Quién sabe, es un dolor tan caprichoso. Y si uno lo padece y lo comenta descubre que no sólo es caprichoso, sino que abunda. Yo he ido de la dimeticona al té de comino, pasando por las últimas sofisticaciones de la ciencia gastrointestinal, y lo único que puedo recomendar es buscarse una tregua. Una tregua de esas que sólo uno conoce y sólo en uno está darse. Una tregua que se siente en el cuerpo como sé que el silencio puede sentirse en el aire tras un ciclón o en la tierra tras un terremoto. Una flexible y generosa tregua para dejar que la mente deambule sin más, para tirarse a oír Soave sia el vento , para ir al cine, comer un helado y aceptar que ni modo, la pasión de Flaubert por su trabajo fue mayor que la nuestra, ¿qué digo?, mucho mayor. Y a otra cosa. A la vida como el enigma persuasivo que puede ser. A los otros, al elogio de quienes, como dijo Borges, prefieren que otro tenga la razón. A quienes conversan de la trivia crucial de su cada día, su pena y sus esperanzas, ayudados por el orden de una sopa, el solaz de un postre con chocolate, el punto de un pescado a la sal.
Me doy una tregua y recalo en la fascinación que provocan las fábulas de Ovidio recién traducidas por un hombre que quiso traerlas a nuestro siglo como quien trae a la mesa el mejor vino. Voy a un concierto con mi amiga de la infancia. Viva a pesar de lo que había dicho su destino que debía ser. Y en mitad de la música, la bendigo por haber superado la tarde en que creyó desear la muerte como sólo la vida se desea. Creyó cualquier barbaridad, pero sobrevivió para salvar con ella desde un atisbo del cielo que sólo sus ojos atestiguaron hasta la memoria de aquel dulce de almendra que hacía su abuela. Y tantas cosas.
Me doy una tregua y pregunto mientras lo invoco: ¿quién hornearía el pan negro con pasitas que tuve un día de luz sobre mi mesa?
¿Quién le dio a mi madre la receta del bacalao y quién la rigurosa armonía con que lo guisa?
¿Cómo agradecer con precisión a quienes le han dado a José Mas, ciego desde la infancia, poeta y escritor de tiempo completo, la posibilidad de recibir en su computadora la carta que oye leída por una voz cibernética y puede imprimir en sistema Braille si le interesa?
Tantos otros nos hacen felices.
Los que pusieron la enorme rueda de la fortuna que ilumina las noches en París.
El cocinero que abrió en Venecia un restorán para vender su memorable pasta negra con mariscos.
Los adolescentes que trajeron a su casa la segunda temporada de Sex and the City y amanecen, tras su propia noche de fiesta y ciudad, amorosos y despeinados como en la infancia.
El adulto que se duerme ruidosamente en mitad de una escena de lágrimas que me tiene en vilo como a una de treinta. ¡Increíble! Mister Big resulta capaz de comprometerse. Pero claro, de ninguna manera con Carrie , sino con una dulzona espátula de veinte años, complaciente y aburrida. Entonces tres amigas le cuentan a una cuarta de cómo lo mismo pasó en Memories con Robert Redford. ¿Could it be that it was all so simple then? Cantan desentonadas ¿O podrá ser que el tiempo lo rescribe todo? Canto yo en un inglés que no escribo para que no se le note la mala pronunciación.
El pianista Gonzalo Romeu, tocando cubano, mientras los cinco que cenamos bajo su música tejemos el futuro como Penélope sus esperanzas. ¿Cómo agradecer?
El perro saltando seis veces más de lo que mide para celebrar que lo llevemos a caminar.
La voz de las hadas pidiéndome que no tiemble.
Y cuando menos la esperamos, la inaprensible ventura: omnipotente, quebradiza y a ratos tan fácil, tan insólita, en el milagro de una estrella naranja.
No hay más: sólo atisbarla unos segundos, creer en lo inaudito, estremecerse. ¿Quién pide más?
Allí donde uno atesoró los amuletos de su infancia, donde la esquiva luna dijo una tarde nuestro nombre, donde aprendimos a oír como quien sueña y a evocar porque sí. Allí donde el deseo, altivo como nunca, nos insinuó lo que sería de por vida, donde por primera vez confundimos el miedo con la audacia, el amor con el imposible y el absoluto con lo verosímil, allí está para siempre el territorio prometido, el lugar mítico del que todo depende. Allí están sin duda nuestras pasiones más asiduas y el rescoldo de la memoria desde el que todo reinventamos.
