Alfonso Grosso - La Zanja

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Siente sed: una sed llegada de pronto que le seca el paladar y que hace se le pegue la lengua al cielo de la boca. Siente también ganas de llorar, pero ninguna lágrima es capaz de salir de sus ojos. Sin embargo, es necesario llorar y lo intenta hasta que por fin las lágrimas afluyen a tropel a fuerza de forzar la imagen de la muerte: de los que agonizan en el hospital, de las madres que han perdido al hijo, de los hijos que al nacer han perdido la madre, de los enfermos que sufren, de los que padecen la larga agonía del dolor. Y el tropel de lágrimas estropea su maquillaje y resbala por sus mejillas y descolora el carmín de sus labios.

El teléfono está allí, sobre la mesa, a menos de dos cuartas de sus dedos, de sus uñas puntiagudas levemente sonrosadas de esmalte; pero no se atreve a tocarlo. Cada vez que intenta descolgar el auricular y solicitar comunicación devuelve las manos al regazo una y otra vez, hasta que inconscientemente toma el bolso de rafia y lo abre y saca un paquete de cigarrillos y prende uno con el encendedor de plata sobredorada – gemelo al que ha quedado con todo el resto de las prendas personales en el bolsillo interior de él -. Da una chupada honda y el humo le entra como un chorro en los pulmones, para expulsarlo luego por la nariz de un golpe, como a él le gustaba que lo expulsara cuando los dos solos se quedaban en la oficina bebiendo sorbos de whisky, esperando la llegada del general de Aviación y de Jesusa, su amiga, que todas las semanas, cada vez que volvía de Tánger, traía a la oficina el rollo de películas pornográficas, que en un principio tanto le repugnaran, pero que al final se convirtieron en un mordiente que -junto con la "coca" – dejaba tensos los músculos y a punto el deseo.

El humo, en volutas azules, sube lento hasta la rinconera y queda enganchado en el arabesco de la marquetería. Una y otra bocanada, y otra más, aprisa, como si se fuera a acabar el mundo y fuera el último cigarrillo que fuera a fumar en la vida.

La sala de visitas ha quedado en penumbra. Por el corredor transcurren pasos, murmullos de ruedas de goma de camillas, breves pisadas. De tarde en tarde, llega también el grito del dolor soterrado, quizá sólo el eco del grito y no el grito mismo. Cuando el fuego mancha ya la rodada de carmín del cigarrillo y la candela está a punto de quemarle los labios, levanta el auricular. Todavía da una última chupada antes de marcar. Aplasta el cigarrillo con la puntera del zapato e introduce el dedo en el disco. Aún faltan unos minutos para que su voz se estrelle en el crepúsculo malva de los Alcores.

Candilazo. Ribazos cárdenos. Ribazos camuflados de manchas pardas y verdosas, militares manchas. Tornasol en las gavias vacías de tierra y de hombres. Candilazos para el poniente quebrado de cristales, de ventanas inauguradas tras la siesta, de persianas subidas a peso de garruchas chirriantes. El sol pierde totalmente el equilibrio y resbala por el muro que apuntala la bóveda en occidente.

Andrés sube lentamente la escalinata de ladrillos camino de su cuarto y rechaza la ayuda de la Mariquita que tras él, con la hamaca y los libros, tararea una melodía italiana mientras contempla las luces recién encendidas del pueblo, luminaria veraniega que le trae el recuerdo de las fiestas que se aproximan a paso de gallo, de los tiovivos del prado comunal, de las voladoras; de los bueyes tocados de espejos, portadores del estandarte oro y violeta de San Miguel y de la bandera azul y blanca de la Furísima; de los cohetes altos sorprendidos de palmeras que se abren sobre la plaza y llegan más alto aún que el campanario de la iglesia; de las carretas de sacos y de cintas; del olor a sudor de la caballada el día de la romería; de los besos a hurtadillas al anochecer en el soto de Torrijos; del baile en las callejas solitarias al compás de la música de los tenderetes; de las funciones del pequeño circo de lona listado de almagra y añil donde un hombre, desnudo medio cuerpo, escupe fuego por la boca y donde los perritos enanos bailan vestidos de muñecas al compás del vals.

