Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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Educar seres humanos valientes, dueños de su destino, tendría que ser la búsqueda y el propósito primero de nuestra sociedad. Pero no siempre lo es. Empeñarse en la formación de mujeres cuyo privilegio, al parejo del de los hombres, sea no temerle a la vida y por lo mismo estar siempre dispuestas a comprenderla y aceptarla con entereza es un anhelo esencial. Creo que este anhelo estuvo y sigue estando en el corazón del feminismo. No sólo como una teoría que busca mujeres audaces, sino como una práctica que pretende de los hombres el fundamental acto de valor que hay en aceptar a las mujeres como seres humanos libres, dueñas de su destino, aptas para ganarse la vida y para gozarla sin que su condición sexual se los impida.

LO CÁLIDO

Me encanta el calor. Quizás porque soy una persona de termostato bajo y afanes febriles. Cuando llega la escasa temporada de calor en el altiplano, yo un buen día, siempre tarde, ya que los demás se han quejado una semana o tres del sol que hay en la calle, despierto a la dicha de la primavera como una bendición.

Este año los pájaros empezaron a cantar con estrépito mucho antes de que yo notara que había llegado el calor, pero cuando las jacarandas iniciaron su asombro, entró a mi cuerpo el júbilo de los días que amanecen amarillos y anochecen con lentitud, después de tardes impávidas como naranjas. Días en que el perro se tira a dormir desde temprano bajo la luna que crece tibia, y yo no lo puedo remediar: imagino, ambiciono, sueño despierta. A veces hasta que nada me parece lógico sino el elogio y de preferencia la práctica de la locura. Invento personajes, los mando a Nueva York, a Buenos Aires, los enamoro en el parque de Chapultepec, aunque esté descuidado, los hago besarse como entonces, como nunca, como quizás. Y con la calidez del aire en las costillas empiezo a verlo todo con indulgencia, aún más noble la vida de lo que puede ser.

Sé de seguro que hay otros contagiados, los he visto en la calle, en las estrellas, con un toque de hadas iluminando la palma de sus manos. Al empezar la calidez de este año, un muchacho de apariencia escéptica le llevó a su novia, como regalo, algo escondido dentro de una cubeta de la que salía una cuerda con un recado en la punta: "¿Sabes lo que quiero? -decía-. ¡Sigue la cuerda!" Siguiendo la cuerda, ella tuvo que quitar la tapa, sacar un juguete y en el fondo del regalo verse en un espejo. Semejante calidez me llenó de alegría toda una tarde. Lo mismo que hace no sé cuánto tiempo, creí ver un incendio entre unas flores azafrán. Hay veces en que uno necesita tomar prestado el calor de otros para no sentir frío al pensar en nuestras pérdidas, nuestros deseos, nuestra gana de pasiones intensas, nuestra urgencia de vivir como en la cresta de una ola. La calidez de un buen amor pasa sin más por las lluvias y el invierno, pero yo creo que abril, mayo, junio, julio y sobra decir el intrépido agosto de Cozumel y Mérida, acaloran también con exactitud y bonhomía.

Pensando en Cozumel, hace poco tiempo, bajo la calidez del cielo iluminado y tras comer un boquinete, mientras el mar iba y venía como el canto de los amores impredecibles, pasamos la tarde en un lugar milagroso. Se llama Punta Azul, y el hombre que nos llevó hasta ahí se ha hecho entrañable de tanto mostrar lo inaudito. Punta Azul queda en un extremo de la isla de Cozumel, se llega primero por la carretera que cruza del malecón frente al mar cobijado, hasta el Caribe abierto de las olas altas. Al final hay que entrar por una brecha corta que conduce a la laguna. No se me ocurrió nunca lo que vería entonces, pero puedo decir que eso será para siempre mi más claro recuerdo de un lugar cálido.

Entramos en barca, poco a poco, por una laguna baja, y frente a nuestros ojos el sol de una tarde avanzada. Cientos de pájaros se resguardan ahí entre islotes con árboles pequeños, manglares y maleza. Era la hora de su regreso al cobijo. Los vimos volver, observarse, convivir regidos por una envidiable armonía. Hasta flamencos han llegado en los últimos años. Los nombres locales de los pájaros tienen un sonido tibio como el medio en que viven. Chocolateras se llama a unas aves casi moradas, cucas a unas que en la cabeza tienen un arrogante peluquín, garzas albas a las cientos de pequeñas voladoras incapaces de inquietarse ya con la presencia humana, camachos a unas que no sólo vuelan sino bucean. Vimos también radiahorcados y pelícanos volviendo a resguardarse en sus islotes. Se acababa la tarde en las lagunas y era imposible no sentir su abrigo.

