Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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Tiemblo, bebo el café con sus promesas. Las cumple con un sabor intenso y convoca un ánimo contradictorio: esta casa, en mitad de un país con ese riesgo, tiene una estirpe de milagro, como dice el poeta que es la estirpe de todo privilegio. Tiemblo. Yo que había amanecido en el ánimo de citar a Bioy Casares y emprender un texto sobre la necesidad de acudir al recuento de aquello que nos maravilla. Yo que no quiero contar los desfalcos del mundo, porque ya están demasiado contados, los traigo hasta ustedes porque todo miedo disminuye en buena compañía. Así las cosas, no voy a negarles el recuerdo de Bioy Casares diciendo: "Mientras recorre la vida, el hombre anhela cosas maravillosas y cuando las cree a su alcance trata de obtenerlas. Ese impulso y el de seguir viviendo se parecen mucho" Sigamos pues, con la vida.

Ya se sabe que el mundo nuestro abunda en horrores, pero también es cierto que si seguimos vivos es porque sabemos que no le faltan maravillas, y que muchas de ellas está en nosotros tratar de alcanzarlas. Me lo digo aunque suene inocente y parezca que lo único que me importa es negar el espanto. Me lo digo, porque creo de verdad que el impulso que nos mueve a vivir está en esa búsqueda con mucha más intensidad que en el miedo. Hagamos entonces, para nuestro privadísimo remanso, el recuento de algunas maravillas. Cada quien las que primero invoque, yo por ejemplo: el aire tibio de una noche en el Caribe, las estrellas indómitas de entonces. La cara de mi hijo metiendo una mesa de billar en el comedor de nuestra casa, el ruido de las bolas chocando abajo mientras yo trato de leer arriba y oigo a mi abuelo como una aparición. Mi abuelo que jugaba al billar frente a mis ojos de niña y cuyo juego aún palpita en mis oídos como si apenas ayer. Mi abuelo contándome los huesos de la espalda, apoyado en el taco de billar, sonriendo como si adivinara. Qué maravilla era mi abuelo maravillado: frente al tocadiscos de alta fidelidad, frente al box y los toreros, frente al orden implacable que rige el ir y venir de las hormigas, bajo la luz de la tierra caliente cosechando melones, abrazado a la inmensidad inaudita de un trozo de firmamento impreso en el National Geografic Magazine. "¿Te fijas mi vida, si la tierra es un puntito en mitad de estos puntos, qué seremos nosotros?"

Hay maravillas que uno recuerda y maravillas que uno anhela, hay maravillas que uno descubre como tales en el momento mismo en que le llegan: en Venecia, juro que vimos la luna salir anaranjada contra un cielo lila. Y que en ese mismo instante le agradecimos al destino la luz de este siglo y los ojos en que guardamos la virtud extravagante de tal espectáculo.

Hay maravillas que pueden conseguirse todos los días, pero que necesitan precisión: cualquier párrafo de Gabriel García Márquez, el sabor aterciopelado del café cuando no hierve, una flauta de Mozart sonando en el coche mientras afuera ruge el tránsito más fiero, una aspirina a tiempo, un beso a destiempo.

Hay maravillas que no se pueden siempre: una copa de oporto a cualquier hora, una caricia a deshoras, una buena película traída por azar del videoclub, una ola de Cancún en mitad de la tarde aburrida. Pero hay maravillas que se pueden siempre: tres inclementes frases de Jane Austen, otro párrafo cualquiera de Gabriel García Márquez, un enigma de Borges, un juego de Cortázar, una vertiginosa página de Stendhal.

Hay maravillas inolvidables: Catalina mi hija vestida de ángel con unas alas de plumas y una aureola de alambre. Y maravillas inesperadas: la voz de mi madre suave y tímida saliendo por primera vez de su contestadora.

Hay maravillas que nos estremecen: la libertad de los veinte años, la audacia de los treinta, el desafuero de los cuarenta, las ganas de sobrevivir a los ochenta. Y maravillas que añoramos: Dios y el arco iris.

Hay maravillas que nunca alcanzaremos, ilusiones, pero ésas dice Bioy que no cabe ignorarlas. El puro anhelo de alcanzarlas es ya una maravilla. Está entre ellas mi casa en el mar. Es una casa sobre la playa blanca, una casa breve y llena de luz a la que el azul del agua, impávida o alerta, le entra por todas las ventanas. Una casa que me deja salir en las noches a sentarme en la arena que la rodea y adivinar las estrellas y oír el ruido del agua yendo y viniendo. No existe, quiero decir no es mía, pero eso es lo de menos, tal vez imaginarla es aún mejor que andar pensando en cómo sacarle los insectos, barrerla cuando estoy lejos, tener quien me la cuide, amueblarla y decidir a quiénes puedo invitar y a quiénes no. Así mejor, imaginaria y prodigiosa.

