Alfonso Grosso - La Zanja
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– Cuando se termine lo de las calles, no sé que vamos a hacer. No sé que vamos a hacer cuando se termine lo de las calles y no haya más faroles.
La madre no contesta de momento con la mirada fija en la frente del hijo. Luego dice:
– Aún falta un mes por lo menos para que se terminen las obras, y, al fin y al cabo, mientras Dios quiera que haya días de lavado por echar en la Colonia no nos faltará que comer. Hazlo por mi, Carlos – insiste -, tómate siquiera la mitad del pan y no pienses. No vas a adelantar nada con pensar. Si quieres uvas también te he traído.
– Sabes que no podría, madre, sabes que no podría.
La madre deja el plato de aluminio sobre la silla y se limpia las manos en el filo del vestido.
– Que no te vaya a dar el sol es lo que quiero. Ya sabes la de veces que te lo ha advertido el médico. No creo que vaya a venir nadie mientras te quedas solo; pero venga o no venga tú no bajes. Déjales que aporreen la puerta. Si gritan desde el corral, no hagas caso. En cuanto termine la colada estoy aquí. Si viene alguien te asomas por el ventanillo, pero no creo que nadie se lleve la ropa que he dejado puesta a secar.
– ¡Quién va a venir!. Anda y marcha tranquila.
La madre besa al hijo en la frente y baja luego loa desconchados escalones del sobradillo. Al llegar al corral extiende algunas sábanas sobre el tendedero y sale luego a la calle.
Con el pañuelo negro dejado caer hasta la altura de los ojos, toma el camino de la "calle Abajo", sorteando los montones de zahorra que se amontonan a uno y otro lado de las regolas que abren los hombres, y la sigue a buen paso para torcer luego a la derecha camino de la Colonia.
El niño vuelve a llorar, y Rosario entra en la choza, lo saca del serón de esparto y se pone a mecerlo. Luego sale con él en brazos y se sienta en un banquillo de madera de olivo delante del rectángulo de sombra. Un tren descendente silba en la cuesta abajo de los alcores. La mujer del guardagujas vuelve a desenganchar la cadena del paso a nivel del camino de ganado, y se queda luego inmóvil sobre uno de los postes de señalamiento con la banderola arrollada. El viento mueve la falda de percal de la mujer del guardagujas. En los barbechos amarillos el sol reverbera, y en la panorámica, ante los ojos de Rosario, se mueven estrellitas fugaces que suben y bajan y se desvanecen entre los almiares de las cortijadas y el terraplén férreo donde un hombre encorvado rebusca carboncilla que va echando en un saco.
El niño vuelve a llorar y Rosarito le canta muy bajo, convirtiendo la banqueta de madera de olivo en un balancín, la vieja canción de "Jazz" que tantas veces escuchara de labios de su madre, antes de que su madre tomara un día la carretera para no volver nunca:
Con mi perro Boby y
con mi maleta,
cogida del brazo
de un novio poeta.
Y a Jaguay divino
en buque llegamos
Y el romanticismo
a mi me ha inundado.
La máquina férrea suelta en los bordes de las vaguadas chorros de vapor blanquecino que llaman la atención del hijo de Rosarito, la hija de Rosario la Mocha, y, milagrosamente, lo hace dejar de llorar.
Hasta la penumbra de la alcoba llega el clamor del trajín doméstico que sube de la cocina por el hueco del patinejo. Con el cigarrillo entre los labios fuma despacio. Lanza al aire rosquillas de humo. Las moscas patinan sobre el hule deshilachado de la mesa dispuesta a unos palmos de la cama. De poco sirve con ellas el "papel real" que cuelga de las vigas como una tripa seca, ni el azúcar rosada disuelta en agua dentro de un plato desconchado sobre la cómoda atiborrada de porcelanas, de estampas devotas, de iluminados retratos familiares; pero doña Mercedes, al mostrarle el cuarto, el más decente de la casa, hizo valer sus precauciones higiénicas:…"no hay una sola mosca porque, ya ve usted, les tengo puesta trampas por todas partes".