De la calle llega el murmullo del juego de los niños – de los otros niños que no visten harapos, sino listadas marsellesas y pantalones vaqueros -. Andrés da un golpe sobre el trasero de la Mariquita cuando ella se adelanta con la hamaca y los libros al llegar al porche:

– ¿En qué piensas?.

– En nada. ¿En qué quieres que piense?. Lo que quiero es que no me gastes bromas de mano.

– Piensas en tu novio.

– No tengo novio.

La mirada de la madre, acodada en la baranda, se pierde en la perpendicular de la calle. Por primera vez no se ha preocupado de que su hijo abandone el jardín antes que empiece a caer la blandura nocturna. Lo ve subir la escalera sin advertir que ya casi es de noche y que los pájaros no patinan sobre las acacias.

– Hoy te has librado por tablas – dice Mariquita -. Porque tu madre parece que está hoy en la inopia, que sino…hace más de una hora que debías ya estar dentro.

– Te metes en lo que te importa -dice antes de tomar la escalera para subir a su cuarto.

Mariquita se queda todavía un momento en el hall mirando las luces del pueblo.

Cuando llega a su alcoba se desnuda, enciende la pantalla de la mesilla de noche, y se sumerge nadando – de manos de Salgari -en el mar de los Sargazos. Cuando gana ya la costa acantilada, desgarrada la ropa con los zarpazos de los golpes de mar, llegan los gritos de la calle:

– Mari, Mari, Mariiiii…

Eugenio, Toto y Antonio, remolonean en el cancel, obstinados, feroces, borrachines: -Mari, Mari, Mariiii…

Llega enseguida la voz de Mari disculpándose ante su madre:

– Señora, que yo no tengo la culpa que me persigan esos golfos, esos trápalas, esos pendones, señora. La voz de Toto se distingue del resto de las voces: -¡Anda sal, Mari, que está aquí el Eugenio!. Sal, mujer, que no se diga que no quieres verle; que no se diga que no eres capaz de bajar a ver a tu antiguo pretendiente.

El timbre del teléfono suena insistentemente. Oye a su madre hablar con Mariquita en voz baja:

– Si quiere usted, señora, bajo y les pongo las peras a cuarto a esos gamberros. Y si usted cree que yo tengo la culpa porque les he dicho que vengan, está usted equivocada – Mariquita solloza y da patadas en el suelo -. Está usted muy equivocada, porque una sabe respetar y una no es de las que está de picos pardos con unos y con otros.

El timbre del teléfono continua su cantinela, pero ninguna de las dos parece oírle. Por un momento está tentado a saltar de la cama y salir al corredor para coger el auricular, pero se arrepiente, hace un gesto vago y continúa leyendo.

De la calle siguen llegando los gritos:

– Mari, Mari, Mari…

Y la voz de Mari:

– Si usted quiere que baje, si me da permiso, yo le aseguro a usted que no se vuelve a repetir esto. Porque no es sólo que bajo sino que es que me voy derecha y llamo a un guardia y a esos golfos borrachos, que es lo que son, unos borrachos, les quito yo la borrachera. Ya verán si les quito la borrachera de momento. Están llamando al teléfono, señora -se interrumpe-. Voy a ver quien es.

– Deja.

– Puedo ir yo, señora.

– Deja. Es igual. Baja si quieres y no me armes escándalo. Les dices a tus amigos que la próxima vez que vengan a esta casa atropellando lo pongo en conocimiento del alcalde.

Mariquita atraviesa el hall, baja la escalera de ladrillos y atraviesa el jardín. Toto, con la cabeza dentro de la verja, recibe la bofetada que le da Mariquita sin rechistar. Luego se pone a llorar como un niño. Eugenio y Antonio lo toman del brazo y lo alejan de la cancela. Mariquita también solloza cuando atraviesa de regreso el jardín. Sube la escalera mordiéndose los labios y mirándose la mano que ha caído dura y rotunda sobre la mejilla de Toto.

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