Alfonso Grosso - La Zanja
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Hasta la explanada amarilla, sin un árbol, sin una sombra, rala y pelona como un baldío, suben los burrillos enanos desde la linde del pinar. Los hombres de la contrata arenera, bajo el sol, con los sombreros de paja encasquetados hasta la frente, el pantalón con las perneras cortadas y desnudos de cintura para arriba, calculan a ojo de buen cubero los metros de arena que los camiones van cargando de la pirámide dorada, que los burritos han formado en sus cientos de viajes desde la ribera de la vadina en el transcurso del día.
Sentado bajo un cobertizo de uralita, el capataz, inclinado sobre unos cajones, toma nota de las salidas. Los conductores o los ayudantes de los camiones que ya han cargado pasan, antes de poner de nuevo el camión en marcha, e inician el regreso, para abonar al capataz el importe de los decámetros cúbicos de arena que se llevan.
Es tanta la luz que reverbera sobre los cristales de las cabinas, sobre las curvas de los guardabarros, sobre los sombreros de paja de los hombres, sobre el hierro plateado de las palas, que el capataz, a pesar de sus gafas de sol, no mira siquiera la explanada sino que va tomando nota fiado de la palabra que le dan los conductores sobre la totalidad de la arena que han cargado, mientras recoge con indiferencia dinero, muchas veces sin contarlo siquiera antes de guardarlo en una carpeta azul sujeta con una tira roja de neumático.
– Chico, ¿cuánto has cargado tú? – pregunta cuando Chico Mingo se acerca.
Chico Mingo se toca las orejas y se echa hacia atrás el sombrero de fieltro. Luego, Chico Mingo, se rasca la pelambrera sudorosa del pecho:
– Puede que doce metros como dicen ellos; pero para mi que no me llevo más de diez.
– Vamos a poner once -dice el capataz-. Vamos a partir la diferencia.
– Bueno.
– ¿Cuántos portes llevas hoy dados?.
– Cuatro con este: un total de cuarenta metros.
– Si hubieras llegado a los cincuenta, te hubiera hecho una rebaja del diez por ciento – dice el capataz.
– Eran más de las doce cuando ayer cargué el último porte. Ése no lo meto en cuenta. Ése ni para ayer ni para hoy. Ya vale meterlo hoy, capataz, y tiene usted los cincuenta justos.
El capataz juega con la caperuza de aluminio de su bolígrafo hasta donde llega un rayo de sol que se quiebra alrededor de la mano y se refleja luego en el papel cuadriculado del estadillo:
– Sean los cincuenta – dice -. Un porte que te hallas. Como sigas así, Chico, y duren mucho las obras, vas a ganar un buen dinero. Te vas a poner rico.
– El que trabaja no gana dinero, capataz. Ni los que están ahí abajo cargando – señala a los hombres arrojando paletadas de arena sobre los camiones – ni yo nos pondremos nunca ricos. Usted si que acabará rico. Usted ahí sentado.
– Si fuera el propietario de la contrata… Por los gajes, que si no. ¿Sabes cuál es mi sueldo base?.
– Eso no cuenta para usted – dice Chico Mingo -. Con eso no tiene usted ni para tabaco. Con un puesto como el que usted tiene me reía yo del mundo. Una contrata como ésta es la que me hacia a mi falta para en tres meses comprarme un "Leyland" y tirar los pies por lo alto.
Otro chofer cruza la explanada amarilla. Chico Mingo guarda en el bolsillo de su camisa de cuadros verdes y rojos el trozo de cartón doblado que le sirve de cartera y que sacó para pagar. Luego recruza la explanada y entra en la cabina para sacar la manivela y poner su camioneta roja en marcha.
Cuando llega al camino vecinal que desemboca en la carretera, Chico Mingo mira hacia la zona de la contrata arenera, hacia el pinar que nace en la linde, hacia el agua de la vadina que espejea verdiazul más abajo. Por un momento Chico Mingo siente ganas de darse un chapuzón, pero enseguida se pone a silbar, pulsa sin querer el "claxon" y tuerce el volante hacia la izquierda, camino del pueblo.
