Mi madre que, como le satisface decir, sacó adelante cinco de cinco, me miraba con cierta reticencia y algo de espanto cuando dejaba yo a los hijos brincar en los sillones de la sala, rentar más de dos películas en el videoclub o comer sobre la cama si era su gusto. Menos de diez veces lo dijo y más de cien debió pensarlo: "pues, o te sale muy bien o te sale muy mal":
Yo, como he dicho antes, estaba en un encanto. Había dado y seguía dando mi propia guerra, pero no sentía irse al mundo dejándome atrás mientras los acompañaba en las bicis o gastaba la tarde mojándome en las fuentes. Me sentía tan metida en el mundo como nadie, aunque el mundo, igual que siempre, rodara con sus trifulcas sin esperar.
Así pasaron para mis hijos las tres cuartas partes de los años que tienen y pasó para mí sólo un rato. Casi hasta ahora, cuando de repente crecieron para irse a la universidad, enamorarse de cuerpo entero y dejar de necesitarme para casi todo lo esencial. "Hola mami, adiós ma", los oigo decir como quien oye correr agua bendita. Todos los días resuelven con su solo andar la duda de mi madre: van saliendo muy bien.
El domingo pasado, frente a una puesta de sol tras el pedazo de mar Caribe que mejor me enloquece, un amigo dijo al ver a su cónyuge levantarse de un tirón tras el llamado de la hija: "Si está clarísimo: con las mujeres hay que ser padre o hijos, todo lo demás es un escuerzo inútil".
Lo soltó para hacernos reír, nos hizo reír con la hilaridad de que a las mujeres los hombres no nos tuercen la vida cuantas veces se les da la gana, y a otra cosa todos y cada uno. Menos yo, claro está, que acostumbro levantar las palabras con su carga de arena.
Durante la semana se lo comenté a mi hija. A los padres se les consagra por mucho menos de lo que a las madres apenas y se les dan las gracias.
– ¿No te parece injusto y real al mismo tiempo? -le pregunté-. Pobres de las madres -dije por primera vez, poniéndome bajo semejante categoría con cierta pesadumbre.
– Tiene lógica -contestó ella con la sabionda lucidez que la caracteriza-. Todo se vuelve más intenso. