Alfonso Grosso - La Zanja
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– Mari haz el favor de llevar a Linda que ha llegado su padre. No me macanees y no te vayas a dilatar.
Tras el seto, asomada al borde de la piscina, agradece cantarina y acuosa Linda Cheehw.
Rectificación de todo el maquillaje, alargamiento del rabillo del ojo, faja tubular; repaso de esmalte a las uñas de los pies asomadas por la zapatilla de rafia descubierta. Setenta pulsaciones. Respiración normal. La llamada telefónica ha acariciado la herida que ya no tenía abierta, la herida bien calcificada del recuerdo, bien cicatrizada de egoísmo, sólida y bien templada.
Cuando se asoma a la baranda descubre la presencia de su hijo al sol, fuera de la "chaise-longue", llamando a Mari en mitad del jardín. Agita una mano sin hablar y Andrés hace un gesto de fastidio y deja caer los brazos y encoge los hombros y regresa a la sombra de la morera.
Mariquita baja ya los escalones del porche con Niña-Linda en brazos; atraviesa el jardín y saca la lengua al llegar a la altura de Andrés. Luego empuja la verja y sale a la calle con Niña-Linda de la mano. Ahora no pasa siquiera la mano por la baranda antes de entrar. La mano perfilada y sedosa, suavizada con la "crema de día" queda flotando en el aire sin llegar a caer sobre el listón de hierro del balcón. Se siente más tranquila sabiéndose segura de si misma, con los nervios templados, sin emoción, convencida de que en la cita que acaba de concertar por teléfono para media tarde, antes de que el sol caiga del todo, antes del regreso de su marido, será ella la que fije las condiciones.
Cuando Mariquita regresa se sienta a los pies de la "chaise-longue":
– Cuando quieras puedes almorzar.
– No tengo ganas.
– Vaya verano que te estás tirando. Ya te quisiera yo a ti ver desvaretando olivos en lo alto de una escalera. Ya veríamos si te entraban o no ganas de comer.
– Ya quisiera yo poder desvaretar olivos.
– A los cinco minutos estarías que no te cabría el alma en el cuerpo. Ya quisiera saber yo para que valéis vosotros. Cualquier pelentrín escuchumizado de nada es capaz de desvaretar treinta olivos en medio día. Ya te quisiera ver yo, ya.
– Como de todas formas las mismas ganas de comer voy a tener ahora que luego, me puedes traer la comida.
De la piscina llega el rumor del agua, la algarabía de los gritos en inglés y en mejicano del mayor San y los suyos.
– Tampoco se pega el pollo – dice Mariquita señalando el seto -buena vida. Cuando no en el agua en el cochazo; cuando no dándole al vaso o leyendo tebeos. Así si que se puede vivir.
El agua se remansa en el cuadrilátero añil. Linda Cheehw sube con Niña-Linda en brazos por la escalera del trampolín y agita una mano al ver a Mariquita y Andrés. Luego se tiende sobre la tablazón de madera a tomar el sol sujetando a su hija contra el pecho.
El mayor silba y canta luego a media voz, tendido también al sol, sobre la grama, una pegadiza melodía que sumerge a Andrés en una larga cabalgada por el lejano Oeste con un fondo piramidal de tiendas indias levantadas sobre las verdes praderas del cinemascope.
– Tampoco se pega el pollo buena vida -repite Mariquita mientras se amarra las cintas de sus alpargatas antes de subir de nuevo la escalera de ladrillo del porche.
La encina se tuerce hacia la izquierda del vallado tras el que se revuelcan los cerdos somnolientos en el lodazal. El manubrio ha quedado más arriba, defendido del sol, sobre el cuadrilátero de penumbra formado por la esquina de la iglesia y el almacén de aceitunas, lejos de los chicos que todavía juegan sin cansarse, sin notar la modorra de la siesta, alrededor de los olivos que circundan la aldea.
Están los dos recostados sobre el pasto que, bajo el encinar, dejaran los hombres encargados de la empacadora desparramado por el suelo cuando abandonaron el trabajo para asistir a la boda.
– Para mi – dice Pilete -, que casi hubiera sido mejor no haberles hecho caso y haber seguido. El vino así, a lo loco, deja los pies fríos y la cabeza caliente, y en verano la cabeza y los pies. ¿Estás dormido?.
