Alfonso Grosso - La Zanja
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De pronto, convulsiva y asustada, la dueña se lleva las manos al pecho:
– Solé -grita-. Solé, Solé.
Solé abandona la puntilla y se acerca trémula al buró.
– Me temo que tendremos sangre. Me temo que habrá en el pueblo una muerte violenta…
Solé, lívida, mira en silencio el solitario. Doña Eduvigis aprisiona la carta funeraria con la punta de los dedos enjoyados. Luego continúa despacio, sonriendo enigmáticamente:
– … sino me equivoqué al tallar y barajé bien, claro, que lo mismo con la conversación se me ha ido el santo al cielo. Por si o por no, no digas ni media y enciende una lamparilla a las ánimas benditas.
Bajo la axila, el redondel húmedo de sudor se ensancha lentamente, decolora la tela y desparrama su tufo acre, y, junto con el humo del pescado frito, invade enaguas, bajeras, combinación, delantal, bragas, percalina del vestido veraniego de doña Mercedes.
El comedor ha quedado desierto y los manteles de plástico chorrean pringe a la que acuden las moscas incansables. Hace ya casi dos horas que han terminado de almorzar los pupilos fijos, después que lo hiciera con menú extraordinario rociado con cuatro botellas de cerveza, Santiago. Seráfica, la criada, hunde ya en la fregadera la cochambre de los platos sucios.
Doña Mercedes se sienta en una de las sillas de la cocina y se orea el canalón del pecho con los extremos del delantal. No satisfecha se abanica luego con el soplillo de esparto. Siente arcadas de su propio aliento, de la bocanada turbia que le llega a los labios y le produce picazón en la punta de la lengua.
– Voy a echarme un rato – dice a Seráfica -. Estoy baldada de tanto trajín. Cambiale el agua al ajo y no me hagas una de las tuyas. Y no me malgastes en balde la potasa, y no zorrees en el zaguán con el Chico, que a ti no hay quien te deje sola.
– Quede tranquila que no hay novedad – contesta Seráfica -. Quede tranquila. Y le diré, por si no lo sabía, que Chico Mingo es muy hombre para andarse por la rama. Que lo que haya que hacer se hace, pero que no ha de faltar sitio para tener que recurrir al portal.
– Sitio no faltará, pero la próxima vez que te coja agarrada a él detrás de la puerta te pongo de patitas en la calle. Esto es una casa decente. ¿Te has enterado?.
– Si que me he enterado, señora.
– No me repliques.
– ¿No me ha preguntado usted?.
– Tú procura no replicarme cuando te hablo. No está el horno para tortas.
Doña Mercedes atraviesa el patio despacio. Sueño de deseo aprisionado, comprimido, de mes y pico de abstinencia. Fantasía imposible que le corre por las sienes como un caballo a galope, como un ternero desmandado. Mientras sube la escalera intenta atornillar su pensamiento, sujetarlo con fuerza; pero el deseo se le astilla en mil pedazos de cristal que más clavan mientras más pequeños se hacen. Hace casi una hora que ha dejado de oír los pasos del pulpito en el doblado. Escuchó el golpe de sus zapatos al caer al suelo, el crujido del colchón de camisa de maíz cuando Santiago se arrojó sobre la cama para matar las dos horas de peso que le quedaban al sol.
Intenta ordenar su pensamiento, encauzarlo, sujetarlo con la rienda del ridículo haciendo mil composiciones de lugar de su entrada en la alcoba del huésped y sus palabras para justificarla. Durante unos segundos lucha consigo misma para continuar subiendo la escalera, pero temblándole el pecho, convulsos los labios, vuelve a bajar los escalones ganados y a entrar en la cocina para pulsar una cubeta de agua tibia y, balanceándose por el peso, volver a subir la escalera camino de su cuarto.
Antes de insinuarse en la soledad inundada de moscas es necesario asearse y restregar unas gotas de colonia sobre la ubre para que, al menos por limpieza, no llegue el desprecio si lo hay.
Deja encajada la puerta de su cuarto, y hasta el pasillo del doblado llega el chapoteo de sus brazos en la palangana de china y el olor penetrante y espeso del agua de colonia añeja.
