Alfonso Grosso - La Zanja

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Eugenio le da unos golpes cariñosos:

– ¡Anda, no te pongas así, no hables de mal fario!. El Carlos tuvo siempre buena naturaleza. El Carlos fue siempre como un roble. ¿Os acordáis cómo se echaba a la espalda los sacos de cien kilos?. El Carlos se cura, que hoy lo de la caja de cambio es una cosa que tiene arreglo. Un argelino que trabajaba conmigo en la fábrica se le clavó una vigueta y le hizo un boquete de costilla a costilla; pues se curó. Estuvo siete meses en un hospital y se curó.

– ¿En un hospital?. No sé a qué hospital quieres que vaya Carlos a que le curen… No sé a qué sitio ni quién le iba a dar las medicinas.

– Yo no quise ofenderlo – dice Antonio -. Se me fue la lengua porque empezaste con la leche de la carga; que tú eres de los que crees que no ofendes y ofendes; que desde esta mañana estás dale que te dale, y yo no soy de piedra y algo tenía que decirte. ¡Que tú sabes que yo aprecio al Carlos, que para eso me he criado con él como quién dice!. ¡También sabes que no soy de los que se alegran de las desgracias de los amigos!.

– Lo que hayas querido decir tú sabrás -dice Toto -, pero la razón no tiene más que un camino, y tú eres de los que le buscas tres pies al gato cuando te conviene, y tiras la piedra y escondes la mano. Nos conocemos ya muy bien todos, y cada uno sabe del pie que el otro cojea.

Silencio. Pensamientos que vuelan de una cabeza a otra sin salir de los labios. Las bocas están ya templadas con las jarras de tres cuartos de cerveza. Neblinazo turbio de prólogo de humera. Ante ellos las jarras ya vacías, el mostrador solitario.

– A ti también te pasa – dice Eugenio de pronto dirigiéndose a Toto -que hablas más de la cuenta. Eres un fuguilla y todo se te va por la boca; quemas en salva todos los cartuchos. Que no es que yo quiera, mucho cuidado, echaros a reñir; que si os busco es porque con nadie mejor que vosotros me gusta gastarme los cuatro cuartos cochinos que se ahorraron y que nadie me regaló, sino que muchas horas me costaron ganarlos trabajando también, sino de sol a sol, porque el sol pocas veces me lo eché en cara, desde la mañana a la noche. Ahora que aguantaros una discusión no estoy dispuesto…

Se hace el vacío después de sus palabras. Un silencio tenso, vibrante, donde los ojos de Antonio buscan a los de Toto y los de Toto los de Antonio.

En la puerta de la taberna el sol abre un rectángulo de sombra bajo el toldo. Dentro de la taberna, una codorniz prisionera restrega su pico rojizo por los barrotes de su jaula colgada de una viga. Algunos viajeros que se dirigen a la ciudad y que esperan la salida del autobús de línea, toman café al otro extremo del mostrador. Bajo la cabeza disecada de un toro de lidia, alineadas sobre un papel de estraza pegado a la pared, cuelgan las orejas de una veintena de liebres sobre una ristra anaranjada de pimientos secos.

El pulso vuelve por fin lentamente. Para Eugenio es como si el tiempo se hubiera detenido un año, como si no hubiera cruzado el último olivar. Sueño su viaje. Mentira su viaje. Mentira su ausencia; su faena en la cadena de los "dos caballos" de la factoría parisién. Mentira su cacheo y su detención en la Plaza de Italia por la sospecha de sus rizos negros, del tinte aceitunado de su piel. Mentira. Como si nada hubiera sucedido realmente. Mentira su llanto los primeros meses, sin una mujer, sin un rayo de sol, sin una sonrisa, sin el consuelo de la voz materna. Mentira la morriña espesa de sus once meses, sus paseos solitarios de los domingos por la orilla del Sena, sus sábados de cinematógrafo para no entender sino la imagen…

Una de sus manos se agarra al hombro de Antonio y prende el tirante de su mono azul salpicado de goterones de cemento; la otra aprieta también la camisa de Toto. Y las dos manos quedan sobre los hombros amigos quietas, inmóviles, Nada ha pasado. Mentira los ferrocarriles a ciento treinta por hora. Mentira sus dos noches de amor con una estudiante polaca.

