Alfonso Grosso - La Zanja
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La manivela del teléfono gira de nuevo arriba, en el doblado. Descorre la cortina que separa la cocina del patio y escucha con atención poniendo sus cinco sentidos.
El teléfono de doña Mercedes ha conocido tiempos mejores. Treinta años atrás, cuando el pueblo era parada y fonda de la línea de los andaluces, la casa de comida – posada, fonda y casinillo-, " La Consolación ", propiedad de don Ruperto Arias, albergaba hasta dieciséis camas de hierro dulce con floridas perinolas de latón y colchones de lana merina. El teléfono es una de las pocas cosas que han sobrevivido a la muerte del patrón. La casa fue dividida entre sus hijos. En la parte que a doña Mercedes le correspondió-por no tachar la tradición fondil por seguir el juego del pupilaje con las aves de paso que tantas veces habían consolado el calor y el frío y la soledad de su alcoba de soltera – continuó el negocio rebajando a la mínima expresión la posada y dándole una orientación culinaria, espejuelo de viajantes de comercio y buhoneros ambulantes. En la guía de teléfonos sigue apareciendo la sonora denominación: "casa de comida, fonda, cocina familiar".
La manivela ha dejado de girar. Doña Mercedes cuelga la espumadera en el bordillo de la campana y se arriesga a espiar desde el primer tramo de escalera. Vuelve a desprenderse de los zapatos y a subir de puntillas hasta el primer descansillo.
Santiago musita sobre el auricular mientras sonríe. Doña Mercedes espía la voz y el gesto, y un remilgo de desdén le sube por el camino seboso de la garganta hasta los labios. Ansia coger alguna frase que justifique la sonrisa del pupilo, pero la conversación se lleva a cabo tan en voz baja que le es imposible atar un solo cabo. Sin embargo, la sonrisa parece ser suficiente para desvanecer sus dudas sobre la capacidad financiera del huésped. Baja despacio, apoyándose en la baranda, latiéndole en el pulso una desazón de arrebato juvenil.
De nuevo vuelve a su quehacer. Un instante después la sobresalta un grito que en un principio cree llegado de la calle, porque sale de la cocina, cruza el patio y se asoma al portal. Al cruzar, ya de vuelta el zaguán, los gritos llenan toda la casa. Desde el centro del patio contempla al huésped colgado del teléfono gritando como un desesperado. No sabe si seguir en el patio o regresar a la cocina. Todo transcurre luego en un instante, inexplicablemente. Al mirar de reojo encuentra al pupilo bajo el arco de medio punto que separa el patio de las habitaciones bajas, de las alcobas que asoman el filo flecado de las colchas. No puede evitar dar un chillido histérico.
– Quería sólo decirle que me quedaré a almorzar – dice Santiago sonriente.
– Pues me ha dado usted un susto de primera. Estaba hablando arriba y de pronto se presenta usted abajo como un fantasma.
La sonrisa se acentúa alrededor del brillo de los dientes:
– Debe perdonar. No ha sido mi intención asustarla.
– No, claro, si ya me figuro; pero que me ha dado un susto que para mi se queda. Si es por la comida no se preocupe…
– Lo bueno es que a lo mejor me tengo que quedar en el pueblo un par de días.
– Es lo que les pasa a todos. Creen sacar el primer día un buen número de notas y se encuentran con que en unas horas no tienen tiempo para nada. Ya sabe: No se ganó Zamora… Y usted que no ha salido siquiera a visitar…
– Yo prefiero siempre ver la forma de arreglar las cosas por teléfono, si es posible. En estos asuntos, ya sabe usted, es preferible saber a qué carta quedarse. Lo que yo vengo es a cobrar, ¿comprende?.