– ¿Cómo quieres que esté dormido? – contesta Garabito -. Con los ojos cerrados y gracias. Mientras no dejen de enredar esos crios.
– Pues tú siquiera tienes ganas de dormir, yo ni eso. Dale que te dale me tienes reinando. Si hubiéramos seguido nuestro camino sin entretenernos estaríamos ahora echando una buena siesta en la posada, y puede que no hubiéramos almorzado cordero como hemos hecho, pero nos hallaríamos en forma.
– Tú eres de los que todo os parece mal. Mal sabes tú cómo se ventilan hoy los cuartos… Pagarnos lo que nos ha pagado esta mañana el padrino por un capricho no se cobra todos los días, y a una buena caldereta tampoco se le echa el ojo así como así.
Se habían detenido un instante en el penúltimo alcor, a la entrada de la pequeña aldea atravesada por la carretera. Pasaban ya de largo, cuando el padrino de la boda, con su traje azul cruzado y su corbata gris, les llamó para tocar en la corraleda del almacén de aceitunas, bajo el toldo donde había de celebrarse el convite. El padrino había sacado veinte duros de la cartera y se los había puesto en la mano a Garabito: "Ni radio, ni gramófono, ni nada – había dicho el padrino -. No hay como un pianillo para alegrar la fiesta. Donde se ponga ya se pueden ir quitando los violines y el órgano y hasta el mismo acordeón. Saliendo bien la fiesta y llevando unas piezas que sean del agrado del público, antes de que termine la comida, echamos un pañuelo y lo mismo os encontráis con otros veinte duros más. Aparte que el almuerzo os sale del barato porque estáis invitados."
Empujaron el manubrio dentro del almacén y lo situaron en una de las esquinas del corralón protegido del sol por una gran vela de lona blanca. Se turnaban. Mientras uno daba vuelta al manubrio el otro, sobre el suelo, apuraba la caldereta de cordero al estilo de la tierra. Dejaron a su alcance una garrafa de vino tinto mezclado con gaseosa donde flotaban pequeños terrones de hielo que cuando la fiesta concluyó difícilmente medianeaba.
En el corralón las mozas bailaban "el agarrado" las unas con las otras, no atreviéndose a hacerlo con ningún mozo por mor del cura que presidía la mesa nupcial.
Cuando los novios entraron en el almacén, el padrino arrojó un puñado de calderilla a los chicos e intentó luego convencer al cura para que dejara bailar juntos mozos y mozas, pero el cura se levantó, brindó por los novios, y aprovechó el brindis para denunciar una vez más las funestas consecuencias del baile. Los mozos terminaron por bailar también los unos con los otros. Alguno se ponía un pañuelo sobre la cabeza e imitaba gestos y andares femeninos. El cura terminó por enfadarse y mozos y mozas escaparon juntos para bailar al sol, fuera del toldo, en mitad de la calle. El padrino decía: "Ya se le pasará a don Miguel el avenate, ya, en cuanto empiece a entrarle bien el vino"; pero el cura seguía comiendo sin tocar una sola copa, y los mozos y las mozas tuvieron que seguir bailando en mitad de la calle, al lejano compás de los pasadobles del organillo, resbalándole el sudor a ellos por las blancas camisas y a ellas por las sisas de los vestidos de crespón azules o rojos.
Cuando terminó la caldereta, el padrino pasó el pañuelo entre los invitados y dejó caer sobre el platillo de aluminio de Garabito muy cerca de otros veinte duros. "Ya han tenido suerte, ya – decía el padrino a Garabito -, al coincidir pasar por la carretera con la celebración y que yo haya sido el padrino, que para eso la novia es mi sobrina carnal, y no el padre del novio, que es un matao que no tiene nunca encima dos pesetas, como toda la familia quería. Y, por si fuera poca vuestra suerte, que haya coincidido también con el arqueo que se hace en el almacén cada semestre y con que se le hayan pagado ayer los puntos al personal, que si no, ya, ya. Estando como están las cosas y habiendo resultado tan penco el embarque de la aceituna el pasado año, no hubieran hallado en el pueblo ni un botón para muestra."
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