Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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Juan trataba de asimilar lo que oía. Que mientras él estaba en Marruecos, buscando con ahínco una bala que lo matase, Blanca se debatía en aquella incertidumbre que había resuelto al final un confesor astuto sirviéndose de su tendencia innata a la compasión. Y qué esperaba que dijera él al respecto. Bien, ésa era la historia. Qué más daba ya.

– Quería que lo supieras -añadió Blanca-. Quería que supieras que no me olvidé de ti, que estuve a punto de tirarlo todo por ti.

Ahora sí que no tenía más remedio que opinar algo. -Está bien -repuso, circunspecto-. Te agradezco que me lo cuentes. Pero hiciste lo que hiciste, y eso es lo que hay. Y yo espero de corazón que a la vuelta de los años creas que mereció la pena.

Quizá había parecido desentenderse más de la cuenta de lo que acababa de escuchar. Al oírle, Blanca bajó los ojos.

– No estoy segura de que mereciese la pena, la verdad -dijo.

No estaba preparado para aquella declaración. O sí. Pero no tenía una frase a punto, y sólo con el silencio pudo responderle.

– No te diré -prosiguió ella- que durante todos estos años haya sido desgraciada. Vivo con un buen hombre, que me quiere y hace por contentarme. Tengo una casa bonita y luminosa, me sobra el dinero y hasta puedo darme caprichos. Pero a medida que va pasando el tiempo, siento que me falta algo más que los hijos que ya nunca tendré. Siento que me falta algo aquí dentro. Y ayer, cuando te vi en el pueblo, comprendí como una especie de fogonazo que ese algo que me falta es lo que tú sabías despertar. Y sí, claro que me dije que hace mucho tiempo, que entonces éramos unos chiquillos, que la vida ha rodado y que ahora yo soy una señora y que tú… Pero hay algo que nunca he hecho, y es mentirme a mí misma. Siempre he sabido lo que tenía en el corazón y lo he reconocido, aunque no siempre haya podido hacerle caso. Y en el corazón, en lo más profundo, te sigo llevando, Juan.

No le impresionó oírlo, como habría debido. Algo dentro de él lo sabía y ella no necesitaba desvelarlo. Pero desde hacía muchos años no era ésa la cuestión. Ni en lo más tenebroso de la noche que había atravesado había dudado de que ella le quería y le iba a seguir queriendo. Si hubiera podido dudarlo, todo habría sido mucho más sencillo. Se habría agarrado a esa duda y sin soltarla habría hecho por olvidarse. Iba a decirle eso, o quizá algo más confuso, cuando ella le preguntó:

– Y tú, te casaste, ¿no? Háblame de ella. ¿Tenéis hijos? ¿En qué trabajas, dónde vives exactamente? Sé que lejos, pero nada más.

Blanca había sonado otra vez nerviosa y aturullada. Debía de darle miedo el punto al que había llevado la conversación, y aquella torpe deriva hacia el chismorreo era su forma de protegerse. No había nada que a él pudiera apetecerle menos en aquel instante que responder a semejante batería de interrogaciones, Así que las enfrentó una por una, con la misma meticulosidad y oculta desgana con que tramitaba los impresos y los oficios que llegaban a la mesa de su despacho.

– Vivimos en Santander -dijo-, que es donde ella nació y también donde tengo la plaza. Ingresé en el cuerpo de Aduanas. Trabajo en el puerto, me ocupo de que las mercancías que llegan paguen los aranceles que deben. No es muy emocionante, pero nos da un pasar, no podemos quejarnos de cómo vivimos. Hijos no tenemos, todavía.

– ¿Aduanas? -se interesó ella-. Bueno, qué frío lo dices, algo tendrá. ¿No tratas de vez en cuando con contrabandistas o algo así?

– A veces. Procuras pararlos, aunque para eso están los carabineros. Tratan de sobornarte, eso sí. Incluso te amenazan a veces.

– Lo cuentas como si nada.

– Y es que no es nada. Tienen sobornados a otros. Mi jefe, entre ellos. No tienen que matarme. Sólo esperar a que esté otro de servicio.

