Alfonso Grosso - La Zanja
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Alfonso Grosso
La Zanja
Para mi hermano, muerto en verano frente al Guadarrama.
Tu voz, de valle en valle y peña en peña, de tu cólera espejo contrahecho,
incita a tus iguales a verdugo,
para sacar de todo -¿qué provecho?-
más trabajo, más bueyes y más yugos.
Miguel Hernández
Tosió por dos veces, débilmente, con una tosecilla seca. Luego, escupió. El salivazo cruzó él caballo de frisa y fue a estrellarse sobre el montón de arena que impide el tránsito rodado por la calzada en obra. Para desenganchar el farolillo rojo tuvo que empinarse. Lo alcanzó difícilmente, de puntillas sobre las alpargatas de suela de cáñamo. No le fue necesario apagarlo. La llama se había consumido ya sola por falta de aceite. Sin embargo, levantó el cerrojo, hurgó en el pabilo y volcó la cazoletilla de latón. Hizo con la cintura un quiebro inútil para aminorar el dolor desgarrado de los bronquios. Por el vértice de los hombros le corría la cosquilla suave del amanecer, la agridulce cosquilla tísica.
El silbo del tren mensajero, que serpentea a primera hora la servidumbre de los Alcores, llegó resoplando la cuesta arriba jadeante, con el mismo ritmo cansino de su corazón. Respiró hondo con miedo, como si el aire al entrar en sus pulmones le fuera a quebrar una vértebra. Se sentó después al borde de la cuneta de la carretera y colocó una mano sobre la mejilla; se limpió los dedos de la otra en los perniles de los pantalones, cortó luego un tallo fresco de hierba y lo mordió, castañeteando los dientes. El silbo del tren llaneaba ya la planicie entre los olivares. Su corazón y el corazón de la locomotora bombeaban la sangre y el agua a un ritmo más suave y preciso. Cuando la máquina dejó de silbar llegó el traqueteo de los vagones sobre la vía férrea. Los penachos de humo subían lentos por detrás de las casas encaladas de las afueras del pueblo. Contempló un instante las nubéculas blancas, que se desparramaban deshechas por la labrantía, e hizo palanca con las manos sobre los muslos para incorporarse.
Todos los días, después de descolgar el último farol, el de Valdehigueras, espera a los braceros que cruzan el pueblo, para, por la Barranca del Maestro-escuela, que les acorta en un cuarto de legua la andadura, bajar a las cortijadas. Y, casi todos, pegado a la jamba de la taberna de Florencio, encuentra a alguien que le invita a una caña de aguardiente y le alivia el repeluco con un golpe animoso sobre el costillar.
Vuelve a toser y la tos se le encabrita en la garganta y se le quiebra en galladas sanguinolentas. Blandamente, las suelas de sus alpargatas apagan el inverosímil murmullo de las pisadas borrachas de su cansancio, mientras camina lentamente hacia el pueblo.
Hasta que no llega a la taberna de Florencio no advierte su retraso de casi media hora. Los braceros han cumplido ya su rito mañanero. Florencio, en mangas de camisa, aprieta sobre los platillos de hojalata el café recién molido y la zurrapa de la víspera, seca al sol y aliviada de achicoria. Las maquinillas, alineadas sobre el mostrador, cabrillean bajo la luz amarilla y sucia de las bombillas empolvadas. Florencio levanta las manos interrogantes y limpia luego la barra con un paño húmedo. Tamborilea después con los dedos sobre la madera y, resignado, llena de aguardiente una copa de cristal.
De nuevo tose. Le llega a la boca el regusto agridulce y sanguinolento del esputo. Con mal pulso echa al coleto el copetín que Florencio le ha puesto delante. Luego pasa la lengua por el perfil descolorido de los labios, y, convulso, se apoya en la barra.
– ¿Qué…? -pregunta Florencio.
No contesta. Saca un billete mugriento y hace ademán de pagar. Florencio rechaza:
– Da igual, hombre, déjalo. Por un día quien lo va a saber. Hoy soy yo el que te invita.