Puebla es mi territorio mítico. Como tal se me cruzó en la vida y a cambio sólo me ha pedido el afán de recontar sus delirios, imaginar lo que tal vez conocen sus montañas, elogiar sus campanarios y sus atardeceres, deshacerla, reconstruirla, maldecir sus sospechas y bendecir las puertas de sus casas.
Aquí en Puebla, bajo mis ojos, envejecieron mis abuelos, se quisieron mis padres, nacieron mis hermanos. Aquí en Puebla, en el jardín de mi amiga Elena, está el fresno que habitamos mil tardes, en el que la recuerdo detenida, como a las hadas de su nombre, antes de conocer las letras de una pena. Aquí está el río transparente que veneró mi abuelo, el lago en cuyo cielo aprendí el orden estremecido que rige a las estrellas.
Aquí en Puebla vio mi padre a los primeros muertos de las varias guerras que acortaron su vida, aquí lo vi perderse mirando desde la puerta de nuestra casa cómo nos íbamos antes que él.
Aquí mi madre padeció la belleza con que aún nos deslumbra su perfil, aquí ha encontrado la paz y la sabiduría que muchos nunca encuentran.
Aquí en Puebla perdí los ojos tras el primer hombre, que entonces era un niño, y aquí vengo a reconocer que hasta el último hombre que me cruce la vida será siempre un niño.
Puebla, el siglo pasado, me concedió el descubrimiento de las misceláneas y las mercerías. Me enseñó los secretos de abril y el anhelo de diciembre. En Puebla siempre está lo que me urge. Siempre agosto como una promesa, siempre octubre con las flores moradas, siempre el primer deseo, siempre los viernes de Dolores, los viernes de luna llena, los viernes prodigiosos que abrían las vacaciones. Siempre el ambiguo temblar de la vuelta al colegio: con los libros radiantes y los lápices nuevos. Siempre el aire bendito de la primera papelería que conocí, siempre la gramática y sus leyes como el primer atisbo de una pasión que redime todos mis días. Siempre la nieve de limón con sabor a cinco de la tarde, siempre la primavera al mismo tiempo que el otoño, siempre la perfecta memoria de las lluvias: aunque arda una sequía o corra el aire denso de una polvareda. Siempre el mundo completo como creí de siempre que sería.
Para mí, en Puebla puede ser siempre Navidad y siempre está mi abuelo Guzmán sembrando flores, jugando ajedrez, amaneciendo como quien va de fiesta. Siempre mi abuela con los ojos clarísimos haciendo sumas al mismo tiempo en que repite un poema. Siempre el velero ineludible que construyó el tío Roberto, para irse por el lago en compañía de la niña que fui y de una botella de ron que se bebía mientras la proa tomaba cualquier deriva. Siempre la tía Nena caminando de prisa, entre lo inverosímil y catedral. Siempre la casa vacía del médico que fue mi bisabuelo y siempre adentro una tertulia del siglo diecinueve con una flauta y una mujer que empollaba elefantes cada vez que algo le dolía, y cuya heterogénea descendencia le ha dado al mundo desde matemáticos hasta bailarinas, pasando por toreros, cantantes, cirujanos, físicos, marineros, pintores, poetas y otros cientos de fanáticos aspirantes a la gloria diaria de seguir en el mundo.
En Puebla siempre está Alicia Guzmán vestida de blanco, volviendo de jugar frontón con la sonrisa premonitoria de quien se sabe eterna. Siempre la tía Maicha entre pinturas, distraída de todo, incluso de sí misma, preguntando en desorden si me siento feliz. Siempre el tío Sergio construyendo una casa de dos pisos a la que se le olvidó ponerle una escalera, siempre el tío Alejandro tocando el piano como quien juega solitarios, siempre la memoria de un rincón del jardín, cercano al árbol de nísperos, en el que estuvo la tumba de su perra Diana, dándome desde entonces la certeza de que en toda lápida, hasta en las de los perros, hay un pasado que se busca eterno. Siempre la diminuta escuela que dirigía con espíritu de heroína una mujer solitaria a quien entre más pasa el tiempo más admiro. Y siempre, basta sólo con detenerse en el barrio de Santiago, siempre hay una familia, hecha de varias familias, empeñada en salir a que los hijos conozcan el mar: mi larga e irrevocable familia de la infancia.
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