Alfonso Grosso - La Zanja
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Es un hilo delgado, gelatinoso, casi imperceptible, que divide como un flujo plateado la garganta del muerto, rebrilla con el destello malva de la ultima luz y se cruza con el cuajaron de sangre que baja desde la frente y va espesándose, casi coagulada ya, sobre la nariz y los labios.
El cadáver, con los ojos abiertos, pierde su mirada vidriosa en la tierra de labor, en el mismo punto que el olivar se difumina y las matas de algodón surgen tras el barbecho de los maizales ya segados.
El cabo Nicolás Martínez se da cuenta al echarle por encima la loneta. Se lo hace saber al guardia Honorio que termina de escribir la primera diligencia y se seca el sudor de la línea del barbuquejo:
– Donde dice sin señales externas – el cabo respira hondo y hace girar el subfusil -lo tachas. Aunque, bien mirado, mejor es que lo dejes ya como está – rectifica-. Lo mismo va a resultar; no le vamos a resucitar por eso. Cuando te dije que hoy tendríamos fregado.
– Es lo que pasa siempre – contesta el guardia Honorio -. Hay días que parece que amanecen para lo mismo. La mañana que me levanto con el estómago estragado, jaleo: no marra. El día que el cuerpo no me pide una copa de aguardiente por la mañana y tengo que pedirle a mi mujer, cuando me coge en casa, bicarbonato después del desayuno, fregado que te crió.
Tras cubrir el cadáver con la lona, los dos guardias pasean su ronda hasta el automóvil de turismo causante del accidente:
– Cuando vas a tener jaleo, desde luego se huele; se masca nada más te levantas. Son días.
– Lo mismo te llevas luego dos meses sin un apunte.
– Lo mismo.
– Y esta noche que estaba franco de servicio y prometí llevar al cine a la Luisa con los chavales…
– Es lo que pasa con prometer. El día que apuñalaron al Hiniesta el Cojo, tenía yo hasta las entradas compradas.
A ambos extremos de la carretera, la pareja de relevo del Grupo Móvil recién llegada ordena el tráfico por una sola vertiente.
– Si a nosotros nos llevaran y nos trajeran en un "jepp" como a ellos, sería otro cantar – dice el guardia Honorio-. En la Móvil ya te puedes echar a soñar. Te llevan y te traen y no tienes que pensar en nada. En un santiamén, catapún, otra vez en el acuartelamiento.
– Pues no me cambio yo por ninguno de ellos – contesta el cabo.
– Con tus galones es fácil hablar así. Yo en cambio, si me ofrecieran el traslado al Grupo, decía si con los ojos cerrados.
El cadáver panza arriba, cubierto con la loneta, abulta poco. La débil brisa toma a intervalos la lona por velamen. Al conductor del turismo se le ha ordenado permanecer dentro del vehículo hasta la llegada del juez. El resto de los ocupantes del automóvil esperan sentados en la cuneta, bajo el olivar. En la línea que estrangula el amarillo del sol que se desvanece, dos colleras de mulas rubrican el horizonte por Levante y surcan el haza que beneficia el maíz tardío. Hasta que no llegue el juez de paz no hay prisa. Mientras, el cadáver no puede moverse del sitio, ni los civiles pueden abandonar su guardia. Están tomadas las medidas reglamentarias, las medidas previstas para el caso: todas las medidas. No cabe ya sino echar un cigarro y pasear la fúnebre ronda del muerto al turismo y del turismo al muerto, y renegar un poco del oficio y desempolvar otros casos, otros accidentes de circulación, otros años:
– Cuando el tren arrolló al camión en el paso a nivel -dice el cabo -si que hubo complicaciones. Ya te quisiera yo a ti ver en un fregado como éste. Tuvimos que esperar Jiménez y yo, bajo la lluvia, que trajeran la grúa para quitar el camión de la vía, y a todo esto el "Tai" esperando en la estación próxima, y a todo esto la familia del chofer, la madre y la mujer a la que tuvieron la ocurrencia de dar el aviso antes siquiera de haber levantado el cadáver. Allí te quiero ver un espectáculo de coco y huevo. Y con la lluvia dale que te dale sin dejar de caer un momento.
