La otra mujer es joven, aunque tiene la edad escondida entre la pobreza y el trabajo. Durante las vacaciones van con ella dos niñas. En la época de escuela sólo la menor, que ha crecido ante mis ojos jugando en la banqueta, llorando sus catarros, corriendo de un lado a otro, buscando el delantal de su madre cuando la cree perdida en la bocacalle.
– ¿En dónde andaba usted que la busqué en la Navi dad y no estuvo? -le pregunté ayer.
– Es que mi esposo compró focos y pusimos un puesto para vender -dijo, dando por hecho que yo sé que los focos son las series para los árboles de Navidad y que el puesto es uno de esas casualidades hechas hábito que hace que en esta ciudad cualquiera monte un puesto de temporada y venda focos lo mismo que durante el año vende
chicles.
– ¿Y cómo les fue? -pregunto.
– Muy bien. Las niñas anduvieron ahí contentas -dice como si las hubiera llevado de vacaciones.
– Me alegro -le digo.
– Mañana aquí estamos -contesta.
Cuando se prende la luz verde está dicho que al otro día llevaré el aguinaldo que no les di antes. Y está dicha su tímida pero contumaz alegría.
Las dos mujeres son dos frases en mi mañana. Dos frases de otros mundos que son parte del mío, dos lecciones, un mismo canto.
No se puede decir que mirarlas me dé un golpe de felicidad, que no me dé pena, doble pena: de vergüenza y de tristeza, verlas vivir sin la vida cobijada y de privilegio en que vivo yo, a sólo tres esquinas de ellas. Pero sí digo, porque es tan cierto como sus palabras, que nunca reprochan su destino distinto, su país que es tan otro aunque es también el mío, su mundo, por azar del destino y nuestros desatinos, tan lejos de mi mundo. Puedo decir que son dos alegrías en mitad del camino, un ejemplo para llevarse entre los ojos a lo largo del largo día.
INVOCANDO A LA SEÑO PILAR
Entre las múltiples argucias que tiene el tiempo, está esa que trastoca en el recuerdo los sentimientos que otros nos provocaron.
Pienso ahora en el ciego temor que alguna vez sentí ante el sólo nombre de la profesora Pilar Luengas. Directora del colegio María Luisa Pacheco, una pequeña escuela para niñas cuyos padres prefirieron educar a sus hijas bajo el extraño y feroz celibato de una laica, en vez de entregarlas sin más a los desvaríos de la colección de vírgenes ignorantes que eran las monjas poblanas de aquellos días.
Célebre por su rigidez y por la virulencia de sus disgustos, la señorita Luengas asustó a buena parte de nuestra infancia con su presencia reservada y arisca, con la blanca pulcritud de sus uñas cortas, con la dulzura de sus ojos azules echando llamas como si fueran rojos.
Las maestras de toda la escuela le tenían tanto miedo a su directora como el que podíamos tenerle las niñas engarzadas en un sencillo uniforme de algodón a cuadros rojo y blanco.
A veces incluso se volvían nuestras cómplices y eran ellas las que nos avisaban del día y la hora en que la drástica señorita Luengas revisaría mochilas y pupitres para requisar las muñecas de papel recortado, las cintas de hule para tejer llaveros, los chicles envueltos en papel metálico con dibujitos de colores, los larines o cualquiera de las baratijas que cada tiempo penetraban la escuela para enfrentarnos a los rigores de la clandestinidad.
Nada podía ser más atractivo que poseer un objeto inocente, convertido por la magia de la prohibición en el tesoro más cuidado del mundo. Quienes vendían o poseían uno de estos inocentísimos entretenimientos eran tratados como agentes del comunismo internacional, o como liberales del siglo XIX, que para la cabeza de la señorita Luengas eran sinónimos de un mismo peligro: la pérdida del tiempo que sólo conduce al equívoco.