Oreada y fresca, segura de si misma, la carne achichonada y rugosa, tembloroso el bajo vientre embutido en el vestido de crespón azul de los domingos, atraviesa el corredor después de colocarse con maestría las horquillas pavonadas sobre el rodete y de haberse enjuagado la boca con licor del polo.
Sobre la cama, el pitillo en los dedos, arrojando bocanadas de humo, un brazo bajo la almohada manchada de sudor arriero, Santiago espera la media del reloj de la torre de la iglesia que señalará su hora de partida, la hora de su salida de la fonda para atravesar el pueblo y llegar hasta la Colonia y asistir a la entrevista.
Ni siquiera el timbre de la voz le ha sido familiar en el teléfono. La recuerda ahora nebulosa y lejana, un redondel marcando la señal de las ligas, tendida sobre el sofá de su antiguo apartamento, con las ojeras cárdenas, los labios despintados ya y la sombra de los años sobre la curva de la barbilla un jueves y otro de una y otra semana.
Por la cortina del ventanillo no entra ya el hilo del sol sino sólo una hebra de claridad platina. Sabe que aunque la campana del reloj de la iglesia no haya dado la media es hora ya de levantarse y de salir de la fonda. Apura la colilla de su último cigarrillo despacio, con los ojos entornados. Sonríe y sueña despierto. Piensa en Caracas, en su imaginario viaje que bien pudiera y debiera ser una realidad. (Jauja de vegetación lujuriante, prostíbulos, negras desnudas, sones de maracas, y palmeras, silvestres cocoteros y buques de rojas chimeneas anclados en la rada del puerto, con la luna rielando sobre la bambalina cinematográfica del mar. Crucero de placer en un transatlántico italiano con cenas rociadas de Chianti y canciones napolitanas).
Por unos momentos está seguro de viajar ya, de cruzar el Atlántico para ser recibido por un generalísimo y una compañía haciéndole los honores militares, y una banda de música interpretando sones guerreros, mientras el dictador, después de guiñarle un ojo, entrega a Mila un gran ramo de gardenias azules.
Lo saca ahora de su abstracción la campanada de la media. Da una última chupada al cigarrillo. El pensamiento vuelve enseguida a enganchársele en la fantasía ultramarina: pozos petrolíferos; también pozos petrolíferos de mil barriles al minuto, hoteles refrigerados y doradas playas.
No tiene voluntad para desprenderse de sus sueños y abandonar de un salto la cama. Por un momento siente miedo: el miedo terroso y lívido de siempre, cuando se da cuenta que camina por la vida sin dinero. Se acaricia la barba con la palma de la mano. De nuevo el mar, la mentira que pudiera ser verdad, de su viaje, la larga singladura, ahora en la bodega de un buque de carga, junto a los emigrantes con un fondo de acordeón y las literas apiñadas unas sobre otras, y una adolescente que le mira con los ojos negros y profundos al lado de un hombre que puede ser su padre, lleva crecida la barba y lee el Antiguo Testamento.
Cuando suenan los nudillos en la puerta de su alcoba se sobresalta. El jergón de camisa de maíz cruje cuando se levanta a abrir la puerta. Cruza la habitación descalzo, pero se arrepiente y vuelve para sentarse al filo de la cama y calzarse los zapatos. Abre luego el ventanillo y se ve obligado a engurruñar los ojos de la claridad dorada que entra en el cuarto. Se coloca luego la corbata y se aprieta el nudo y se da un toque discreto sobre el pelo revuelto presionando los dedos alrededor de la cabeza. Por último descorre suavemente el cerrojo de la puerta de la alcoba.
El vino blanco se deja caer con ésas. Al principio parece que se fuera a desbordar la cabeza porque forma ante ella precipicios y bancales, hoyos y todo gira como un tiovivo; pero luego todo se deshace como una mala nube y vuelve a ser lo que era. Queda sólo un péndulo vacilante y oscuro que se hace puntita de estrella y se hace como bastoncito de arropía y se hace como flotante lengua de fuego, así como la paloma del Espíritu Santo, parecido.
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