Mi padre murió una mañana de mayo. Hace tres décadas. Yo siento que hace de eso tanto tiempo que ya me resulta cercano. Mi padre solía hacerme reír. Desde niña tengo recuerdos de su voz jugando a provocar mi risa. Él, que en el fondo era un hombre triste si dueño de tristezas es quien sabe que no hay alegría imposible, quien ironiza con el mundo todo, empezando por su propia figura y sus magras finanzas.
Caminaba despacio, pero siempre llegó a tiempo a todas partes. No como sucede conmigo, que corro eternamente y a todo llego tarde. Aún temo estar a tiempo. Odio ser la que espera. Esperé una vez que la vida dejara suyo a ese hombre a quien quiero con devoción y sin matices, como sólo se quiere a los hijos. Esperé una vez como quien traga fuego, que mi padre viviera porque le rogué a su Dios que le dejara el aliento aunque fuera un tiempo. Hasta entonces, nada de lo que yo había querido pedirle a Dios me había negado. Así es Dios: todo lo concede hasta que lo deja de conceder. Y así fue mi fe en él, todo le creí hasta que dejé de creerle.
Con un tiempo -un año, pensé entonces-, hubiera tenido para aceptar que aquel silencio como remedo de la muerte era peor que la muerte. Pero en dos días, todo es mejor que la muerte. Cualquier trozo de vida, cualquier indicio de que ahí estaba. Un poco de la luz con que solía mirar, una mueca evocando el afán de su sonrisa.
No imaginaba yo lo que pasaría en un año, pero era tan joven que entonces los años eran largos y seguro creí que después de un año tendría las fuerzas que no tenía esa tarde, caminando de mi casa al hospital mientras miraba caer mis lágrimas sobre la piedra de las calles como si fueran lágrimas ajenas.
"Papá ¿por qué nos sigue la luna?"; le había preguntado a los cuatro años, una noche al volver del campo. Nunca he sabido recordar qué me respondió, sin embargo recuerdo que su respuesta me dejó en paz. Tampoco recuerdo cuándo se hizo la noche de aquel lunes, en que un pedazo de luna me acompañó abusiva cuando volví del hospital con la certeza de que el resto de mi vida mis preguntas, mis desfalcos y mis deseos tendría que vivirlos sin aquella voz con respuestas. Quién sabe qué tendría su voz, pero yo recuerdo que siempre me dio paz.
Mi padre silbaba al volver del trabajo. Adivinar por qué silbaba. Volvía de un trabajo extenuante y mal pagado, silbando como si volviera de una feria y entrara en otra. Yo lo escuchaba llegar y corría escalera abajo.
Ahora estoy envejeciendo y aún me estremece la memoria de aquellas manos en mi cabeza. Para todo lo que tiene que ver con recordarlo, tengo cinco, diez, catorce años inermes. Sin embargo, lo recuerdo casi siempre con alegría y conseguí sobrevivir al abismo de perderlo.
– ¿A quién conmoverá mi desolada vejez de cinco años? -me pregunto.
