– Salgan de la tele -les pedí a los hombres del grupo que tras la playa quedaban catatónicos frente a las peores películas de acción que haya dado un canal de cable. Se preparaban así para luego perderse en el ruidero de las discotecas hasta las seis de la mañana.
– Estamos de vacaciones -alegaron.
– Y están perdiéndose la mejor puesta de sol que haya yo visto en mi vida -dijo Catalina. Segura de que sus catorce años pueden considerarse una vida.
– Tú pareces vieja, Catalina -le dijo su hermano Mateo.
– Soy vieja -respondió Catalina, arrellanada en el blanco e inolvidable balcón de los Minkov. Y luego volvió a pedir conmigo-: ¡Vengan a ver!
Como vampiros salieron los tres de su cuarto oscuro a una tarde que había encendido todas las nubes del cielo, y se quedaron mudos. Todavía no sabemos si de pena o de gloria, pero consideramos mejor no preguntarles.
Al día siguiente los llevamos a Pie de la Cuesta. Donde yo recordaba como un sueño unas olas inmensas devorando al sol inmenso, al tiempo en que unos hombres se columpiaban en ellas, diminutos y frágiles, haciendo un circo para dioses. Llegamos tarde. El sol se había metido y las olas del verano son cortas. Quedé como una fantasiosa, pero lo mismo nos reímos todo el trayecto, que se ha vuelto un escabroso ir entre cerros sobrepoblados que antes fueron desiertos, un viaje largo al parecer hacia ninguna parte.
– Una hora y media de camino para llegar a unas olas más chicas que las nuestras. ¿No dijiste que eran inmensas? -preguntó Mateo con la hilaridad en que le fascina regodearse cuando fracasan mis recuerdos.
– Suelen ser inmensas -dije yo, sin poder creer lo que veía-. ¿Verdad señora que suelen ser inmensas? -pregunté, llamando en mi apoyo a la mujer que vendía cocadas.
– Son inmensas -dijo ella-. Hoy no, pero sí son inmensas.
– Perfecto mamá, te creemos. ¿Ahora hay que desandar el camino largo o hay uno corto?
– El regreso es más largo porque es oscuro -dije yo-. Pero para que veas que me disculpo, pon a cantar a Eros Ramazotti, aunque me desespere su voz desesperada.
Volvimos cantando:
"única como tú
no hay nada más bello que tú".
Y yo le dediqué la canción a la playa y él a una novia que un día tendrá, como quien tiene una esmeralda.
Más tarde caminamos por la ensordecedora costera recontando las estrellas que aún no se traga la luz de los hoteles y mirando a la gente iniciar su noche como una fiesta. Ningún día fue el mismo y todos se parecían en su idéntica armonía ociosa. Estuvimos felices. No sé qué pueda haber mejor que las vacaciones. Lo digo sin remordimientos, con la eterna nostalgia que me toma septiembre.
PLANES PARA REGRESAR AL MUNDO
Me gusta invocar las tardes de lluvia frente a los volcanes, tengo nostalgia de la vida que transcurre como una conversación entre amigos: lenta, sin destino preciso, sin ansia de predominio, sin demasiadas ideas en litigio, con la certeza de que cada palabra, cada cosa que pasa entre ellos importa y no es prescindible. Llevo varios meses con la vida en vilo, sin conversar con muchos de quienes me resultan necesarios, sin caminar la tierra húmeda y enrojecida que rodea la casa de mi hermana, sin el placer hospitalario que puede otorgarnos una semana entera de no hacer otra cosa que ir leyendo los libros que se acumulan sobre el escritorio y la mesa de noche como una demanda y una promesa. Hacer eso y llamarlo trabajo, como si no fuera un juego.
Llevo meses convertida en una yo que vive más para afuera que para adentro. No he tenido tiempo para ir al cine ni siquiera una vez cada dos semanas, ni he sabido del gozo que es levantarse en la mañana con la sensación de que no necesito dormir más. Llevo meses perseguida por el deber como un loro perseguido a trapazos. Y a pesar de todas las cosas buenas que un año de prisas y viajes me ha dejado, ambiciono el regreso a la rutina, al silencio, al tiempo como un juego, al aire de las noches en que uno llega a la oscuridad con el deseo de mirar la luna y reverenciarla.