Las ramas bajas filtran débilmente los rayos que logran atravesar el boscaje alto. Una araña teje su senda de plata en la corona verde y gris de una pina. La orilla se ensancha unos metros más abajo, abre un calvero en los árboles formando la media luna de una playa y se estrecha luego al llegar al caminito ciego que llega a la falda del monte.
La pandilla ha tomado posiciones después del baño. Hay en toda ella cansancio muscular y modorra de siesta. Vadina abajo el ferrocarril rugiente cruza el puente de hierro sobre la laguna y se pierde traqueteando en la explanada amarilla que se levanta al fondo del pinar. Vadina abajo una piara de cerdos chapotea tercamente sin hacer caso de las voces del pastor que intenta sacarlos del agua.
Felipe, con un látigo improvisado, fustiga la corteza resinosa de los árboles. Su torso desnudo provoca la callada admiración de las chicas de la panda que lo contemplan distraídamente detrás de las gafas de sol.
El guijarro que arroja Lisi sobre el espejo terso del agua no logra hacer la ranita. Traza sobre la superficie círculos concéntricos y luego se hunde tras asustar a un pez rondador de los juncos en el fondo de lama gris. Ha habido impericia. La mano queda en balancín y se desmaya luego sobre el muslo. Intenta hacer de nuevo la prueba sin conseguirlo y se deja luego caer hacia atrás. Su cabeza queda situada entre un haz de luz y una sombra fría. Por tercera vez se incorpora y vuelve a tomar un canto rodado estudiando antes la forma que ha de poner la mano – emulando la hazaña de los muchachos – para que el guijarro salte una y otra vez en la superficie sin hundirse.
Felipe, cansado de correr a un lado y otro con el látigo en la mano, se deja caer sobre la hierba junto a Quinito que lee un trozo de periódico manchado de grasa mientras fuma un cigarrillo:
– ¿Has visto a Nico?.
– Qué voy a ver. No he visto a nadie. Andará por ahí.
– Estaba contigo hace un momento.
– Hace un momento, pero ahora no está. ¿Qué quieres?.
– Lo que quiero es saber dónde está cada cual- dice Quinito -. Hemos venido juntos y no debemos separarnos. Ése por una gracia se nos baña haciendo la digestión y nos da el disgusto.- Se incorpora de un salto y grita-: Nico. Nicooo. Niccooo. ¿Dónde estás?.
La pandilla le hace coro entre risas: "Nico. Nico. Nicoo".
Por la vertiente, corriendo descalzo, dando saltos para no pisar la arena caliente, aparece Nicolás poniéndose derecho el sesgo de los pemiles del "meyba". El calvero se desborda de risas. Quinito se siente defraudado, levanta las manos, limpia sobre el pantalón las gafas de sol y vuelve a sentarse tranquilo, casi feliz de su misión fiscalizadora.
En la orilla de enfrente la piara de cerdos chapotea sin que las voces y las amenazas del pequeño pastor dándoles trallazos para que salgan del agua surtan el menor efecto. El chasquido de su látigo quiebra el silencio. La pandilla contempla el trajín del zagal y oye su voz de hombre – a pesar de no haber cumplido todavía la primera docena de años – gritándole al hato desbandado. Felipe contempla con envidia la maestría del pastor en el manejo de la vara de abedul con la correa de piel de cabra atada a uno de sus extremos.
Una nube solitaria, delgada como una hebra de algodón, roba durante unos segundos los destellos metálicos del sol sobre el gris acerado de las pinas, y de las colinas onduladas y la explanada amarilla llega lejano, casi imperceptible, el eco del traqueteo de los vagones del tren sobre la vía férrea. En la superficie del badén, a vuelo rasante, una avispa bebe una molécula de agua.
Lisi exprime el bañador mojado y se lo coloca sobre la frente. Araceli dormita junto a ella boca abajo. Las bicicletas han quedado abandonadas unas encima de otras sobre el muñón de un pino talado. Lisi zamarrea a Araceli inútilmente; luego entorna los ojos mientras desprende con cuidado un trozo de piel de sus rodillas tostadas.
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