Uno tiene maravillas secretas y maravillas públicas. Las secretas dejémoslas así, que quizás también en su secreto está su maravilla; entre las públicas, tengo la vocación con que vi a mi hermana y a mi madre convertir un basurero enlodado en un parque con flores y laguna. Tengo el fuego en las noches de Navidad, y los ojos de todas mis amigas.

Hay maravillas escuchadas: están las dos Camín contando un diluvio en Chetumal, el tío Aurelio evocando a su madre detenida junto a un tren, mi hijo y sus amigos describiendo a las cuatro mujeres que los besaron en una disco, mi padre silbando al volver del trabajo. Y maravillas que nunca he visto: el río Nilo, Holbox.

Hay maravillas que aún espero, y maravillas que no siempre valoro.

Volviendo a esta mañana, he de decir que el país en que vivo y la casa y las cosas que protege, a pesar de todos sus peligros, es también, con todo y su estadística en contra, una maravilla.

DOS ALEGRÍAS PARA EL CAMINO

La felicidad suele ser argüendera, egocéntrica, escandalosa. Su hermana, la dúctil alegría, es menos imprevista pero más compañera, menos alborotada pero también menos excéntrica. Y está en nosotros buscarla y en nuestro ánimo el hallazgo y no sólo el afán. Creo que es más tímida, pero más valiente la simple alegría de cada amanecer, acompañándonos, que la felicidad como una cresta impredecible. Depende más de nosotros dar con las alegrías, vaya o venga el destino, en la diaria devoción por la vida.

No es posible andar feliz, en vilo, abrazados, abrasándonos todo el tiempo, pero se puede andar alegre, serlo. Aunque estemos cavilantes o enfermizos, nostálgicos o abandonados, podemos tener alegría, no sólo encontrarla de pronto, efímera, como sucede con la felicidad. Sino, en medio de cualquier día y de todos, valorar el privilegio que es la vida misma, como venga. No se cree en la felicidad: se nos aparece. Sí se cree en la alegría, quienes la tienen, la construyen a diario.

Vivir en la ciudad de México, ver vivir a quienes nos atropellan las esquinas con su diario trabajo o su diario reproche, a quienes eligen uno u otro, necesita de un afán que si no está cruzado de alegría se desbarata entre las manos.

En honor a semejante certidumbre, hablaré de dos mujeres a quienes admiro por su alegría terca y su falta de piedad por sí mismas, incapaces de regalar culpas o reproches.

Todas las mañanas vuelvo de caminar como a las nueve y media. En la misma esquina encuentro siempre a las dos vendiendo los mismos dulces. Una es vieja como la vejez, pero sonríe de un modo infantil y ensimismado, como si mirara desde lejos. Nos hemos ido acercando por la ventana. Le pregunto cómo va, dice siempre que bien. No sé cómo, pero dice que está muy bien. De repente le llevo algo, pero muchas veces nada más el saludo. De cualquier modo ella se acerca y me pregunta si no quiero un dulce, aunque sea unas gomitas.

"Tómalo nomás así", me pidió el otro día ofreciéndomelas como su regalo de fin de año.

Tiene las manos llenas de arrugas y pecas, las piernas delgadísimas al terminar su falda de tablas brillantes.

Cada vez que se prende el rojo ella sube y baja la calle como si tuviera veinte años. Hace por lo menos diez que la encuentro, ha recorrido casi todas las esquinas del rumbo. Según me cuenta, ahora está en frente del Panteón de Dolores porque la última vez la corrieron de Tornel y Constituyentes. Quién sabe cuántos años tenga, pero por su aspecto podría tener noventa. No puedo decir que sea una mujer triste. Tampoco que se le vean motivos de sobra para vivir feliz, pero vive con el afán de estar viva entre las manos, eso puedo decirlo porque contagia la fortaleza de su andar por la ciudad como si navegara por ella bajo un aire luminoso y acogedor. Todos los días construye su alegría y en el modo como sonríe despacio, en paz, ofrece cada mañana su deseo de mantenerse viva mientras nos ve pasar.

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