Alfonso Grosso - La Zanja
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Luego que salieran el cura y los familiares de los novios, mozos y mozas desarticularon la larga mesa formada por los bancos y las crucetas del almacén, apilaron a un lado las aspas y los tableros del escogido y empezaron a bailar libremente, arrastrando los pies sobre el albero amarillo bien apisonado del corral.
Los dos siguieron bebiendo el vino dulzón, ya caliente y turnándose en la manivela hasta que el padrino regresó al corral con los ojos brillantes, sin chaqueta ya ni cuello de brillo, y les dijo que era el primero que lo sentía, que si hubiera sido de noche, por muy tantas de la madrugada que hubiera marcado el reloj, los hubiera dejado seguir alegrando la fiesta, pero que estando ya próxima la hora de la siesta sería tontería desaprovecharla, y que cada cual debía de volver a su casa y a su quehacer, y a su sueño si el cuerpo le pedía dormir, y que la música no podía gustarle a nadie más que a él le gustaba, siendo, sin embargo, el primero en comprender que también era justo que ellos, los murguistas, descansaran, que bastante le habían dado ya a la manivela, y que aunque esto no fuera motivo suficiente para levantar el campo, aunque los jóvenes quisieran seguir todavía bailando, los mayores sentían ya las ganas de irse un rato a descansar, su mujer la primera, y que con la algarabía de las voces y la música, dado que no corría la brisa y que no había manera de que el aire se llevara las notas, sino que quedaban como flotando sobre la aldea, daría al traste con el meño de las mujeres y de los hombres que por una sola vez, sin ser domingo ni festivo, podían permitirse el lujo de echarse un rato sobre el camastro con el estómago lleno de carne y la cabeza cargada de vino.
– Ya me dio a mi pena la novia con su ramillito de flores blancas – dice Garabito -. Lo que dura un pitillo le durará al galán la querencia de las entrepiernas. Luego, jDios que lo crió!, verano e invierno, noche y día, en la parva o en el desvarete de la oliva, en no faltándole el trabajo, y por la noche arriñonado al volver, los niños que chillan y la panza de los por venir, mirando caer la lluvia tomándose un vaso de vino en la taberna por olvidar lo que le cayó encima con el casamiento. Eso trabajando, que sin trabajar. De todo eso me ahorré yo, Pilete, cuando la mía antes del tercer mes me salió por peteneras, me puso los cuernos y se me fue con viento fresco.
Los niños juegan a la rueda alrededor de un olivo. Sobre las garras de metal de la máquina de hacer pacas cae un hilo de sol filtrado por el ramaje de la encina solitaria. Los cerdos gruñen en el lodazal, tras el vallado. De tarde en tarde, se levanta un leve soplo de brisa ardiente que levanta remolinos de polvo en la era.
– Pues en un pueblín de éstos me quedaba yo, para que veas. Ganas me dan a veces de salir un día de la ciudad y tomar carretera adelante y llegar a un sitio que me guste y quedarme en él y llegar a encontrar a una mujer como ésa, como la novia, y emparejarme con ella para siempre.
– Anda la osa que ibas apañado. Más te recomiendo para eso el paracaidismo, que con el fusil al hombro no te faltaría que chascar, que los tiros es lo que más caro se paga. Hace treinta o cuarenta años, en mis tiempos, si que se podía hacer eso, si que se podía llegar a un sitio y pegar. Faltaban brazos en todas partes, y desde la raya de Portugal hasta aquí llegaban los hombres y el trabajo no les faltaba. Más de un mazuriño de ésos casó con una buena moza, y eso que llegó andando por esos caminos de Dios sin más compañía que su hatillo, trabajando una jornada en las obras de las carreteras y la siguiente en los tapiales de las dehesas. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Ya puedes, ya, corretear por esos campos y verás lo que recibes. Dinero, lo que se llama dinero, con las participaciones de lotería, sino le hubiera dado al gobierno por prohibirlas. Te comprabas un decimito y te hacías del mismo número una serie completa. Te mercabas una cartera donde guardar los papeles y una bicicleta, y dale que te dale por los pueblos a engañar. En veinte años tuve la suerte de no dar siquiera un premio. Buenos dineros les gané a la rifa. Reintegros y pedreas si que salieron algunos: gajes del oficio. No dejé de pagar uno solo a tocateja. Un sello de caucho y una imprenta de confianza es todo lo que te hacía falta. De no pasar lo de Escámez, que siempre se tiene que romper la cuerda por lo más delgado, que quiso hacer en grande lo que nosotros todos hicimos toda la vida por lo chico, tenía yo un puñado de duros ahorrados – levanta la cabeza apoyándose en el tronco de la encina y deja de hablar en viendo a Pilete dormido -. Duerme, duerme – continúa -. Tú eres el que no tenía sueño. Duerme, que por dormir no quede; que no te hace falta a ti una cama para dejar de sufrir un rato – entorna losaos, se rasca la pelambrera blanquecina de los vellos del pecho y se deja caer de nuevo sobre el montón de paja.
