Alfonso Grosso - La Zanja
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– Puedo ayudarte.
– Siéntate. No estés ahí de pie como un tonto. Ya me valgo bien sola. Voy a ponerte enseguida el agua para el café. Lo que podías hacer es ir y decirle al contratista que no puedes trabajar hoy. Alguien te puede sustituir por un día. Tu primo mismo te puede sustituir. Es lo mejor. Voy y se lo digo.
– No quiero que vayas a hablar con nadie.
La madre entra en la casa con el bulto de ropa seca y la coloca sobre una silla. Luego saca una esportilla de carbón vegetal y mete algunos trozos bajo el hornillo.
– Enseguida va a estar el agua caliente – dice.
El hijo no contesta. Sentado sobre una silla baja hace papilla unos pétalos rojos de geranios que al entrar ha cortado del arriate. Luego, con los ojos fijos en la tira de papel impregnada de aceite que la madre ha colocado bajo el hornillo después de prenderle fuego, pasa los dedos manchados de rojo por el antebrazo.
Las llamas suben rojas lamiendo la tira de papel que desprende un tufo acre y van prendiendo lentamente la carboncilla. La madre aventa la hornilla con un soplillo de esparto y la habitación, sin chimenea, se llena de un humo blanquecino que le hace de nuevo toser.
– Sal al corral. Ya te sacaré el café en cuanto esté hecho -dice la madre-. No es bueno que respires esto.
Continúa inmóvil, con las manos y los brazos manchados con la pulpa roja de la flor hasta que la tos se le encabrita en la garganta y tiene que salir al corral, pálido, con el pañuelo en la boca, perdida la mirada, vidriosos los ojos, con la respiración jadeante y con el regusto dulce y acaramelado de la sangre en los labios, para sentarse convulso sobre el poyo de cemento.
Unas nubes torpes, cansinas, lentas, grises y violetas, avanzan por el cielo, y los últimos guiños de sol arrancan reflejos nacarados a los azulejos de la espadaña de la iglesia y a las torres gemelas del molino aceitero.
La punzada que ahora le inmoviliza es, más que de dolor, de leve cosquilla, y su misma tos, más que tos es como el susurro nervioso que los niños de pecho emiten cuando por primera vez el médico les coloca la cucharilla de plata bajo la campanilla, sujetándole la lengua para contemplar las amígdalas inflamadas.
De dentro de la casa llega la voz de la madre diciendo al hijo que no se impaciente, que ya el agua está hirviendo, que no tardará sino unos instantes en servirle una buena taza de café caliente.
Antes de echar a andar pone derecha la costura de las medias y corre un punto más en la hebilla de su cinturón que sujeta la amplia falda plisada. Sus tacones tirotean el pavimento, fijas las pupilas en los extremos de la toca blanca que la precede en el interminable pasillo de mármol blanco.
En el techo, a todo lo largo del corredor, los ventiladores giran a un ritmo cansino. A intervalos, la cañada acre del ácido ascórbico, del formol, el espeso y picante sublimado de los yodos, y, sobre las paredes, la estrecha pincelada verde de una cenefa sobre el zócalo de azulejos higiénicos (que armoniza en idéntica tonalidad con el verde hoja seca de su blusa de seda y con los marcos con ramilletes de flores exóticas sobre los testeros encalados).
El olor se hace más violento a medida que avanza trémula tras los pasos sosegados de la Hermana de la Caridad. Le parece no haber salido de la primera adolescencia y caminar, hasta la enfermería del colegio de Concepcionistas Gratuitas, tras la celadora, para curarse la herida que se hiciera en la rodilla mientras jugaba en el jardín una tarde de verano también, sólo unos meses antes de su ingreso en la Academia Mercantil donde taquimecanografiara dos cursos intensivos hasta encontrar el anuncio por palabras de su empleo que no llegó sino al cabo de tres inviernos, echados fuera con el mismo abrigo – quizá verde hoja seca también como su blusa y como la cenefa del corredor-mientras ampliaba sus conocimientos con las clases de corte y confección y alternaba novios universitarios con novios empleados de Banca que no exigían demasiado a cambio de espantarle las tardes de otoño provinciano en la última fila de butaca de los cines de sesión continua o en los merenderos encristalados y cubiertos de madreselva del Parque del General Sanjurjo.