– ¿No te da miedo el peligro? -Eso no es peligro. El peligro es otra cosa. A alguno se lo he tenido que decir para que dejara de fastidiarme. Que a quien ha vivido con los tiros pasándole por encima no se le intimida con fanfarronadas.

Se arrepintió de la frase que acababa de pronunciar, como en su día se había arrepentido de soltársela a aquel sinvergüenza. Era exhibir algo que no debía. Pero Blanca tenía la mente en otra parte.

– No me has dicho nada de ella. ¿La quieres? Si trataba de ponerle a prueba, se había equivocado. Juan Faura, después de haber visto tantas indignidades, después de haber cometido algunas, tenía un vivo sentido de lo que no se podía hacer.

– La quiero. Y no voy a decirte más de ella. Se quedó clavada. La sintió desarmada, muerta de vergüenza, perdida de pronto. Pero no iba a apiadarse de ella. Él no era compasivo.

– Perdóname. Ha sido de mal gusto preguntarte eso.

– No. Sería de mal gusto que yo te contestara de otra manera.

Blanca quedó en silencio. Dejó vagar la mirada sobre el agua de la alberca. Metió la mano en ella y la agitó. El sol arrancaba destellos de las ondas que avanzaban sin prisa hacia el centro. Juan se abstrajo en aquellos dedos blancos, en aquel antebrazo con la piel erizada al contacto del agua fría. No tenía más que alargar la mano. Y no mucho.

– Por qué ha tenido que ser todo tan difícil -dijo ella, sin mirarle-. Me muero por que me beses, y ya ves, ni siquiera me atrevo a pedírtelo.

8

La boca de Blanca seguía sabiendo a metales dulces y frutas silvestres, su lengua seguía hurgando con impulsiva codicia, y como entonces, como cuando era la muchacha impredecible e insatisfecha que había descubierto junto a las ruinas del monasterio, gemía agónicamente al besar, y se le restregaba, y con la mano le cogía la nuca y apretaba hacía si como si quisiera aplastarle el cráneo contra el suyo.

No fue un acto de irreflexión, ni por parte de ella ni por parte de él. Podría haberlo sido si todo hubiera acabado allí, sobre la hierba del prado. Pero entonces ella le confió que sus padres no la esperaban hasta el día siguiente. Había inventado una historia para poder pasar la noche con él, si quería. Y él, en lugar de decirle que no, ya que le daba la ocasión de recapacitar y el margen necesario para echarse atrás, se limitó a asentir. Porque sabía que aquello era un error, una maniobra descabellada y a destiempo, pero había renunciado demasiado para negarse a tomarla, a beber por una vez del agua que era suya.

Regresaron al pueblo, los dos embargados a lo largo del camino por la excitación ante lo que les aguardaba, los ojos nublados de deseo y la mente vacía de todo lo que no fuera el otro. Era tan infinitamente placentero rendirse, aflojar, saborear ahora sí y a conciencia el pecado.

Con la fortuna que asiste al delincuente decidido, se las arreglaron para que Blanca se deslizara en el interior de la casa sin que lo advirtiera nadie que después pudiera alimentar murmuraciones. Y sin mediar entre ellos nada más que las miradas y la presión de la mano del uno en la del otro, subieron al dormitorio. La mujer lo observaba todo fascinada, como si hubiera entrado en la cueva de un monstruo o en el templo de una civilización primitiva; en el lugar donde él había llevado una existencia a la que ella no había podido pertenecer. Debía de imaginar que en aquel momento la vieja casa abandonada era para Juan, ante todo, la añoranza de su madre recién desaparecida. Pero nada dijo sobre el particular, porque la urgencia del amante es egoísta y sólo busca su desahogo y porque los dos habían acordado ya dar prioridad absoluta a su sed y no hacía falta fingir ni mostrarse correcto.

Hubo un momento de vacilación al entrar en la habitación y ver la cama. Pero lo resolvió ella enseguida empujándole hacia el lecho y obligándolo a sentarse, mientras una sonrisa maliciosa le asomaba al rostro. Luego, se separó unos pasos y se plantó frente a él.

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