Alfonso Grosso - La Zanja
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– Pero, hombre de Dios, decídase – insiste doña Rosa.
La respuesta, inaplazable ya, sobre el regalo de boda de su hija se le sigue encasquillando en la garganta. Cien veces su mujer le ha advertido antes de salir: "No contestes nada si te preguntan. Es lo mejor. Hazte el lorenzo. Así se dejarán caer con algo en metálico, que a la niña buena falta le hace, aunque no lo creas, mucha ropa interior para el ajuar; que no será mía la culpa, que te lo he dicho mil veces; pero como tú, tocante a dinero, no se te puede hablar y te pones como una fiera…" El teniente hace una profunda aspiración de humo y aguanta la tos:
– El caso es que…
Doña Rosa y su hermana se miran unos instantes. Se telegrafían con los ojos soluciones previstas. El teniente no logra descifrar la clave secreta, pero sonríe sintiéndose en ridículo. Se tranquiliza al fin viéndolas levantarse de las butacas y abandonar el patio entre cuchicheos. Queda solo. Las hermanas escapan arrastrando los pies por el mármol escalera arriba. (Ánimas sucias de los fusiles del somatén. Regalo de boda. Botas de caña que aprietan más y más y encharcan de sudor los calcetines reglamentarios. Cuello de loro Juanito para retorcer. Pantalón de monta que se clava en la cruz y atornilla la portañuela).
Suspira y monta el labio inferior sobre los dientes. Luego rasca un fósforo y reenciende el cigarro apagado, después de haber dejado caer la ceniza y enrollado sobre él, cuidadosamente, un papel de fumar.
Escaleras abajo regresa ya la risa de las dos hermanas. Doña Rosa cruza el patio y se adelanta trémula. El teniente se cree en la obligación de abandonar la mecedora, salir a su encuentro y recibirlas casi en posición de firme.
– Para Asuncioncita estamos seguras que será una verdadera sorpresa. Ya que usted se empeñó en no elegir, lo hemos hecho nosotras, que para lo que la ibamos a usar bien merece la pena que sea ahora ella la que lo disfrute.
Doña Rosa abre el estuche que sostiene su hermana. Con la cara entristecida por el recuerdo del palco de sombra en abrileña tarde de toros, los párpados caídos, ausente la mirada en los macetones de aspidistras que adornan el cenador, saca de él, despegándola cuidadosamente del forro de satén celeste, una peineta de carey.
– Lo que hoy no se fabrica – dice la cuñada del capitán.
– Ni hoy ni antes, porque la trajo el abuelo de Filipinas; pero no nos importa desprendemos de ella, ¿verdad, Virtudes?. Huy, don Roque, si yo fuera a contarle… El capitán, que en paz descanse, se encelaba las pocas veces que me atreví a salir con ella puesta.
El teniente se cuadra, abre los ojos y sonríe. Da una chupada honda a su cigarro y mira hacia el toldo blanco que cubre el patio, hacia las rayas amarillas que el sol dibuja en los extremos mal tensados de la vela.
– |Y mal que le caerá a la Asuncioncita!. Ya que Dios no ha querido darme una hija -mira a su hermana pensativamente – que sea Asuncioncita la que la luzca.
El teniente sostiene la peineta color caramelo rameada de vetas doradas y queda un instante con ella en las manos sin saber donde colocar los ojos. No se siente tranquilo hasta que doña Rosa la devuelve al estuche y suena el clip de la caja al cerrarse. El estuche pasa luego de las manos de doña Rosa al regazo de doña Virtudes que vuelve a sentarse en la mecedora mientras saca del bolsillo de su bata de lunares blancos y negros una estampa iluminada:
– La encontramos en el cajón de la cómoda mientras le buscábamos el regalo.
– Es una bendición de San Francisco, teniente.
– Y se la hemos bajado para que la guarde en la cartera y le preserve del peligro, usted que viaja tanto. Mi cuñado llevó siempre una consigo.
– Mi esposo que en paz descanse era un devoto de Asís, don Roque.
