Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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El Cielo De Los Leones: краткое содержание, описание и аннотация

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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Se enamoraba, tenía pasiones equivocadas, iba al trabajo, se desenamoraba, hacía hijos, los veía crecer, recorría un lago en velero, se metía al mar, contemplaba las montañas, tenía misericordia de sí misma, y en un hueco de su existir sentía pena por los otros, mientras trataba de olvidarlos. Vivía sin más, como vivimos ahora nosotros: hablamos de la guerra, le tememos, nos espanta, nos enerva, nos entristece, la espantamos. Hacemos el día y a la mañana siguiente volvemos cada uno al ritual con que empieza su jornada, mientras pueda empezarla.

Yo vuelvo a caminar llevando al perro que aún rumia su amor del domingo. Tuvo un romance de gran cumplidor, y seguramente buen memorioso de poesías inolvidables, con una perrita de raza indefinida. Sus dueños tienen un puesto de dulces en Chapultepec y hace meses que nos llamamos consuegros y que me tenían prometida a su no muy limpia pero adorada perrita para el perro de Quevedo. Los tres últimos días hemos ido a buscarlos infructuosamente, como llueve no han ido, y mi perro va oliendo cada rincón por el que pasó con su amada móvil. Se queda clavado cerca de un árbol, busca la camioneta en la que lo encerraron para que su permisiva luna de miel no la interrumpieran otros perros, busca el puesto de dulces, el aire del domingo, y no lo encuentra. Luego me alcanza triste y sigue nuestro camino hasta que la vuelta nos conduce de nuevo al rincón de sus pesares y repite la ceremonia de la nostalgia. Tenía que ser este perro, mi perro.

Luego el día volvió a llenarse de guerra y paz. En la única guerra que pude acompañar, la extraordinaria Verónica Rascón venció a la quimioterapia y como si no llevara varios días de sufrir la barbarie con que debió buscarse la salud, abrió los ojos con una sonrisa y pidió un poco de música. Quienes la rodeamos nos hemos rendido a sus pies y a su valor. Luego que te vi te amé, le ha dicho a la vida, una vez más.

A la mañana siguiente amanecí tarde y por fin sin encontrar antes que al sol la sensación de una patada entre las costillas quitándome el aire y doliendo por largo rato.

Eran como las nueve y media cuando abrí los ojos en definitiva. Dormí tan bien que al final alcancé a soñar hasta con el arrecife frente a Cozumel. El cielo seguía nublado. Bebí un té negro y con él la certeza, no sé qué tan duradera, de que algunas cosas, o todas las cosas, hay que aceptarlas como las va dando la vida. No en el orden, ni con la frecuencia, ni con la largueza que uno quisiera, sino en el caos del indeciso y vacilante azar, con lo que sus leyes tienen de asombroso, de fugaz, de cometas y oscuridad.

Luego me fui a caminar como a las once, la hora de las abuelitas y los nietos, las carreolas, los adolescentes de pinta, el despliegue completo del puesto de refrescos aderezado con galletas, papas, cuanto pueda ocurrírsele al dueño, instalado en todo su largo y confuso esplendor. La hora del tránsito menos arduo, la locura de la ciudad ajustada, por fin, a la de quienes la habitamos. Todo tan distinto de las siete, de las nueve de la mañana, tan casi en paz la diaria pelea que llevan temprano los automovilistas rumbo al colegio de sus hijos que ya van tarde; la muchacha que se va pintando en el espejo retrovisor camino a la oficina donde un jefe le gusta o lo detesta, pero de cualquier modo jugará todo el día a ser su jefe; el vendedor de periódicos empeñado en que alguien lo atropelle; el semáforo haciéndose eterno; el restorán Meridien repleto de hombres que imaginan posible gobernar el país, su empresa, su familia, y que por lo mismo miran poco al lago despertando frente a sus ojos. La hora temprana de los corredores con reloj, de las señoras que luego de dar dos vueltas lentas pasarán la mañana desayunando y de las mujeres que caminan aprisa como si su ritmo cardiaco no fuera a acelerarse jamás de otra manera. La hora que yo frecuento más, y en la que menos vengo al caso, con la que no hago juego, en la que no siempre quiero jugar.