– Pon tres vasos limpios, Flore, y una botella de vino blanco – dice -. ¿Sabéis cómo se dice en francés vino? – pregunta a Toto y a Antonio -. "Vin" se dice, "vin", casi igual, casi lo mismo.

Florencio coloca la botella de vino sobre el mostrador y seca luego el borde de los vasos con el delantal. Va llenando después los vasos mientras sonríe. Enseguida saca tabaco y lo ofrece al grupo:

– Cuando hay una reunión así como esta vuestra da gusto. Da mucho gusto ver a los amigos juntarse otra vez. Ya echarás tú de menos estas cosas por allí, ¿verdad, Eugenio?.

– No sé que quieres que eche de menos, Flore; porque en mi puñetera vida me he podido permitir invitar a tres cuartos de litro de cerveza por barba como hoy; que muchos vasos de vino te he tenido que dejar a deber en mi vida, y no porque te faltaran a ti ganas de pedirme el dinero, que algunas veces hasta me daba vergüenza pasar por la calle, no fuera a ser que me hicieras pasar el bochorno que una tarde me hiciste pasar por cuatro cuartos de nada.

Florencio no sabe qué contestar; pero acaba por salir enseguida al paso:

– Cosas de chavales. Cosas de juventud en la que todo está disculpado. Que eres un hombre de bien a la vista está; que tu madre dice por ahí con la boca llena, para que se entere todo el que la quiera oír, que no ha pasado un mes sin que hayas dejado de mandarle dinero. Desde luego se lo tiene merecido la pobre que tanto hizo por ti cuando no tenías de donde y no ganabas un cuarto; que nunca te faltaron las dos o tres pesetas para tomar un "medio" por la tarde, que a ella le salían de los riñones, de lavar un día y otro del año, de llevar huevos a la capital para venderlos, teniéndose que levantar al alba – dice con reticencia.

– Anda, Flore, qué más da ya, perdona. AI fin y al cabo ahora comprende uno que no hacías sino mirar por tu negocio y por una peseta, que es por lo que se debe mirar. Tómate tú también un vasito con nosotros para que veas que no te guardo rencor, que no es sino una broma que he querido gastarte.

– Sabes que te lo agradezco igual, como si lo tomara – dice Florencio -; pero que va ya para tres meses que no lo pruebo. Como si lo tomara brindo por vosotros a la salud de los tres.

Florencio camina ya hacia la cocina. Toto vuelve a llenar los vasos:

– Has hecho bien con soltarle la pulla. El muy marrano… Ahora mucha risita y mucha coba. Ya no se acuerda cuando no te dejaba entrar siquiera en la taberna.

– También es que el Flore tiene el negocio, y un negocio hay que atenderlo, y siempre que pudimos hacerle una jangada se la hicimos – defiende Antonio -, las cosas como son.

Los ojos brillan turbios. Toto da un papirotazo a una mosca posada sobre el mostrador. De pronto, sin haberse puesto previamente de acuerdo, sin ninguna señal convenida, las manos se buscan las unas a las otras para iniciar el palmoteo. Al principio por lo "bajini", luego a prisa, nerviosas, epilépticas. Son que pide acompañamiento. Invitación para dejarse caer por "fiesta". Silencio. Sólo el vuelo de las moscas y el vuelo de las palmas.

El vino blanco, dorado, rubrica el horizonte de los vasos limpios. El reloj de la torre da un tijeretazo al tiempo. La campanada única, redonda, quiebra la geometría encalada. Los mocasines de Eugenio inician el pespunte, mientras por su garganta ronca se desbordan los primeros "jipidos" de la tristeza. Las palmas se adelgazan, se apagan suavemente, cuando Eugenio canta:

Esquilones de plata llevan los bueyes.
¿Qué llevas en la boca
que se te enciende?.
Esquilones de plata
llevan los bueyes.

* * *

Doña Mercedes, bajo la campana de la cocina, espuma la olla. Luego se desboca el escote hasta que asoma a su hombro izquierdo la tiranta rosada y mugrienta de su combinación. Flojo el nudo que la acorta y que ahora deshace, la combinación asoma unos centímetros bajo el vestido y le abanica las corvas. Tira hacia arriba de la tiranta y vuelve a apretar el nudo con destreza malabar. Repite la operación sobre el hombro derecho y espuma otra vez el guiso.

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