El sol fue bajando mientras nosotros nos perdíamos en la contemplación y a nuestras espaldas empezaba a salir una luna inmensa, dorada y ardiente. Todo cabía en ese momento, cualquier calidez: el recuerdo de los ratos junto a la chimenea, la taza de café en las mañanas de frío, los brazos de alguien excepcional cobijándonos en la. más clara de las noches. ¿Quién no ambiciona alguna tarde, o siempre, la calidez como el mejor de los hechizos?

LA PLAZA MAYOR

Recuerdo, con la claridad que empieza a tener lo entrañable cuando lo evocamos, la primera vez que la vi. Cerrada por los cuatro costados, al mismo tiempo misteriosa y nítida, secreta y sabida desde mucho antes de mirarla.

Me detuve en una de las puertas, como quien se detiene a descubrir un mundo que reconoce. Había llegado a España por primera vez, pero al pisar la plaza sentí como si estuviera de vuelta. Me estremeció de golpe el caprichoso vuelco que sale de uno mismo y a uno mismo regresa diciendo: aquí ya estuve.

Para mí: una mexicana que habla español, que ha crecido entre iglesias del barroco, pirámides altivas y plazas con cuatro lados, descendiente segura de quienes fundaron ciudades con el deseo de refundar el mundo, hija a medias de españoles cuya patria era un sueño con dos patrias, hija descreída de un pasado que ambiciona y le espanta, llegar a España, por primera vez, fue como recuperar un mundo que ya me pertenecía.

Algo de mí había estado antes en el centro de la Plaza Mayor. No sé si la cabeza o los pies de algún tatarabuelo, si la enagua o las fantasías de una bisabuela blanquísima. No sé si el ansia aventurera de un hombre que al ir a comprar habas, ahí donde antes estuvo el mercado más inquieto y festivo, dio con otro que le propuso irse de viaje para tener entre las manos algo más que un puchero a la semana. No sé si el temor o la audacia de una mujer prodigando su adiós como quien canta, si la imaginación de un niño o el sueño de un gitano. No sé qué de todo lo que intuía o si todo eso me hizo decir sin más: aquí ya estuve, este lugar fue mío desde antes de mirarlo, y bajo el cielo rectangular de esta plaza en silencio ya anduvieron mis pies.

Austera, ambiciosa, brillante, con los rincones sucios y el olor a guardado que aún tenía la España en letargo de mil novecientos setenta y seis, la plaza sabía secretos y oía canciones de antes, la plaza estaba segura de que un futuro habría, la plaza era bellísima como la misma vida.

No me pude mover de aquel cobijo, toda la tarde la pasé mirándola. El rectángulo de cielo azul se fue haciendo naranja y después plúmbeo, hasta que le brotaron las estrellas.

Qué lugar para reconocerse, para temer, para esperar las alas y el valor. ¿De dónde sacará fuerzas un sitio tan estrecho, tan construido adrede como para cercarnos, tan falto de horizonte para ser promisorio y ambiguo como el mar? ¿En cuál de sus ventanas, en qué ángulo estrecho, entre qué puerta y qué puerta estará este deseo de quedarse y dejarla que otros sintieron antes que yo?

Volví al día siguiente. Volví todos los días de esa semana, a mirarla y mirarla sólo para mirarla. ¿Quién cruzó por aquí antes de resolver que su vida continuara a la sombra de dos volcanes remotos? ¿Cuál de estas ventanas se abrió para buscar más allá del océano? ¿Las flores de qué balcón invocaba la mujer que procreó al padre de la madre de mi madre? ¿O al abuelo de la madre de mi padre? ¿Quién de todos aquellos que duermen en mi sangre soñó bajo estos muros hace ya cuántos años? No lo sabía. No lo sabré nunca. Pero me bastó y me basta con imaginar que la plaza lo sabe. Por eso me convoca y guarece. Por eso, cada vez que estoy en Madrid, vuelvo a la plaza como a una parte de mí misma.

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