Los niños han dejado ya de cantar, han abandonado la explanada terrosa y ha vuelto cada uno a su casa, a las encaladas casitas de un solo piso que orillan la carretera y que se apiñan entre la iglesia, el almacén de aceitunas y los restos del castillo con su haz de flechas rojas cruzadas por el yugo, erguidas sobre la ruina de la torre de homenaje.
Cuando se levantan del heno el sol ha rodado apenas unos centímetros en su trayectoria por el azul. Los despiertan las campanitas de la iglesia tocando la hora de la catequesis para los niños. Garabito contempla el manubrio, las flores rojas y celestes desvaídas de la cretona, el brillo metálico de la manivela de latón. Luego busca a un lado y otro, inútilmente, un brocal de pozo, una pileta de cemento, un abrevadero donde corra el agua para refrescarse la cara. Pilete se despereza mustiamente:
– Ya debe de tener pocas ganas de dormir el cura tocando a la hora que es las campanas – dice mientras se incorpora.
Garabito contempla el caserío de la pequeña aldea, los tejados encalados de las casas, el techo de uralita del almacén de aceitunas.
– También a mi me dan ganas a veces de retirarme a la vejez a un sitio como éste, un lugarejo así, ni cerca ni lejos de la capital, donde cuando se tercie pueda uno coger el coche de línea y darse un garbeo. Un poco mayor y sería el mejor sitio que conozco si
tuviera su casino y sus mesas de juego para echar alguna vez un dominó o una partida de tute.
Pilete, de pie, flexiona las rodillas y baja los brazos hasta tocar el suelo con las manos. Luego se da golpes muy a prisa, con los puños cerrados, sobre el pecho.
– Tú no hagas muchas demostraciones de fuerza – dice Garabito – que la gimnasia donde la tuviste que haber hecho fue en la bartolina. No me figuro yo que estés ahora para mucho trote.
– Si me hubieras visto con diecisiete años…
– ¿Te has creído que eres un viejo?
– Pues no es lo mismo, para que veas; uno está ya más gastado y más corrido que una mona. Entonces es que me dio por ser boxeador -da saltitos de un lado a otro y se pone a martillar con los puños sobre un imaginario balón de entrenamiento -. Entonces me preservaba de todo, y no hubiera tocado a una dama ni por una apuesta. Facultades, ¿comprendes?. Eso es lo que te quita las facultades. En cuanto te merques una damisela estás perdido y no tienes nada que hacer. Ya puedes hacer un día y otro entrenamiento y comer como un toro. El tabaco y las damas, prohibidos.
– Leche migada -dice Garabito-. Yo, cuando estuve hace dos años de limpia y trataba a los fulanos de los puños, ya te quisiera decir yo, ya, si tomaban sus copas y fumaban habanos y tenían sus trajines. Eso es todo un cuento para mamoncitos, un revienta pañales de coña. Lo que vale en el boxeo, que te lo digo yo que he visto pelear a Primo Camera y a Max Baer y al Paulino, y a todas las figuras que cuando la Exposición de Barcelona llegaron a España, es la presencia. Lo mismo es ver tú a un chiquimiqui en el cuadrilátero que a un tiarrón…
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