Alfonso Grosso - La Zanja
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El "Ford" – rosa y blanco como un helado de fresa – enfila la calle y es enseguida un punto en la línea serpenteante de los Alcores solitarios.
Remoloneo de los preparativos de regreso que se alargan inexplicablemente. Parcheo de pinchazos que al entrar por la mañana en los brezales nadie se preocupó de arreglar hasta presumirse la vuelta, ya con las primeras sombras sobre el pinar y los primeros escalofríos húmedos tras la calma chicha del día asfixiante de julio.
Es necesario esperar, tras la impaciencia de los primeros pedalazos y las carreras cortas en zig-zag, en círculo, a que terminen los rezagados, a que, bajo una luz que ya no existe, se peguen los parches y se vuelvan a llenar las cámaras para ser probadas en la orilla, estirando la tripa roja de los neumáticos.
Todo se desarrolla en el calvero rodeado de despojos, de servilletas de papel, de trozos de cuerda, de envases de mantequilla y de foie gras.
No es posible dejar a nadie atrás. Quinito, insobornable, agenciándose imaginarias responsabilidades paternas que nadie va a exigirle, camina de un lado a otro repitiendo: "Volveremos todos juntos como hemos llegado. No quiero discos. Si hay que esperar se espera lo que haga falta". Sin embargo, chicos y chicas se dividen en grupos, en pandillas de afinidades descubiertas – recién inventadas – en el transcurso de casi doce horas.
Los últimos golpes de bomba se dan a prisa, casi con la serpiente multicolor ya en marcha. La anochecida encabrita los ojos de Momi, azules, inquietos, reventados de luces verdes, dilatadas las pupilas en la penumbra del misterio del bosque, tras la niebla pegajosa que empieza a envolver la pinada, anuncio de noche orillada de agua, de noche bruja y rapaz para los insectos que amanecerán en ella a su palpitación vital y que empiezan ya a moverse despacio, dejando su murmullo debajo de las hojas secas.
El peladeo lubrifica el silencio tenso de la carretera, sin un cuchicheo, sin una canción, jadeantes, agotadas las posibilidades físicas de toda una jornada, sólo con la fuerza precisa para la vuelta, y ya con todas las cestas de mimbre vacías, vacías todas las mochilas, vacíos todos los termos, y de nuevo el monstruo anillado hambriento, acostumbrado a su estricto reglamento, a sus horas cronometradas, disciplinadas, a la segunda merienda dos horas antes de la cena delante de los porches, con las piernas cruzadas, mientras se juega a las prendas y se llevan a cabo las confidencias adolescentes, o se cuentan las aventuras ocurridas durante el curso escolar mientras se sueñan las aventuras que a cambio debieron de haber realmente sucedido.
Los ojos de Momi, cargados de secretos goces, de vacaciones que empiezan a tener una razón de ser, sortean la rueda de la bicicleta que le precede, apenas imaginada en la sombra azul y tensa del asfalto. Sobran ya para ella todas las palabras, todos los medios tonos vacíos, sin sentido. Erguida y firme sobre los pedales, como un hermoso muchacho, con la melena corta que escobilla la brisa, se encuentra capaz si fuera preciso de cambiar el orden establecido de las cosas, capaz incluso de morir mientras mira fijamente el disco redondo de la luna, tenue y rojizo tras los estratos pálidos del cielo de verano; capaz de rendir en una hora el débil y femenino corazón de Lisi que pedalea al principio de la fila asediada de torpes y balbucientes promesas masculinas de las que no puede sentir celos porque cada hombre es siempre para ella un poco subirse sobre un poyete para mirar por la ventana de un cuarto de baño, un poco fumar lentamente un cigarro mientras sonríe y mira a hurtadillas los muslos tersos de las adolescentes a espaldas de su mujer, un poco huir y decirse muerto sin estarlo. Extraños, brutales, grandes cerdos siempre.
En la carretera, los ases de luz de los faros se cuelgan de mariposas deslumbradas, de grillos de alas azules y violetas, de panzudos y torpes escarabajos que se transforman en bolas de polvo de oro.
