Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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Yo sé, vanamente, que yo. Y sé que hay quienes. Incluso sé que hay quien las ama, quienes bajo ellas se aman.

A veces, de saberlo, tiemblo. Ya no está de moda vivir así. Soy una anticuada, una cursi, una perdedora del tiempo. Tengo pasión por perder el tiempo. Y tengo tantas pasiones por las que no dan título en la universidad.

Yo sé cuándo hay luna llena aunque la noche esté nublada, y sé por qué sale temprano a veces y muy tarde otras. No lo sé por astrónoma, sino por lunática. Del mismo modo en que no sé un ápice de ecosistemas, pero me angustia no mirar el horizonte para reconocer en cuál habito. Igual que me pasmo bajo las estrellas y deliro de furia porque aquí no se ven. Miro el tiempo alargarse entre las nubes, dicen que no existe. Lo bien creo.

Mi madre solía justificarme diciendo: "es que ella es muy intensa". Lo decía con toda la boca, entre asustada y compadecida. Otros lo piensan. No falta quien lo teme, quienes lo censuran y lo encuentran de plano muy, pero muy fuera de lugar. O de verdad aburridísimo, inapropiado y necio.

Afuera hay un ruido como el que debería decirse que hay en algún infierno. Se oye pasar una sirena, un avión y otro, una parvada de automóviles desde hace rato inmóviles. Todo el que puede tocar la bocina y quiere, la toca como si estuviera en una orquesta. Y eso sucede justo aquí afuera, en mi calle. Además, de la ciudad toda llega un incesante pavor al silencio.

Evoco el mar, la costa abriéndose al Caribe que se abre al infinito. Ese ruido sí que vale su escándalo. No atormenta, no cansa, no ensordece. Oigo a Chopin. Atormentado. Ése sí que era intenso. No yo. Pálida copia mal habida. Viviendo aquí, en la ciudad de México, en el año dos mil tres. Ya podría yo ser más actual. ¿Qué hago buscando cómo se cambia de color el cielo entre los árboles y la ventana? ¿Qué hago donde se acaba el horizonte al otro lado de la calle, justo donde un hombre gordo y atrabiliario ha tatuado en la pared de su casa un letrero que reza como si aullara de tan feo: "Centro Médico Oncológico"? ¿Qué hago?

Aquí vivo. Aquí ando buscándole a la vida todos los días una emoción cabal. Una tras otra las pasiones como si tuviera los veinte años de mis hijos. ¡Qué vergüenza!

"¡Carajo!"; decía mi hermano Sergio por cualquier cosa, y digo yo por ésta.

"¿Qué tal? ¡Adiós! Me voy, me voy, me voy"; dice el doctor Aguilar y dijo el conejo de Alicia mirando su reloj.

"¿Ma?"; dicen mis hijos y rasgan el universo abriendo el tiempo en que eran niños y todo el tiempo era nuestro.

"Cuídate"; dice alguien más para no decir más y dicen mis amigas que así dicen más.

"Me voy a meter en la carrera de los once kilómetros" dice Luisa mientras pica una cebolla para la sopa.

"¿Por qué nos regresamos de Cozumel?", pregunta el correo de Verónica mi hermana.

Fuimos a Cozumel y estuvimos de tal modo en la cuesta de la ola, que, en las noches, exhaustas, volvíamos a la casa de quienes nos prestaron el mundo con su mundo, y nos acostábamos a mirar las estrellas y a conversar hasta ponernos bizcas, para irnos a la cama con la beatitud entre los ojos. Fuimos a Cozumel, al mar cerrado y al abierto, a comer boquinete en la playa y la mejor pasta con los Arenal, tamales con doña Migue y horizonte en la casa de Nahíma y Pedro. A beber café con don Nassim, cambiarnos el color de la piel y contarnos desde los grandes amores hasta la mugre de las uñas. Fuimos a Punta Sur, a la laguna, a ver cómo anochecen los pájaros más dichosos de la tierra y los más impasibles cocodrilos. Al día siguiente nos perdimos en Chankanab sobre los peces de colores que nadaron bajo nosotros sin ninguna sorpresa, sin siquiera lo que debía parecerles nuestro insoportable fervor frente a ellos.

Cozumel es el sueño de un dios arrebatado por la paz y la perfección. Un sueño que en vano intentan arruinar a saltos las bocinas gritonas de alguna mala tienda. Cozumel todavía es un sueño, quizás siempre sea un sueño. Mientras yo viva, será uno de mis sueños, una de mis pasiones, uno de mis imposibles. ¿Por qué nos regresamos de Cozumel?

Supongo, me digo, que porque ahí no vivimos. Yo vivo aquí en el Distrito Federal y mi hermana, mucho más sabia, vive frente a los volcanes.

Yo aquí vivo porque esto elegí, no me tocaba vivir aquí. Vine a la ciudad de México movida por la pasión de sentir cosas. Y aquí podían estar todas las cosas. Sería presumido y mentiroso decir que vine porque la universidad, las oportunidades, una manera distinta de ver el mundo me esperaban. Vine a buscar. Y ni por atrevida ni por guerrera, sino por curiosa. Porque nunca he tenido claro lo que busco, siempre lo que me urge es encontrar.

Esta ciudad ya era horrible y bellísima hace treinta años. No es ninguna sorpresa que no exista el horizonte ni en mi barrio ni en ningún otro. No existían desde entonces. Sólo sucede que la ciudad ha crecido en horrores tanto como le brotan maravillas. La verdad es que los jóvenes de entonces tenían un toque divino parecidísimo al que tienen los de ahora. Sólo que entonces yo estaba entre ellos y ahora estoy sólo para tenerles devoción. Algunos viejos había entonces que aún añoro, a pesar de que ahora tanta gente se enferma y envejece porque siempre son muchos los que se nos parecen. Hay que estar embarazada para notarlo. Nunca mira uno tantas mujeres preñadas como cuando lo está. Por todas partes hermosas mujeres barrigonas a las que entonces yo veía más bien horribles. Eran preciosas, lo sé ahora. Igual que lo es la vida en todo el que la tiene. Ni se diga en los viejos, en cuyas filas empiezo a formarme: los de setenta ya dicen frente a mí: "en nuestros tiempos" y se refieren también a "mis tiempos" cuando lo dicen, aunque yo tenga veinte, dieciocho años menos.

Para conversar y escribir me he vuelto una anciana en el asunto de que las cosas tengan alguna lógica. ¿No estaba yo contando cómo vuelan los pájaros? ¿Dije que algunos tienen la cabeza enrojecida?

Se hizo la noche clarísima y yo aún sigo pensando en las pasiones. ¿Qué haría uno sin pasiones? Yo, morirme, porque mi pasión crucial es andar viva. Por eso tengo tan poco sentido de lo que significa perder el tiempo. Mientras por aquí yo ande y mi ventana se abra a la gloria de tres árboles en los que duermen hasta otra luz cientos de pájaros, tendré siempre pasión por soltar el tiempo como quien juega arena entre las manos.

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