En cambio las once y nublado, qué hora para andarla despacio, varias vueltas que den lo mismo como el gran ejercicio, pero que consientan mi ánimo de gozar la humedad que aún queda en los árboles, de honrar la extraña llegada de cinco patos salvajes, preciosos en su infinita y breve libertad, en el orden perfecto de sus plumas café con ribetes negros en la orilla. ¿Cuánto viven estos patos? No sé. Pero debe ser ardua su vida buscando lagunas y calor de un país a otro. ¿A dónde irán después de hoy, o de la próxima semana tras haber descansado en este lago falso que tiene a la mitad una fuente y un chorro? ¿A dónde irán tras permitirme disfrutarlos mirando su impasible mirada, sus picos más largos y delgados que aquellos de los que se han vuelto simples parásitos, torpes presos de las galletas que la gente les avienta de a poco, echando luego al agua la bolsa en que iban. Gente heroica en el arte de ensuciar porque sí, para dejarnos a otros el placer o el disgusto de maldecir el plástico flotando durante muchos días después de que ellos se han ido.

¿Cómo no va a faltarle tiempo a nuestro país? ¿Quién puede creer que las cosas cambiarán de un día para otro? ¿De dónde podría esta misma tarde, el mismo señor que practica, contra un tambaleante ciprés, la altísima patada de algún arte marcial recién llegado de Oriente, perderse en el fuego de algún poema, alabar al menos su propia destreza para ejercer la calamidad, diciéndole como Quevedo:

"Oh tú del cielo para mí venida,
de mí serás cantada,
por el conocimiento que te debo
[…] Tú, que cuando te vas,
a logro dejas,
en ajeno dolor acreditado,
el escarmiento fácil heredado […] ".

Las once y media, buena hora para empeñarme en necedades. Así que pretendo convencer al imaginario podador de un pasto que ha crecido sin cuidado por lo menos durante los últimos sesenta y cinco días, hasta volverse un pastizal tramado con pequeñas flores blancas y anaranjadas, pretendo convencerlo de que corte solamente el borde del camino, de que ordene y limpie, pero dejando las pequeñas flores que están detrás, salpicando el paisaje como estrellas diurnas, para que no desaparezcan de golpe sino poco a poco, cuando se vayan los aguaceros o todo se convierta en el pardo azafrán del otoño en esta ciudad. Necio empeño. El señor al que me dirigí no vino a arreglar nada. Así que corto dos de las flores blancas y dos de las amarillas y me voy caminando tras el perro, que desde lejos me mira como preguntándose por qué me detengo a defender la nimiedad indefendible. Cuando lo alcanzo, le cuento que hasta en otros lugares del mundo he visto cómo respetan las flores que crecen entre los pastos a la mitad de los ejes viales. Le seguiría hablando, pero se ha ido otra vez a correr por la vera del camino. Entonces continúo el soliloquio: es tan difícil como entrañable nuestro país, su gente a prueba de todo, poniendo, por lo mismo, todo a prueba.

Al volver por una calle estrecha en busca de Constituyentes, justo antes de encontrarla en el semáforo frente al Panteón Civil, ahí donde descansan algunos de los Hombres Ilustres y muchos de los héroes olvidados frente a los que se besan quienes se aman a perpetuidad, aunque no los ampare un documento, ahí donde aún suena, bajo un árbol, la inolvidable risa de mi amiga Emma, joven hasta el último día; me detengo tras un camión de carga convertido en carro de la basura. Va lleno hasta terminar en un cerro que luce bolsas desolladas, artefactos inservibles, cartón, periódicos, cáscaras de naranja, huesos de mango, pestilencia. En la punta, justo rematando el enclave, van dos hombres que parecen contentos: el más joven usa bigote a la Pedro Infante y unos anteojos negros como los que llevan en las películas los contrabandistas, el cuarentón tiene una barriga estable y la mirada de un camello al que no lo perturba el aire del desierto. Van conversando entre risas, mitad sentados, mitad echados sobre las cáscaras, comiéndose unas tortas. Sí: ¡comiéndose unas tortas! Me pregunto cómo harán a sus hijos estos señores, en qué lugar, entre qué piernas, con qué mujeres, diciendo qué palabras, olvidando qué promesas.

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