– Cuando el Hiniesta fue peor – contesta el guardia Honorio-. Cuando el Hiniesta tú no estabas todavía en el puesto. Es el peor atestado que hemos tenido en muchos años. Lo dejaron espatarrado en la viña y cuando llegamos ya estaban los buitres rondándole. A fuerza de culatazos tuvimos que espantarlos; pero ellos nada, tercos allí mirándonos con los ojos amarillos como sino fuera con ellos, sin ganas de levantar el vuelo y como si el Hiniesta fuera una bestia. Entre los gañanes y yo, como si fueran las alimañas una piara de pavos, tuvimos que espantarlas a fuerza de palos y culatazos, y a todo esto la madre delante también. Yo estaba dispuesto a matar a los pájaros de un par de descargas; pero el cabo se oponía diciendo que podíamos no acertar y dar con las balas al cuerpo del Hiniesta que era cosa que no interesaba porque cuando la autopsia todo aquello nos traería complicaciones.
– En el Pirineo Aragonés me pasó a mi un caso parecido. Nos encontramos en la misma raya de la frontera un soldadito que había desertado y que estaba ya medio comido por las alimañas. Estas cosas cuando pasan en la guerra no impresionan lo más mínimo. En la guerra teníamos el cuerpo hecho a todo. Pues, como te digo, al soldadito le habían comido los hígados. Fue cuando lo del maquis. Más le valió casi al guripa morir. Más le valió aunque se lo comieran los buitres. Se ahorró ser fusilado en la ciudadela de Jaca.
Pequeño paseo, como de centinela; paseo de armas tomar, con el guiño siempre al segundo, aunque la precaución sea ridícula y el automóvil de turismo extranjero no piense escapar.
El cabo autorizó al peón caminero traer de la venta cercana unas gaseosas y un cántaro de agua fría para los viajeros. El peón caminero aparece ya con el cántaro a la cintura y las botellas de gaseosa sujetas por la mano libre. El chofer descorcha con los dientes una de las botellas y bebe un trago. Luego ofrece una de las gaseosas a los guardias que rechazan al igual que los cigarrillos que también les ofrece el conductor. El peón caminero marcha ya con el cántaro y las gaseosas hasta el olivar donde los viajeros están sentados.
Calor hondo y descolorido de tarde que no acaba de morir del todo, de día de verano al que le quedan casi dos horas de agonía a pesar de que el sol es ya sólo un disco opaco y redondo que resbala rápidamente por la punta del olivar.
– Tiempo aún tienes de llevar a la parienta al cine – dice ahora el cabo -. El juez llegará de un momento a otro. Tiempo de sobra ha tenido de estar ya aquí…
– Tiempo de sobra ha tenido para estar de vuelta; pero ése es capaz de tenernos aquí hasta el alba.
– Y sino nos tiene no será porque le falten ganas. Lo que pasa es que, aunque no sea más que por la cuenta que le tiene, no se hará esperar. Ése no deja de ir todas las noches donde tú sabes que va. No hay una noche que perdone el zureo. Y cuando vaya habrá dejado arreglado el asunto del muerto y la documentación a punto y al franchute empaquetado.
– ¿Pero todas las noches va?.
– Sin faltar una.
– Con las mujeres es desde luego cuestión de avenate. Yo tengo semanas enteras que ya pueden servírmelas en bandeja que no las quiero, y la siguiente olerlas y ponerme salido es todo una.
– Eso cuando lo notas bien es cuando estás de guardia. Estando de plantón en la principal, un poner, se me antoja a lo mejor estar con la parienta; se me van y se me vienen las ganas. Pues bueno, luego, acostado con ella, con los chavales al otro lado del tabique sin acabar de quedarse dormidos, ni pienso en tal cosa. Son rachas. También que tampoco somos ya unos chicuelos de veinte años; que a los veinte si que estaba uno para coger moscas donde te las pusieran.
– Tampoco es eso sólo. Pasa que soltero como está el juez es otro cantar. Así es bien fácil. No le ve uno a las mujeres sino la cara que le quieran poner cuando va uno a verlas, y bien emperifolladas y olorosas que te salen al encuentro. Estar sólo a las maduras es fácil. A los hombres como hay que verlos es cumpliendo con la parienta las veces que haya que cumplir un día y otro del año, haciendo calor o frío, teniendo ganas o no teniéndolas, a pie firme aguantando el embite. Ahí es donde yo quisiera ver al señor juez que se las da de tan macho. Ese toro es el que yo quisiera verle lidiar.
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