Toda clase de alianzas. Y ya, en situaciones muy desesperadas, cuando el aislamiento dominical se haya convertido casi en un dolor y nos resulte imprescindible el tibio abrigo de la familia, entonces alianza con los aficionados, con sus euforias, su griterío, su pena, sus deseos. Alianza con el poeta diciendo como si nos viera:
Pero es muy triste saber
que hay un minuto en el cielo
que destruye nuestro anhelo
de vivir para entender .
Alguien me preguntó hace un tiempo qué haría yo si fuera rica. Aun sin haber consultado mi cuenta en el banco, quien hizo la pregunta imaginaba que no soy rica. Se supone que los escritores no somos ricos, ya no digamos ricos de los que salen en la revista Forbes, ni siquiera simples ricos. Y tal cosa se supone con más o menos acierto.
Sin embargo, yo hace años vivo regida por la idea de que soy rica. Y esto que a unos puede parecerles un claro equívoco y a otros un afán demagógico que debía ser evitable, a mí me resulta una certeza como pocas certezas tengo.
Cuando mi padre murió hace treinta años, me dejó como herencia una máquina de escribir, una hermosa madre afligida y cuatro hermanos como cuatro milagros. Entonces yo tenía veinte mil dudas, diecinueve años y un deseo como vértigo de saber cuál sería mi destino. No teníamos dinero, no se veía claro con mi destreza para los negocios, no estaba yo segura de que el periodismo, que apenas empezaba a estudiar, me alcanzaría como única pasión y sustento, no había en mi presente, ni se veía en mi futuro, uno de esos partidos conyugales que sólo Jane Austen y mi abuela han logrado trazar con perfección. En suma, mi patrimonio parecía precario. Sin embargo, la curiosidad, una herencia que olvidé mencionar antes, me bastaba como hacienda y me ayudó a vivir varios años en vilo. Es de esos tiempos de donde viene mi certeza de que soy rica. Yo creí entonces, después de intentar no sé cuántas veces un buen amor, que mi humilde y desaforada persona no estaba hecha para los buenos amores. Creí, como ahora creo en la luna y sus desvaríos, que nunca tendría una casa mía, que yo no era para tener hijos y que la literatura, que era por esos días una pasión sin frutos, no sería sino eso en mi vida. De cualquier modo, ya entonces tenía suficiente como para no sentirme pobre. Tenía amigas brillantes como luciérnagas, la universidad era mi patio, y el departamento que compartía con mis hermanos y mis primos fue la mejor guarida, conseguí un trabajo en el que cansarme y al cual bendecir, me alegraban el cine, la música, los amores de paso, los viajes cortos porque no había de otros y el sueño de un futuro tan incierto como era mi presente.
A veces, temo que un día la vida me cobre con dolor su generosidad, pero a diario prefiero más gozarla que temer. Y me siento muy rica. No es que tenga la salud de roble que desearía, pero fuera del tiempo, todo lo que necesito voy pudiendo pagarlo con el trabajo que me hace el favor de acudir a diario. Y aquel futuro incierto que hoy es mi presente, me ha regalado dos hijos, cada uno con el caudal de un cosmos, ha dejado cerca de mí más de un amor, y durmiendo conmigo a un hombre, a una ilusión y a un perro.
No podría yo pedir más y aún tengo más: vivo de mirar el mundo con el afán de comprenderlo, y a ratos, por instantes, mientras escribo, sueño que consigo entender de qué se trata este lío de estar viva. La mayoría de las veces no entiendo el mundo, pero mis alforjas han aprendido a aceptar las preguntas como única respuesta. No he perdido a mis amigos de antes y he ido encontrado nuevos como quien encuentra promesas. Por si algo me faltara, un perro cuyos ojos declaman a Quevedo, me sigue como si fuera yo su amante, mientras camino por el parque en las mañanas. Además, todavía me perturban los chocolates y los hombres guapos, todavía me encandilan las playas y las novelas, la poesía y las tardes de cine, la buena conversación y el silencio de un abrazo, la ópera, Mozart, una guitarra, un bolero, dos aspirinas, todo el mes de diciembre.