El teniente alcanza la estampa, con la evidencia del ridículo subiéndole por las gruesas venas del cuello, y hace ademán de guardarla en la cartera.
– Antes leala en alto -suplica doña Virtudes.
– Leala. Leala, teniente. ¡Qué hermosa devoción!. Debe acostumbrarse a llevarla siempre consigo. En la guerra, de más de un trance libró al capitán, don Roque. Cuando venía de permiso yo abría la cartera y si la estampa estaba ya rozada de tanto mate volvía a ponerle otra nueva doblada en el portarretrato. Cuando lo hirieron en Teruel me confesó que no la llevaba consigo, que perdió la cartera mientras vivaqueaba en un lugarejo después de haber matado a un buen puñado de rojos.
El teniente duda todavía. Echa luego un vistazo al patio, a las palmeras que se abren como flores antes de tocar con sus palmas el toldo. Después carraspea, imposta la voz y declama:
– El Señor te bendiga y guarde, te muestre su faz y tenga piedad de ti; vuelva a ti su rostro y te de la paz. El Señor te bendiga…
Fuera de la jaula, equilibrista en su anilla cromada, arrastrando su cadenita de latón, arriba en los corredores, sobre el cenador, en la amable penumbra violacea, el loro Juanito:
– El Señor te bendiga, señor brigada don Roque.
Lo vio llegar por el maizal despacio, con el sombrero de fieltro sin cinta y la blusa de dril, y torcer luego, por la vaguada, donde crecen las amapolas rojas, hasta el melonar. Desde allí, buscándole a la pendiente el sesgo más fácil fue ganando altura.
Rosarito lavaba sobre el barreño, bajo el sombrajo emparrado de la choza, y dejó la ropa dentro del agua jabonosa y entró en su chamizo que tiene olor agrio y penetrante de la pucherada del mediodía, de leche materna y vinagre. El niño duerme en su cesta de esparto colgada del techo bajo un mosquitero de muselina que le defiende el sueño de las moscas que bullen tercas en la habitación. Llega hasta dentro de la choza el zurear de la collera de palomos grises, con una llamarada roja de sangre sobre la mitad de su pechuga, encerrados en un cajón de leche condensada cerrado con una tela metálica, y el graznido seco y cortante de los grajos que sobrevuelan el barranco y trazan círculos sobre las peñas donde se asientan los raíles de ferrocarril.
Rosarito mete atropelladamente los platos sucios y los cacharros de cocina bajo el fogón. Luego vuelve a salir para enjuagarse las manos en la lejía y secárselas en el delantal. De nuevo entra en la choza y, delante del espejito de marco de color naranja de madera de pino, se alisa los cabellos. Toma después un sorbo de agua de un jarrillo de aluminio, se enjuaga la boca, restrega los dientes con el índice, se desprende del delantal y se sienta en el banquito a la puerta de la choza con las piernas cruzadas.
El hombre atraviesa ya el olivar. Camina despacio bajo el sol y viene silbando, porque ella oye ahora, cada vez más cercanas, las notas descompasadas de su canción. En el último trecho, cuando el hombre cruza la barbechera en blanco y su sombra se alarga en el cañizal amarillo del haza ya segada, el hombre cambia el silbido por la letra. Rosarito se acompaña con palmas lentas y precisas la seguidilla que canta el mozo ya a pocos metros de la choza.
Rosarito vuelve a levantarse del banquito y echa una ojeada para dentro de su casa y mira para la viga donde el niño duerme colgado y sale enseguida al encuentro del hombre.
El hombre la toma de la cintura y los dos juntos se sientan en el porche, junto al lebrillo donde Rosarito lavara la ropa que despide un olor dulce y penetrante de lejía.
Los palomos continúan zureándose y el graznido de la pajarada en el barranco se regulariza entre medios paréntesis de silencio.
Rosarito sonríe al hombre. E1 hombre le sujeta los brazos e intenta besarla.
– De eso nada – dice Rosarito -. Todo lo que tú quieras menos eso. Ésta no besa más que a lo que tiene ahí dentro.
– Antes no te importaba – dice el hombre.
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