– Tú tienes en esto tu comer - dice sin convicción. Y enseguida, con reticencia-: Ya me has invitado muchas veces…
– Es lo mismo, te digo. No vamos a salir de pobres ni por una ni por mil copas que no pagues.
La peseta vuelve a ocupar su sitio en el bolsillo de la pretina del pantalón,
– Lo que es hoy se te fue el santo al cielo – prosigue Florencio-. Se te quedaron dormidas las cabras en el corral.
– Como tengo cogida la hora y me fío de la luz…
– Si tuvieras que levantarte como yo todo el año a las cinco ya verías lo que es bueno.
– Señal que tendría también una tasca. Que lo que es cuando terminen con el pavimento y con la conducción de agua y quiten los frisones y no haya que alimentar ya más farolillos… el pico al viento. Eso es lo que tendré que poner. O darme un chocazo contra cualquier esquina y acabar cuanto antes.
– A ti lo que te convenía es un sanatorio. Ver la forma de que te buscaras un sanatorio y terminaras de curarte de una vez. Vas a estar dando tumbo para arriba y para abajo toda la vida. Cuando no tengas remedio es cuando vendrán los ayes.
– A mí lo que me conviene es morir, Flore. Morirme de una vez.
– No tengas pena, que no te vas a quedar aquí. No tengas pena, que tarde o temprano has de mascar tierra como cada quisque. Pero que no tienes tú edad todavía para irte tan pronto para el otro barrio y estar pudriéndote bajo las malvas. Se patea lo que haya que patear. Se busca una influencia; alguien que pueda hacer algo. Pasa también que tú eres un orgulloso. A la gente lo que hay que darle es una de cal y otra de arena. Hacer el quite ¿comprendes?. Una cara aquí y otra allí y a vivir, que son dos días. Nada de remilgos cuando se lleva como tú plomo en las alas. Nada de hacer feos ni de sentirse melindroso. Sabes que si le fueras al alcalde con la pena y te trabajaras la lástima, otro gallo te cantaría. Pasa que en este mundo hay que saber estar bien con la gente. Y tú, perdona, eres un poquito esquinao, en el buen sentido de la palabra se entiende, y no sabes darle a cada toro la lidia que necesita – se empina por encima del mostrador y le da una topada cariñosa sobre la espalda-. ¡Que hay que saber vivir!. ¡Que es menester que vayas aprendiendo a conducirte por este valle de lágrimas!. ¡Que ya es hora!.
La luz nueva lancea las pequeñas bombillas, las desdibuja sobre el techo. Florencio se desprende del mandil, da la vuelta al mostrador y se asoma a la puerta de la taberna para echar un vistazo a uno y otro lado de la calle. – Y oye otra cosa que te voy a decir – continúa ya de vuelta hablando como a escondidas, vagamente, como queriéndole quitar importancia a la confidencia que no puede reprimir más tiempo-: Que no te fíes de Antonio el de Cristóbal, que ayer hablando con el contratista, aquí mismo donde tú estás ahora – señala el trozo de mostrador donde Carlos está apoyado-se dejó caer con que te pasas las horas durmiendo y dejas los faroles sin cuidar, sin alimentarlos de aceite. Que si se entera quien dijimos te la buscas y te pone de patitas en la calle; te da el boleto rápido. Ahí como lo ves, Antonio el de Cristóbal, tiene siete gatos en la barriga.
– Se te agradece, Flore – le sube de nuevo un repeluco por la espalda que le estremece los hombros -. Se te agradece – repite lentamente-. Ahora que yo te digo que Antonio el de Cristóbal no ha tenido lo que tienen que tener los hombres para decir eso. No ha tenido lo que hay que tener para decir una cosa así. Eso por un lado, que por otro, Antonio el de Cristóbal, se ha criado conmigo y hemos jugado juntos de chicos. Lo que pasa es que no oíste bien. No debo creer que oíste bien, Flore.
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