Siempre vuelvo de las vacaciones cargada con una lista de planes. Hacer planes, como bien lo sabía la lechera, entusiasma los pasos y ayuda a subir la cuesta. Si después se nos cae el cántaro de leche no necesitaremos llorar, porque estaremos en la cumbre de algún sueño y desde ahí será menos arduo volver al trabajo.
Quizás valga la pena y el divertimento hacerse una lista de planes para leerlos cuando el desasosiego quiera preguntarnos: ¿De qué sirve que vayas por el mundo? ¿A quién le dejas algo con tu presencia? ¿Y qué has hecho de bueno?
Para ese tipo de preguntas es para lo que la lista puede ser de una utilidad inalterable. Ahora que si no lo fuera, habría que hacer la lista sólo por el placer de hacerla. Me preguntarán qué tan grande puede ser tal placer, les diré que tan grande como uno quiera. La medida de la ambición no es siempre la misma.
Para quienes van al dentista cada seis meses, no será ningún acierto apuntar en su lista que este año irán dos veces, pero para alguien como yo, el solo hecho de registrar tal propósito me hace sentir medianamente buena, y si la fortuna me permitiera cumplir a medias el propósito, nadie podría sentirse más orgulloso de los cuidados que le prodiga al futuro de sus muelas.
¿Cuál podría ser la metodología más adecuada para organizar una lista de planes? Yo no lo sé porque siempre hago planes en desorden y me doy el lujo de suponer que en eso está la gracia de los planes. Sé que hay escritores que escriben tras haber diseñado el plan general que guiará su novela; es más, sé que entre esos escritores están algunos de los que admiro como a nadie. Ni con esto, yo he podido siquiera poner entre mis planes el plan de intentar un plan de novela. Sin embargo, ahora que he vuelto de un trayecto por los volcanes y el mar me da el ánimo para creer que es posible iniciar mi lista de planes así:
1. De diez a dos de la tarde, todos los días y hasta conseguirlo, redactar el plan que ordenará mi siguiente novela.
2. Conseguir una pianola.
3. Ir a la gimnasia.
4. Hacerme el análisis del colesterol.
3. Leer a Kant, a Dante, a Brocht. A Jane Austen en inglés y al Quijote sin saltarme páginas.
5. Dormir siete horas diarias.
8. Comprar plantas para el patio.
9. Escribir la conferencia para Gijón.
10. No aceptar conferencias ni aunque sean en Gijón.
11. Dejar en paz el pan y los chocolates.
12. No decirles a mis hijos que la disciplina es prescindible.
13. Tener esta certeza: todo sueño cabe en una lista de planes, incluso el que nos predispone a soñar, escribir, volver a las vacaciones, seguir buscándole los modos a la vida o, mejor aún, tratar de que la vida y lo que hemos elegido hacer cuando no estamos de vacaciones sea todavía más placentero que las mismas vacaciones.
No a todo el mundo le sucede lo mismo con el mar. Hay quienes lo detestan o le temen. Cada quien descansa como puede y se busca la ruina y el éxtasis cerca de donde puede. Yo que nací bajo tres montañas, necesito del mar como de un consuelo único. Porque en ninguna parte, bajo ningún cielo, soy capaz de abandonarme a la sencillez y la generosidad como cerca del mar. Por eso ahora he puesto entre mis planes uno que me permita permanecer en el estado de inocencia y valor que predomina en mí cuando el mar está cerca. Aun cuando pretenda descifrar el mundo, y una vez tras otra no lo consiga, quiero imaginar que lo comprendo aunque sea un rato cada día. Por eso hay que poner en nuestros planes el deber de jugar.
Jugar, lo mismo que leer o enamorarse, es hacer un viaje a mundos redondos, asibles, perfectos. Jugamos para entregar todas nuestras emociones a un solo pensamiento, al lujo de olvidar todo lo que de insoportable pueda haber en el mundo. Por eso amamos los juguetes, por que sugieren, nos hablan, de lo mejor que tenemos y podemos ser. Los juguetes, como los sueños, nos permiten volar sin lastimarnos, tocar sin temer el rechazo, imaginar sin desencanto, conmovernos sin rubor. Y no hay edad que no los necesite, ni mujer ni hombre que pueda abandonarlos.
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