Alfonso Grosso - La Zanja

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El quincallero se agarra a la posibilidad de cambiar las prendas por una noche de posada.

– Pero no se entera que no puede ser -prosigue doña Mercedes – que la única habitación que tenía libre me la ha ocupado un fulano que ha llegado esta mañana y que por la pinta es de los que, como los gitanos, sino la dan a la entrada la dan a la salida… porque se ha dejado caer sin equipaje, ni muestrario ni nada que se le parezca…

La sangre se le agolpa sobre los ribazos de los labios, bajo el reflejo azulado de la barba. Se levanta de la cama, abre la puerta del cuarto y sale al corredor. Con la mayoría de edad solicitó la herencia paterna: dos paquetes de acciones y una casa de vecindad. Alquiló un apartamento de soltero en el extrarradio. Más tarde, con el abandono de la carrera se vio obligado a hacer las prácticas reglamentarias de suboficial. La tía lloró como si hubiera sido degradado por alta traición en el Barranco del Lobo.

Doña Mercedes discute ahora la calidad de las prendas interiores entre risas. En el patio de la fonda el sol dibuja planos fotográficos sobre el haz de las hojas de aspidistras, sobre el vidriado de las macetas de geranios.

Al fondo del corredor, junto al retrete, bajo un almanaque con viñeta de caza, la caja barnizada del teléfono se eterniza sobre el testero encalado. Es más penetrante el olor de la cocina. El buhonero arruga la combinación de nylon y la aprieta en el hueco de la mano. Luego la estira y la hace un nudo y pide a doña Mercedes que tire con fuerza de uno de los extremos, a lo que doña Merceditas se niega entre risas: "No se trata de que yo quiera comprarla, buen hombre, ni dejarla de comprar, que si fuera mi talla ya le pagaría yo de buen grado lo que pidiera por ella. Tan bien sabe usted como yo, que para eso tiene ojos en la cara, que no me entra el juego ni por la cabeza. Ya querría yo, ya, poder quedarme con ella, que sería señal que tendría una cinturita y una pechera como ésa. No digo yo una noche de posada… la fonda entera era para usted, que ya ganaba yo con el cambio si por arte de bilibirloque y de golpe y porrazo perdiera cuarenta kilos que son los que me sobran."

Camina hasta el teléfono. Descuelga el auricular y hace girar la manivela de llamada. Doña Mercedes regresa ya al patio, después de haber acompañado al buhonero hasta la puerta, y mira hacia arriba, hacia la cristalera de la galería del primer piso, y, en viéndole llamar por teléfono se desprende de los zapatos y sube de puntillas las escaleras; pero baja de nuevo en oyéndole colgar el aparato sin haber hablado y caminar de nuevo por el corredor para volver a encerrarse en su cuarto.

No había logrado aún llegar a su apartamento la conquista prohibida, la aventura galante con una mujer casada como había imaginado en los sueños de su adolescencia. Tuvo como un acceso de romanticismo colegial cuando la conoció. Ella supo enseguida rodearse de misterio para espolear aún más su deseo. Le propuso el abandono del marido, el abandono de los hijos. Ella le hizo desistir argumentando poderosas razones de orden moral y accedió solamente a las entrevistas de los jueves y los sábados, al caer la tarde, entre dos luces, con zaguán húmedo y escalera crujiente, con prólogos de sofá y vermut con ginebra.

En la galería. Mariquita da gritos histéricos a Niña-Linda: primores maternales inocentemente cachondos de su adolescencia pueblerina. En el jardín, entornados los ojos, Andrés no advierte el tránsito verdiazul de una lagartija por el brazo de la "chaise-longue".

Desde la balconada de su cuarto contempla el jardín. La baranda de hierro está completamente seca y, cuando deja resbalar sobre ella la palma de las manos, el polvillo de orín no se pega ya siquiera a los dedos. Mira ahora a su hijo tendido sobre la "chaise-longue". En la terraza de la casa de enfrente Mrs. Humprey toma el sol con un "dos piezas" recostada sobre un "monis" listado y apura con una pajita de plástico una botella de "Cola mejorada". Niña-Linda y Mariquita se persiguen jugando al escondite. Regresa a la alcoba y cierra el pestillo de la puerta de entrada. Luego saca del misal la carta recibida la víspera y vuelve a leerla sentada sobre la calzadora. El timbre del teléfono, desde el que él comunicaría desde el pueblo haber llegado, no ha sonado aún a pesar de haber transcurrido toda la mañana. Se siente desosegada. Deja la carta en el misal, pero al instante vuelve a sacarla y tomando del cajón de la mesilla de noche un encendedor le prende fuego y contempla la llama que se apodera de las letras de trazos desiguales. Vuelve a abrir el balcón para dejar caer la ceniza sobre el jardín y de nuevo a quedar apoyada en la baranda de hierro con la mirada perdida en la línea de la carretera.