– Huy, ¿entonces que me va usted a decir?. Aquí, como en todos lados, mientras venga a repartir dinero… ya le recibirán con buenos modales, ya, y le harán a usted estar perdiendo toda la mañana en copas en un lado y en otro. Ahora que para cobrar pare usted de contar, que uno le pondrá la pega que no está en su casa, y la mujer de otro le dirá que ha salido al campo, y el tercero le saldrá con lo de una transferencia de aquí a dos días. ¿Qué me va usted a mi a decir?. También pasa que este año ha caído más agua que la que debiera y se encharcaron las hazas y alguno no ha cogido ni la simiente. Mientras la aceituna no empiece a verdear, todos andamos mal de cuartos. Ahora que, eso si, formales somos en el pueblo. Si le deben dinero se lo pagarán tarde o temprano. Usted, por supuesto, ha hecho bien en venir y en cerciorarse antes por teléfono si el fulano está en el pueblo. Bueno es pegarle un palito a la burra de vez en cuando.
– Pues nada, agradecido.
– Sabe que tiene la posada a su disposición para lo que se le ofrezca. Y si lo que quiere ya es almorzar, la comida está a punto.
Un erice de miradas, un calibrar de incertidumbres mientras le conduce al comedor. En el rabillo de los ojos centelleantes de doña Mercedes se enciende una lucecita lúbrica.
– Vaya tomando asiento que enseguida le saco el mantel y le pongo el cubierto. El vino que tengo no es del otro jueves, pero para la comida ya le servirá, ya. También que coincide usted con que la doméstica se ha tenido que llegar al apeadero del ferrocarril a recogerme unos paquetes y tengo atrasado todo esta mañana. Si quiere usted mejor una botella de cerveza, tengo una docena de ellas en la fresquera, de modo que no hay novedad y no hay que apurarse.
– A mi me es igual. Soy poco exigente con la bebida. Ahora que me apunto a la cerveza sino es mucha molestia.
– Ande, ande, que ya le abro a usted una botella fresquita para que vaya haciendo boca -dice doña Mercedes cuando abandona el comedor.
Al llegar a la cocina le palpita a prisa el corazón.
Antes de abrir las alacenas para sacar la botella de cerveza, sin fijarse siquiera en lo que hace, arroja un puñado de sal sobre la olla humeante, y, sin acordarse siquiera que envió a Seráfica, la doméstica, a media mañana al apeadero ferroviario, la llama a voces.
Apoyado sobre el brazo derecho de la "chaise-longue", Andrés, deja resbalar el cuerpo por la lona listada; luego se incorpora lentamente y, escurriéndose de la zona de sombra, engurruña los ojos y enfila el seto de la izquierda del jardín. Aunque el seto es alto, el trampolín de la piscina vecina se percibe con toda claridad, a contraluz del sol, desde su nueva posición.
Ningún golpe seco de portezuela de automóvil, ningún chirrido de neumáticos sobre el bordillo del acerado. Como todos los días, a la misma hora, las notas cortadas del "pick-up" a dos bandas cambian de ritmo. Los "blues" lentos sustituyen a las rancheras. La melodía rueda lenta, lánguida y pegadiza, sobre el seto de pitósporos: evocaciones y recuerdos; breves evocaciones y recuerdos de sus cortos años. Preferiría el chasquido enervante de un "carnavalito", la música de la mañana llena de gritos entrecortados, las dolientes voces de la música negra…
San Cheehw ha vuelto, a pesar de que él no ha sentido el inconfundible runrún del motor de su automóvil al llegar, ni las voces de su mujer dándole instrucciones para entrar por derecho el coche en el garaje, ni el golpe seco y cortante de las portezuelas.
Sobre el trampolín, bronceado natural, torso de luchador, “slip” celeste donde se despereza la silueta escarlata de un águila regia, el mayor San. Después, el mayor San en el aire. Enseguida los brazos y la cabeza del mayor San en el rectángulo verde de la piscina.
Haciendo bocina de las manos, al borde mismo del trampolín, solicita Linda, que ha subido tras su marido por la escalerilla de hierro, que Mariquita devuelva a Niña-Linda a su casa.
La carne que modela el "dos piezas" de la mujer del mayor es carne joven, carne doliente de muchacha. Andrés, como todos los días, sirve de enlace entre la mujer del sargento y la Mariquita. Grita remedando el deje somnoliento:
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