La serpiente multicolor se pega a la derecha de la calzada, y chirrían los tacones para ayudar a los frenos cuando se ha puesto demasiado coraje en el pedal. La cabeza de la formación inicia el "Coronel Boguei". La melodía resbala a lo largo de los anillos. El latigazo musical da ánimos, fuerza para flexionar las rodillas, y, cuando el silbido se apaga, cuando vuelve el silencio, se acentúa la moscarda de los piñones bajo las cadenas y el leve murmullo de las cubiertas de goma sobre el asfalto. Enseguida la vieja canción del "Carbonero".
Reconoce la voz que asierra el vértice de la hilera, la voz gélida y cascada de Lisi. La reconocería entre cientos de voces. También canta ahora ella, pero haciendo subir una nota más en el tono que es como una contraseña, como una ratificación de la amistad recién nacida, sellada de lacre joven, como una confirmación a la promesa de salir muchos días juntas en las largas tardes de otoño e invierno del próximo curso escolar, de sentarse las dos en los bancos solitarios de los jardines, de cruzarse regalos en los onomásticos y en los cumpleaños, de acudir a la primera misa los domingos y, aprovechando el pretexto, dormir aquella noche juntas en la casa de una o de otra – tras la cena en la mesa con mantel almidonado y cubiertos de plata, bajo la mirada tierna y comprensiva de los padres que advierten el equilibrio y la serenidad de las hijas adolescentes que saben intimar sólo con amigas de su misma clase social y comportarse dentro de la línea de decencia que esta clase social impone, con el santo temor de Dios siempre en los labios y el respeto hacia las instituciones sabiamente establecidas en el transcurso de los tiempos para mantener el prestigio de la elite que mueve el pulso de la vida, que da normas justas de contrapunto, que ofrece la diaria lección de laboriosidad, de justicia, de honradez y de civilización.
La brisa trae el frescor del lejano aire salino que cruzando los arenales solitarios se interna en los pliegues de la catástrofe geológica de los Alcores. La temperatura desciende de golpe casi diez grados. La luna roja -insultante-como un farol de último vagón de ferrocarril, en mitad del azul topacio de la noche, parece correr rondando tras las nubes algodonosas que poco a poco van cubriendo el cielo. La humedad produce escalofríos en los pechos y en las espaldas cubiertas sólo con los "nikys" de punto, con las listadas marsellesas. Los perros cortijeros ladran aburridamente desde uno y otro lado de la carretera a la luna y a la luz amarilla y sucia de un tractor pintado de rojo que rotura el plateado cañizal de un barbecho. Las luces del pueblo aparecen tras el azul ceniza de los olivos. La carretera abre una recta en el último kilómetro, y el reflejo de las luces de la "noria" en mitad de las barracas ilumina la perspectiva de la torre de la iglesia.
Momi presiente el otoño; la tristeza lacia y húmeda del otoño, después de tantos sueños en las horas postreras del día tan salpicado de veleidades. Las mamas se le estremecen erectas de escalofríos alrededor de la botonadura rosa de los pezones adolescentes que quisiera hundir para siempre, para que por siempre perdieran el relieve de su vergüenza. Recuerdos del escándalo colegial vencido ya el curso, con marzo coleteando sus verdes recientes. Porque podía también ahora- no lo piensa exactamente, pero lo presiente como si una venda se le hubiera caído de los ojos – haberse equivocado como entonces y ser todo un espejismo o una encerrona preparada de antemano. La duda la confunde mientras pedalea, la duda y el cansancio mental – que se une al cansancio físico – de haber mantenido la atención durante toda la jornada entre dos zonas de interés: los guijarros saltando sobre el agua, y los cuerpos jóvenes, sin secretos, tensos bajo el sol.
Sólo la separan unos metros de la entrada del pueblo. Se atraviesan ahora los suburbios del lugar, con sus casas excavadas en la tierra, sus cuevas adornadas de pitas y chumberas, sus niños desnudos, panzudos y hambrientos, sus candilejas de aceite y las aspas rojas del escudo de Falange orlado de pintura luminosa.
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