El corredor parece no terminar nunca. Se avergüenza de su taconeo felino tras las pisadas silenciosas de la sor, casi igual que le sucediera nueve años atrás cuando de su rodilla manaba la sangre y sujetaba la sangre con el pañuelo y se contenía para, por vergüenza también, no gritar de dolor por el cristal que se había clavado en la rodilla – un minúsculo trozo de vidrio, como un diamante, escondido en el polvo amarillo del terreno de juego a un metro escaso de la portería de baloncesto -. De tarde en tarde, la cenefa verde hace un quiebro y se convierte en un arabesco que coincide con la conducción eléctrica de los ventiladores colgados del techo de la travesía central del Hospital de Urgencia.
Por fin, la puerta del fondo se abre levemente y unos dedos se aprietan sobre unos labios mal dibujados de carmín. Es como un relámpago la señal imprecisa que se cruza entre la enfermera y la monja. Y otra vez la Hermana ante ella abriendo el camino de regreso hasta el hall de entrada, y de nuevo sus tacones tras las pisadas de la sor repiqueteando sobre las baldosas de mármol. De nuevo el zumbido de los ventiladores y la angustia que se agarra como una sanguijuela bajo la piel suave del cuello y se bifurca en temores bajo las venillas por toda la red sanguínea y martillea el nacimiento de la cabellera blonda, azuleada de reflejos, perfecta de equilibrio en cada onda, en cada remolino, en cada repliegue. La oleada de sangre llega luego, bombeada a doble presión, hasta los extremos de las uñas de los pies.
El paréntesis del corredor, entre lo que ya no puede suceder porque haya sucedido, se cierra de nuevo al llegar a la sala de visita, una vez que terminan las ventanas y los cuadritos de floresta y el verde hoja seca de las cenefas y el vaho tibio y enervante de la farmacopea.
La monja la hace pasar al recibimiento y sentarse frente a ella. La mirada fue punzante desde un principio, desde que al llegar al hospital la recibiera y la hiciera esperar una hora y otra y la acompañara por fin después, silenciosa, por el largo pasillo hasta la puerta del quirófano; pero ahora se agudiza con un rictus enigmático, con la mascarilla que triunfa siempre a pesar de prodigarse, adelgazada en el gesto de los llantos ajenos día a día, de las ajenas tribulaciones turbias, del diario palpitar, de saberse a veces también humana. Le habla en consonancia con la mascarilla y no deja de mirarla mientras lo hace, como queriendo estudiar la reacción que cada una de sus palabras deja en la comisura de los labios, en las pestañas ribeteadas de rimel, en el movimiento de las manos:
– He creído entender – dice – que se trata tan sólo de una empleada del negocio, de su secretaria creo que me dijo. Se impone, pues, la necesidad de avisar a los familiares – la mirada se hace más penetrante todavía y se agudizan los contornos inquisitivos de las cejas – a su mujer, a sus hijos. Podemos hacerlo todo tranquilamente. En estos momentos es cuando es más necesario que nunca tomar todo con calma, cuando las cosas no tienen ya remedio y se ha hecho humanamente todo lo que se podía hacer. Aquí tiene un teléfono – señala la mesita barnizada de blanco -. Si no se encuentra con fuerza para dar personalmente la noticia, puedo darla en su lugar. Estoy habituada.
Durante unos segundos no contesta. Se deja caer en la butaca de mimbre con arabescos de rejilla del recibimiento, blanca, descolorida, repitanda. Luego, lentamente, mientras se muerde los labios, balbuce nombre, número telefónico, lugar geográfico, mientras su mirada se pierde en la rinconera con Virgen milagrosa y jarroncillo alargado de cristal con rosas de artificio, jacintos de alambre, tela almidonada, pañito de hilo con puntilla y almanaque de taco de librería religiosa.
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