La calle era como un espejo negro. El viento se agarraba a las esquinas. El zaguán se hacía interminable los jueves y los sábados cuando, sin respiración, llegaba a él en un final de primera etapa difícil después de atravesar la calle solitaria. El impermeable le venía estrecho. La tela engomada se le pegaba a los muslos al andar a un compás de lejana travesura infantil: los mismos golpes en la rodilla que, cuando de vuelta del colegio, enredaba con las katiuskas de goma dentro de los charcos de agua, las tardes que caían rápidamente, que se poblaban de fantasmas. El viento hinchaba el vuelo de su bocamanga como treinta años atrás hinchara también su capita de hule y la tornasolara de gotas de agua y manchas de barro.

La escalera se hacía interminable. Las gotas de agua saltaban desde el dobladillo a los escalones. Nunca se creía segura antes de percibir el vaho tibio, luego de estrangular la cerradura con el llavín. La penumbra de cada descansillo se le encabritaba en los ojos. Enfundada en el impermeable estaba convencida de estilizar su línea, de agudizarla hasta lo inverosímil, hasta la medida exacta de las siluetas de "Vogue". Se aferraba a la manga rangla, al medio tacón, al recurso último por escamotearse los años y las arrugas que empezaban a surcarle la cara.

Fue su último intento de reconciliación. Cada escalón abría una ventana de posibilidades. Por fin, la doble vuelta de la llave saltó dócil y la puerta perfiló el rectángulo de luz.

– Todo lo que puede pasar es que tenga que cambiar de cerradura – dijo él -. Ganas de complicar las cosas. Sabes, tan bien como yo, que es imposible seguir.-Se recortaba en el contraluz de la puerta cerrándole el paso.

– He venido sólo a devolverte la llave.

– Perdona, pero es mejor así. Es siempre mejor cortar a tiempo.

– No hay nada que perdonar.

Salió sin estridencias. La tarde se abría en abanico de nubes. Se descubrió fantoche embutida en el impermeable juvenil, con los tacones bajos, oscilantes las caderas, sin forma casi bajo el cinturón.

Regreso de día de aguacero y presión atmosférica al borde de la locura. Regreso con rabia de burdel y arrepentimiento. Regreso para la sonrisa al marido y a los hijos con caricias al atardecer, cara a los cristales del balcón del cuarto de estar estallados de malva, con el deseo insatisfecho sobre los párpados y los ojos brillantes y angustiados.

La ceniza está ya pulverizada abajo, en el jardín; es apenas un revuelo como de negras moscardas que la débil brisa pone en pie; pero a ella le parece que todos los trozos de la carta siguen unidos, o que, cada uno de los trozos ha tomado vida y siguen suplicando todavía después de quemados, o que ni siquiera están quemados sino que han vuelto a reproducirse y seguirán reproduciéndose mientras sigan allí sobre el seto de pitósporos o sobre la grama, antes de que el viento fresco de la noche consiga arrastrarlos y llevárselos volando hasta el olivar.

Cada uno de los trozos – como pedía la carta antes de ser quemada, destruida por el fuego, si es que verdaderamente hubiera sido destruida y no estuviera allí todavía chillando más fuerte que el recuerdo casi olvidado ya – sigue pidiendo un puñado de billetes para completar el pasaje para Venezuela; cada uno de los trozos continúa allí insultante, como un grito, lleno de veladas amenazas disfrazadas de cortesía; cada uno de los trozos se obstina fiera, urgentemente, en conseguirlo a cambio de la devolución de un puñado de otras cartas – que ella ahora después de tres años no recuerda siquiera haberle escrito – que él jura tener sujetas con un cordón rosa y que todavía conservan su perfume. Cada uno de los trozos anuncia el viaje y anuncia la llamada telefónica y anuncia la entrevista y anuncia el momento solemne del trueque, del rescate, y como éste ha de ser llevado a cabo lo más discretamente posible, como si se tratara del rescate de un niño, o el rescate de un prisionero de guerra, o se tratara del rescate de una mujer y no del rescate de un trozo de vida simplemente orlado ahora por el prurito del falso honor en el que no creen ni una ni otro.

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