Alfonso Grosso - La Zanja

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– Ahora ya tú podías discutir con él y decirle que habías visto esto y lo otro de por ahí fuera. Ahora podías hablarle como un entendido de las cosas que has visto en Francia. ¿Y lo que se alegraría de verte así maqueado?. Él que las traía contigo con lo del maqueo…

– Sino se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquí. Sino hubiera tentado a Dios como tentó con otro viaje no estaría en las malvas.

– Fijo.

– Sino se hubiera creído que estaba curado y hubiera continuado aquí pintando lo que pintaba sin sacar demasiado los pies del plato, sin beber ginebra y sin hacer locuras.

– Pasa -dice Eugenio -que a la vida no se le puede poner cortapisas. Sería su sino. ¿Es que acaso sabemos ninguno de nosotros el nuestro?.

Languidecen de nuevo los ánimos. Antonio da vueltas a una chinita suelta del asfalto y busca arrimar el ascua a su sardina viajera. Es ahora el que habla, despacio, dejando resbalar las sílabas, dando un tono especial de tristeza a cada palabra:

– Allí – pregunta – cuando estás libre y hace frío y no sales y no tienes con quien hablar te aburrirás, ¿no?. Si tuvieras alguien que te diera compañía sería otra cosa…

Toto intenta reanimar el rescoldo de la discusión:

– ¿Aburrirse?. Con el tipo de este no hay quien se aburra; se marcará rápido un buen rollo, lo que le pasó con la Golondrina por ejemplo; lo contará una y mil veces, todas las que sean necesarias para quedar delante de las damiselas como matador.

El nombre de la vaca brava que le sacara las taleguillas tres años atrás, lejos de poner a Eugenio de mala uva, le devuelve el gesto marchoso que tuviera enfundado en el traje de luces en el festival taurino que se diera el día de la Patrona:

– ¿Te acuerdas, Totín?. Con un poco más de lado izquierdo y eso si que hubiera sido vida – abre la mano derecha lentamente y saca el pecho; luego se pone de pie y hace ademán de citar de espaldas con la imaginaria muleta en la mano mirando hacia los balcones -. Nada de mancharse las manos de grasa ni ajustar tornillos, nada de meter el hombro: ¡Ja, toro, ja; ja, toro, torillo, ja!. – La imaginaría muleta redondea la faena y recibe el también imaginario aplauso enfervorecido de la multitud con las manos en alto -. Allá no entienden de esto -continúa-. No entienden del avenate que quema las entrañas.

De su facha torera ni siquiera el pelo. A la semana de llegar a París tuvo que cortárselo al cepillo. La retinta frente bajo el pelo rizado le jugó la mala pasada de su estampa argelina. Sonríe tristemente recordando a los dos italianos del sur, compañeros de trabajo que se aclararon el pelo con agua oxigenada para evitarse complicaciones después de la razzia en la que fueron detenidos como nacionalistas norteafricanos y que estuvo a punto de costarles la vida.

– Si te hubieras quedado con una "foto" del cuadro que te pintó Francisco en traje de luces bien que hubieras presumido allá, ¿no? – pregunta Toto.

– A lo mejor. ¿Quién sabe?.

Capote de paseo saludando con la montera y un fondo nebuloso de plaza de carros colgada de mantones. La fotografía quizá hubiera servido para identificarle como español la noche que salió a la calle sin pasaporte y le peinaron la espina dorsal en la Plaza de Italia con el cañón frío de una "metralletta" antes de conducirle a la Prefectura.

– A lo mejor me hubiera servido de algo, para que veas. A lo mejor me hubiera servido…

– Ya está bien. No hemos dejado de doblarla para decir pamplinas.

– Si queréis, -dice Toto – podemos empezar otra vez a darle al vaso. Eché ya todo lo que tenía que echar y me he quedado como nuevo. Ahora que antes de empezar -se dirige a Eugenio -si quieres, para que veas que no te guardo rencor, vamos donde la Mari, para que la saludes ya que tenías tanto interés. Eso si no te importa después de lo dicho.

– ¿Importarme?.