Se echó nada más llegar sobre la cama y entornó los ojos. Su camino hasta el final ha sido largo; pero ahora, mientras fuma, no piensa en nada. Se limita a arrojar, poniendo en ello sus cinco sentidos, rosquillas azules de humo. Hasta la muerte de su tía Natividad, que le mantuvo en usufructo el tercio de la herencia materna, no recibió en alud el dinero. Cuando la tía Natividad murió una tarde, inclinada sobre un reclinatorio de la iglesia de los dominicos, lo primero que hizo fue comprarse un automóvil, con el que había soñado toda la vida. Justificaba su adquisición en el "Círculo", delante del tapete verde de la mesa de juego: "Es lo primero que hubiera hecho cualquiera ¡qué carajo!. Un "Cadillac" debía haber sido y no un bote de nada… Os invito a todos a coñac".
Se incorpora de la cama nervioso para sentarse ante la mesa con los codos sobre el hule, suelta la corbata, remangadas las mangas de la camisa.
Al volante del automóvil rubricó mil veces la ciudad. Se asomó a París aquel verano, tímido, inseguro. Regresó antes de la tercera semana, y en el "Círculo" se pavoneó de haber dejado en buen lugar la tradición hispana de riña o amor según el sexo. Se aburrió. Le desilusionaron las nubes altas de septiembre sobre el Sena. Se maravilló de que ninguna mujer tuviera para nada en cuenta su aire de señorito. Volvió con veinte mil duros menos y se recortó el bigote a la inglesa. Juró haber cruzado el Canal y haberse hecho un par de trajes en Savile Street. "Cosas de Santiaguín", dijeron los amigos. Nadie le creyó, pero le admitieron otra ronda de whisky.
La inquietud le hace levantarse y dar un paseo a lo largo del cuarto para llegar luego al ventanal y acodarse sobre el alféizar, después de levantar la cortina grasienta que protege la alcoba de la calina del mediodía. De la calle llega el runrún del motor de gasoil del autobús de línea recién llegado, aparcado en la acera de enfrente de la fonda, de donde se apean ya los viajeros. Maldice su impaciencia que no supo esperar unas horas- durante las que no ha logrado nada – y piensa que pudo haber realizado el viaje sin prisa en el autobús, ahorrando el importe del taxi. Hasta que el último viajero no baja del ómnibus no abandona el ventanillo.
Si viviera su tía Natividad le hubiera conminado una vez más a cambiar de vida y recordado que era congregante de la Inmaculada, y enseñado, junto al cordón azul y blanco de la congregación, el retrato de primera comunión, vestido de marinero, cándidos los Ojos del madrugón y con la banda de moaré con las espigas cruzadas de la Eucaristía sobre el brazo izquierdo.
Se arrepiente de no haber sabido explotar con mejores resultados la generosidad de Mila. Siente miedo ante su aislamiento y abandona la silla donde ha vuelto a sentarse para dejarse caer otra vez sobre la cama. Dos chispas de candela abrasan la colcha desvaída de azul añil -que doña Mercedes estirara cuidadosamente al enseñarle el cuarto – y dibujan sobre ella dos grandes monedas vacías.
Infancia con regusto doliente de cobardía mimada de largos paseos al sol de mano de chacha almidonada. De los padres, ni el recuerdo. Adolescencia de billares y de novillos y, a fuerza de años, haber alcanzado la Universidad, para no sacar de ella sino dos campamentos de Milicia Universitaria – con rebaje de rancho y rosbif en la cantina -y las riendas ya sueltas de hombrecito, y el uniforme de oficial que a la tía Natividad le devolviera el recuerdo del novio subteniente que marchara a la guerra de África para no volver nunca.
Las moscas, sin hacer caso del "papel real", prosiguen sus pruebas de aterrizaje sobre el hule. De la cocina llega el olor penetrante del aceite hirviendo y la voz de un buhonero empeñado en hacerle a doña Mercedes el artículo ante un par de combinaciones de nylon. Doña Mercedes suelta la carcajada y corta el chalaneo: "¡Pero, hombre de Dios!, ¿por dónde quiere usted que yo me meta esto?. ¡Cuando no me sirva de tapaculo!”.
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