, una criatura que sembré a la fuerza en el vientre de su madre, mezclando mi basura seminal con las de otros chacales entre las que a lo peor acertó a prevalecer. Cuando uno está perdido, cuando uno ya no puede redimirse, tiene tendencia a consolarse con las ideas más estúpidas. La esterilidad de mí matrimonio, que sólo te he dejado entrever, me ofreció durante un tiempo la esperanza de que ese niño o esa niña nunca llegara a existir, o fuera de otro de los dos que iban conmigo esa noche, del sargento Bermejo o del cabo Klemper, que ya tenían pagado el crimen. No saber si Matilde no podía concebir hijos por infecundidad de su vientre o porque mi semilla era anémica, me inclinaba a creer que la causa era la segunda y que ese fantasma, el del andrajoso infante sin rostro, no tenía por qué regresar a mis pesadillas. Pero ahora ya he dejado de pensar en eso. No sé si el estéril soy yo o si es ella, y no sé si algún día lo sabré. Sin embargo, el morillo con mi cara (suele ser un chico, Dios sabe por qué) me sigue mirando y seguirá haciéndolo mientras viva, porque no ha nacido de un poco de fluido corporal, sino del reflujo de mi alma marcada para siempre por aquella cópula de la que gocé bestialmente. Cómo puedo decirte, Blanca, amada mía, que nadie me obligó a violarla, que lo hice por mí, a conciencia y con deseo, que algunas noches vuelvo a soñar que la penetro y que ella grita mi nombre y yo muerdo sus pechos como no lo hice entonces, y que a la mañana siguiente una polución me acredita la bajeza de mi ser. Cómo puedo contarte que recuerdo su cara, su espalda, el tacto de su piel, la tibieza de su sexo recién usado por otro, el estremecimiento que la sacudió mientras me desahogaba en ella, o que en algunas de mis noches más demenciales he llegado a pensar en abandonarlo todo e ir a buscarla, y averiguar si se llamaba Jalima o Zamimunt o Hadduma o cualquiera de esos otros nombres hermosos y desconcertantes que tienen las bereberes, y averiguar también si tuvo al fin un niño o una niña y enfrentar sus rasgos mestizos para tratar de adivinar si soy yo su padre, o el sargento, o el cabo. Cómo puedo mezclarte a ti en esta pesadilla horrenda. No, sé que no puedo.

Tampoco querrías saber lo que hubo luego: los dos años siguientes, apurando mi compromiso tan necia e inconscientemente manifestado al alistarme. Lo único que puedo alegar en mí descargo es que durante varios meses llegué a acariciar muy en serio la idea de desertar. Que sopesé las posibilidades, medí las consecuencias y hasta busqué la ocasión. Otros lo hacían cuando se cansaban de soportar la disciplina, los insultos y los abusos de los oficiales, la dureza de la campaña que no acababa nunca y que siempre nos ponía delante un nuevo cerro que asaltar o un nuevo blocao que defender. Alguno lo consiguió, o al menos nos cupo la duda, porque no volvimos a saber de él. A otros los pillaron, los nuestros o los otros; si eran los nuestros, se les fusilaba, y si eran los moros, cuando encontrábamos el cadáver tirado en el campo no había que hacer muchas cábalas sobre lo que les había ocurrido. También contaban que había algunos que se habían pasado a ellos, a los moros, pero sabía que de eso yo nunca iba a ser capaz. No me gustaba tirar sobre el enemigo, porque ya había comprendido que ellos eran unos pobres diablos como nosotros y que un hatajo de hijos de puta nos enfrentaba para que nos despedazáramos en su provecho. Pero menos aún me habría gustado tirar sobre los míos, sobre los desgraciados cuyas historias conocía, a los que había visto reír o llorar y que me habían cubierto cuando me disparaban. Así que lo único que me quedaba era tratar de llegar vivo a la zona francesa y perderme allí. Lo malo era que la zona francesa estaba lejos, demasiado lejos. Eran muchos días de marcha solitaria por territorio casi desértico y hostil. Pese a todo, estuve a punto de hacerlo cuando las operaciones nos llevaron a la zona del Guerruao. También fue la vez que estuve más cerca de la zona francesa. Desde la posición contemplaba la llanura pelada, que el viento batía de lo lindo, cuando se ponía a soplar, y pensaba que allí, al fondo, estaba la libertad, la posibilidad de dejar de ser un pedazo de carne de cañón arrojado una y otra vez contra otros pedazos de carne de cañón. La posibilidad, también, de dejar de vivir acorralado entre el miedo y la rabia, porque cada vez que me exponía al fuego tenía pánico a que me hirieran, pero la única forma de evitarlo era apretar los dientes y ser más homicida que ellos. Pude intentarlo, ésa es la verdad. Varias noches me tocó estar de centinela en el puesto que más se prestaba a servir de punto de partida de la escapada. Lo quise hacer, y hasta llegué a alejarme unos pasos del parapeto, calculando el tiempo que tardarían en dar la alarma, dudando si enviarían o no a alguien tras de mí. Pero al final, me pudo el miedo. A la sed, a perderme, a que me cazaran los moros y me degollaran, a conseguirlo y a que los franceses me cogieran y me obligaran a elegir entre alistarme en su propia Legión o ser entregado a los míos para acabar ante el pelotón de fusilamiento. No era una mala muerte, doce balazos bien metidos, ya me encargaría de pedirles a los compañeros que afinaran la puntería para que el asunto fuera rápido. Pero tuve miedo, Blanca. Este desecho humano quería vivir. Quiere vivir, todavía.

Desde ese momento, cuando comprendí que no iba a desertar y que tendría que cumplir los tres años, apliqué mi cerebro en conservarme. Si iba a seguir allí, tenía que buscar la mejor manera de hacerlo, de reducir los riesgos y las penalidades que hubiera de sufrir. Entonces tomé la decisión que menos habría podido imaginarme unos meses atrás: tratar de prosperar en la milicia. No carecía de cualificación para ello. Tenía estudios y era diestro con las armas. Y dentro de lo que había a mi alcance, no me las apañé mal. Llegué a sargento y logré pasar los últimos meses como instructor de tiro de los nuevos reclutas. No me libraba de tener que ir al campo cuando la guerra se complicaba, ni siquiera de tener que correr contra las balas, aunque ahora al mando de mi pelotón. Pero se acabó estar de centinela y jugármela siempre en las descubiertas, y también tenía una compensación de orden moral, de las pocas que a la sazón me eran asequibles. A los nuevos (algunos, pobres muchachos; otros, perfectos hijos de perra, pero todos criaturas humanas rotas, y en general ignorantes de las artes del soldado) les daba al enseñarles a usar el fusil una oportunidad de no morder el polvo en aquel infierno. A la vez estaba contribuyendo a que perecieran otros, los que se les pusieran a tiro, pero la guerra es bárbara, y lo único justo que cabe hacer en ella es equilibrar las opciones de los que se enfrentan. Yo hacía de ellos soldados capaces de medirse con los combatientes curtidos que se iban a encontrar delante. Y el resto era cosa de Dios.

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