Verla venir y sentir en el estómago un puñal atravesado eran una misma cosa. Extender frente a ella un trabajo de costura sobre el que podía hincar sus tijeras para desbaratarlo por mal hecho, enfrentar su presencia durante la lección de otra maestra a la que ella era capaz de amonestar frente a nosotras como si fuera la más fodonga de las alumnas, mirarla recorrer las páginas de un cuaderno en busca de una mancha de tinta, una letra chueca o cualquier otro desorden, podía paralizarme hasta el funcionamiento de los intestinos.
Pero lo peor de todo era saberla en campaña contra las baratijas que conducían al ocio.
La ociosidad como madre de todos los vicios, dispensadora de todos los talentos y pervertidora de cualquier alma que estuviera en el mundo para lo que había que estar: servir a Dios y regir su destino por los implacables rigores del deber, era su peor enemiga.
Yo no lo sabía entonces, pero había sido en el cumplimiento del deber que la señorita Pilar perdió al amor de su vida. Porque obedecer a la autoridad fue el primero de los deberes que aprendió, y obedeciéndola había tenido que renunciar a los brazos y las palabras de un amor.
Todo esto me lo contó ella misma algunos años después de mi paso por la escuela primaria, cuando me había yo convertido en la más ineficiente maestra de inglés que haya pasado por secundaria alguna.
En esos tiempos yo tenía por todo guardarropa tres minifaldas muy comunes y corrientes cuyo uso ella me mandó pedir que abandonara si pretendía seguir enseñando algo en su escuela. Para entonces, mi tardía adolescencia le había perdido parte del miedo y no hice caso de sus mensajes. Así que me llamó a conversar con ella tras el escritorio aquel en que siempre tuvo de pie una estatuilla de la virgen de Fátima reinando sobre la desolación de su helada superficie.
Ella había envejecido, y su ex alumna había crecido lo suficiente como para intuir que no era mala sino largamente infeliz. Así que pude sostener bajo sus ojos la primera conversación de nuestras vidas en que no me recorría hasta el pelo el temblor que me provocó siempre su presencia.
– Ten cuidado -me dijo-, porque ni a los hombres ni a casi nadie le gustan las mujeres que se portan como tú. Las mujeres así acaban quedándose solas.
– ¿Por qué lo dice usted? -le pregunté, admirándome de tener voz con que hablarle.
– Por experiencia, muchacha -me contestó con una tristeza cuyo influjo desbarató para siempre mi viejo terror a su autoridad.
Desde entonces, recuerdo a la seño Pilar con devoción y sin miedo. La recuerdo pensando en que le debo mi actual facilidad para acercarme sin temor alguno a quienes ejercen el poder. A esa mañana de conversación con ella, le debo para siempre mi certeza de que mi deber no es resignarme, ni obedecer a ciegas, ni quedarme callada.
Yo normalmente desconfío de los poderosos. Por eso, entre otras cosas, me inclino frente al recuerdo de Pilar Luengas. Esa mujer que después de aceptar y callarse una vez, después de que semejante obediencia la dejó sola, supo ser fuerte y segura de sí misma en una época en que lo esperado y lo correcto en una mujer era dejar que alguien decidiera para siempre su destino. De ahí para adelante se ganó la vida como una mujer cabal. Y ahora sé que el sólo verla vivir marcó la actual destreza para decidir y trabajar en la construcción de nuestro propio destino, a la que nos apegamos tantos de nosotros. Ahora valoro de qué modo la fuerza de su extravagante ejemplo permeó para bien nuestras vidas.
"Enseñanzas nos da el tiempo", digo a veces recordándola. Luego le sonrío con humildad a la certeza con que ella aún acostumbra sermonearme desde quién sabe qué nube o qué tormenta en otro mundo.
Es junio y añoro a mi padre con la misma intensidad que pongo en ambicionar imposibles hasta que a ratos los consigo. Así como he conseguido que mi hija de diecisiete años tenga por el abuelo, a quien nunca vio, una veneración equiparable a la que otros pueden tener por su entera genealogía.
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