– Pudiera. Porque como eres tan sensible…

– Si vamos a ir, en marcha – dice Antonio -. En marcha y ojo con dar el petardo. Porque vosotros dos sois de los que sino la dan a la entrada la dan a la salida.

Eugenio y Toto se emparejan. Antonio camina tras ellos silencioso con las manos en la espalda. El cielo añil se ha puesto blanquecino. El sol ha huido de los porches y tiñe de amarillo sólo los chaflanes de los tejados, la ondulada uralita de los cobertizos y de los garajes. En las acacias y en los plátanos de India los pájaros se desperezan de su siesta, y de los jardines llega el rumor de las mangueras que riegan la grama. Es ya posible mirar al sol de frente sin engurruñar los ojos. Los niños corren por el acerado con los triciclos y a la carretera han salido a pasear las muchachas de servicio con sus cofias blancas arrastrando los cochecitos infantiles. Un camión cargado de bebidas refrescantes pone una pincelada roja aparcado junto a la cuneta, y un hombre viejo con un carrito de helado mantecado a la galleta pregona a media voz su mercancía. El sol arranca leves reflejos a las tapaderas cromadas de las heladeras. Una adolescente con un pantalón rojo y una blusa blanca cruza de una carrera la carretera y detiene al carrito de helado para comprar un cucurucho. En la radio suena la guía comercial que sucede al “concierto de la tarde”. Algunos automóviles de matrícula doscientos diez mil aparecen chirriantes – de vuelta ya de su jornada – en los bordillos de las aceras, y sus conductores sacan de su interior grandes bolsas de papel llenas de conservas y de cigarrillos, de pollos envueltos en celofán y de cartuchos de palomita de maíz.

En la torre de la iglesia el sol exprime un último reflejo de los azulejos de la espadaña, y de las huertas llegan las voces de los vaquerizos y el mugido doliente de las vacas de leche. El aire tiene sabor de gasolina, de geranio, de romero, de caramelo de menta y de miel silvestre.

Al paso, arrancando matitas de jazmines en las verjas, masticando hojas de pitósporos, de rosales secos, gamberreando, dando puntapiés sobre los plintos, tamborileando los dedos sobre los batientes de cinc de las ventanas; como niños, saltando sobre el ramaje de las acacias, calle arriba, caminan los tres, confusos, aburridos, con la cabeza turbia de vino aún, en busca de la Mariquita.

* * *

Los hombres han regresado de nuevo a la puerta de la taberna de Florencio y se alinean con las espaldas pegadas al lienzo del muro enjalbegado de donde ha huido ya el sol.

Algunos, sentados en el bordillo de la acera, tienen que levantarse cuando el autobús de línea da la vuelta a lo costanilla y aparca delante de la terraza.

En el puesto de pepitas de girasol unos niños compran tiras de triquitraque, las restregan por los adoquines, y luego, una vez encendidos, las esconden en el hueco de las manos para hacerlas chirriar.

Los hombres permanecen silenciosos con los brazos cruzados. En la panorámica de la Colonia el sol deja los últimos destellos sobre los automóviles multicolores aparcados a uno y otro lado de la carretera.

En las regolas los peones dan ya de mano y van recogiendo los picos, las palas y las esportillas de la obra. Algunos, de regreso a su casa, entran en la taberna para tomar un vaso de vino blanco e invitar al amigo en paro forzoso que en la acera espera inútilmente que se produzca el milagro de al día siguiente encontrar trabajo y dar de comer a los suyos. Una motocicleta con sidecar del P. G. C. toma con desenfado la curva de la carretera y enfila luego la costanilla camino de la plaza. El autobús de línea pone ya en marcha su motor de gasoil y por su portezuela trasera suben los contados viajeros que regresan a la ciudad.

Tres hombres hablan junto a la terraza, en el límite que Florencio ha trazado para que los hombres en paro no ocupen toda la fachada. Florencio les escucha mientras hace subir el toldo rayado con el torniquete de manivela. Los tres hombres cruzan una mirada de complicidad y pasan a la acera de enfrente.

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