¿Qué más puedo pedir? ¿Una casa frente al mar, un mes mirando los volcanes, Antonio Banderas en el papel de un personaje inventado por mí alguna mañana, dos semanas de vacaciones, una casa en el cielo, la luna a cucharadas? O mucho más ambicioso: ¿la hoguera del enamoramiento nueva siempre como el primer instante, mis muertos vivos en un mundo que no sea el de los sueños, la eternidad como un hermoso invento en el que soy capaz de creer? Ya sería demasiado pedir. No ambiciono ser más rica de lo que ya soy.
¿En qué siglo fue que la condesa Sanseverina soñó con los amores del implacable Fabrizio? ¿Y en qué momento Henri Beyle se soñó el Stendhal que soñó a la desaforada condesa? ¿Cómo fue el milenio en que Cleopatra soñaba con el poder y los brazos de Marco Antonio? ¿En el principio de qué tiempos se atrevió Magdalena a soñar con un hombre que se soñaba Dios?
No ha habido una época que no respire un aire propicio a los sueños. Así como toda época ha sido denunciada por buena parte de quienes la viven como la peor de todas, como la menos propicia para los sueños y la felicidad, así es como en toda época hubo quienes se empeñaron en soñar tiempos mejores, en forjar las alegrías de su tiempo con lo mejor de sus sueños.
Soñar siempre parece ligero y frívolo. Más aún soñar despiertos. Sin embargo, son nuestros sueños la tela con que tejemos nuestra certidumbre de que vale la pena entregarse a el mundo en que vivimos como se entregan a nosotros los sueños, dándonos de golpe lo que Rubem Fonseca describió como grandes emociones y pensamientos imperfectos. Emociones entre más grandes menos asibles, pensamientos entre más imperfectos menos abandonados.
Los sueños, en todos los siglos, han sido consuelo y solaz de quien se atreve a entregarse a ellos. Supongo que también de ahí viene el éxito del fascinante Don Quijote, soñador soñado hace siglos por el lujo de novelista cuyas palabras se han vuelto sueño nuestro. Y de ahí la razón por la cual Sancho acaba pareciéndonos el hermano de la mitad del alma con la que despertamos para reírnos de los atrevimientos y desvaríos de nuestros sueños.
Conozco a una escribiente que nació en la misma fecha que Cervantes. Inhibida al saberlo, ha querido abandonar el sueño de hacer literatura, y sólo a veces acepta que siempre que abandona tal sueño la abandonan de golpe todos los demás. Entonces decide soñar que nació en cualquier otra fecha y que sólo tiene con Cervantes la obligación de honrar su genio y concederle a diario la gloria que él se ganó soñando.
No siempre alcanzamos alegrías cuando soñamos dormidos, los que soñamos, no los que hacen planes, no los que ofrecen proyectos, sino los simples soñadores. A veces, los sueños al dormir nos atormentan y otras parecen inasibles y sin sentido, gratuitos y vanos. Sin embargo, también hay quienes han reconocido el salto de la felicidad mientras duermen. Mi madre, que casi nunca recuerda sus sueños, y cree que no sueña como algo cotidiano, aunque ya la ciencia le haya dicho que todos soñamos, sólo que algunos recuerdan más que otros, tiene un único sueño recurrente, que es como una bendición. Sueña que ve a su marido vivo y lo abraza dichosa, celebrando que no haya muerto, que todo haya sido la mala jugada de un destino falso que queda en otra parte, en un lugar que no es la vida real sino un mal sueño. Consigue entonces una felicidad llana como la de los cuentos y goza de ella unos instantes parecidos a la eternidad. Luego despierta y resulta que su marido murió hace muchos años y que sus hijos han tomado cada uno la vida de la mano y se han ido por ella. Entonces acuna su sueño de las noches y recuerda los brazos que ahí la ciñeron y sale a cuidar árboles y a cultivar sueños vivos. Se hace cargo de un parque, guisa para los nietos, ambiciona que en su país haya justicia y cree que olvida el sueño que, de todos modos, palpita siempre en su entrecejo.
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