– A mí -dice una amiga de mi alma-. A mí me conmueve y me espanta: tienes unos hijos como prodigios, de los que no te hablo más porque nadie mejor que tú sabe cuanto debía decirse, has podido encontrar unas lunas de milagro, tienes al lado un hombre que hace más de veinte años sobrevive a tus búsquedas, a tu para él siempre rara pasión por el mar, al hecho irrevocable de que no te interese ni quieras leer los periódicos y que desde siempre hayas pasado con pánico y desdén frente a la televisión en que él cambia canales o mira el fútbol como tú podrías perder los ojos, en el horizonte las tardes enteras. Tienes las mejores amigas que uno pueda soñar, amigas con las que hablas horas incluso en mitad de una mañana de trabajo, amigas como hermanas. Tienes una hermana llena de sortilegios a la que admiras y extrañas mucho más que a los dos volcanes que están frente a su casa, y que es tu amiga igual que quien es tu hermana, tienes una madre como una catedral que se ha ido construyendo durante años hasta convertirse en un ser extraordinario y adorable. Tienes tres hermanos de sangre con los que sabes que podrías contar millones. Y hasta te das el lujo de tener hermanos de elección con los que cuentas a diario como si fueran tus hermanos. Te ganas el dinero que gastas y hasta el que otros se gastan cuando se roban tus tarjetas de crédito. Tienes quienes acuden a tus palabras, algunos que incluso te quieren sin haberte visto y otros que te quieren a pesar de saber que no eres la misma que escribe o que están viendo. Tienes epilepsia y le has perdido el miedo, como quien tiene una cicatriz y se acostumbra a llevarla aunque a ratos le recuerde un dolor. Para más, algunas noches, como si fueras princesa de las óperas, tienes quien desde adentro te cante: " Guardi le stelle che tremmano d'amore e di speranza ":
– Te sobra razón -le respondo-. Todos esos lujos y privilegios, más otros de los que sólo yo sé, tengo y venero. Mi padre, sin embargo, es todo lo que no tengo. Todo lo que muchas veces no sé siquiera qué cosa es. Todo eso, más el recuerdo lejano de las mañanas en que él caminaba cerca de mí por un campo cuyo olor aún tengo en la memoria.
RÉQUIEM POR UNAS MARGARITAS
¿Por qué lloramos? ¿Por qué han llorado, a lo largo de la historia, en todas las culturas, todos los seres humanos? ¿Es llorar nuestro privilegio o nuestra debilidad? ¿Nuestra fortaleza o nuestro consuelo?
¿Por qué me hace llorar un prado que perdió las margaritas de un día para otro, como si con su desaparición hubiera perdido una especie de tesoro privado? Como si el hecho significara algo más que la simple respuesta de unos jardineros atropellando su belleza porque saben que si las dejan secarse será más arduo cortarlas. ¿Qué me puso a llorar frente a la sencilla desolación del prado vacío como no me dejé llorar mientras caminaba bajo las casas derrotadas por el temblor en mil novecientos ochenta y cinco?
¿Por qué lloro a mi amiga, una mañana entera, cuatro años después de su muerte? ¿Cómo pude ir a su entierro con el aire desesperado, pero sin una lágrima? ¿Por qué no lloré al responderle sí, cuando me preguntó si yo creía que iba a morirse? ¿Por qué el recuerdo de mi mano seca sobre su piel de aquella tarde me hace llorar ahora, tan tarde? ¿Por qué no me avergüenzan las lágrimas cuando escucho una conversación entre mis hijos y veo cómo crecen mientras hablan? ¿Por qué no lloro cuando lucho contra el sordo temor de que los hiera esta ciudad en que vivimos?
¿Por qué a veces es más inevitable la entereza frente a lo inevitable que las lágrimas al evocar lo sencillo? ¿A cuál mar van las lágrimas que lloramos hasta el cansancio, hasta que nos rinde el sueño o la esperanza?
No lloro en momentos desdichados, ni cuando hay que tomar decisiones o dilucidar destinos, lloro cuando Fátima Fernández me escribe una nota por mi cumpleaños, sobre la página del 9 de octubre en su agenda. Trae una cita de Nietzsche: "Uno debe seguir teniendo caos dentro de sí, para dar nacimiento a una estrella danzante",
Lloro como si llorar fuera un asalto y no una decisión. Lloro hacia adentro cuando en mí está que las cosas sigan adelante, y hacia fuera cuando no importa una llorona más. He llorado hasta el cansancio frente al abandono, con tal de no darme por vencida. Uno queda extenuado tras el llanto largo y sin embargo siente un descanso. El estremecimiento de las lágrimas cuando casi aparecen porque sí, como quien atestigua un milagro: ¿ése, quién lo explica? Sólo el arte. Como las noches con estrellas, como el enloquecido tránsito en la ciudad de México, como el hecho de que seamos capaces de vivir aquí, como el vértigo de cada enamoramiento, como la llegada de una garza gris al contaminado lago de arriba, como los chocolates belgas y las tortillas recién salidas del comal, como las cascadas y los atardeceres, como la intrépida memoria: las lágrimas no piden explicación, se explican solas.
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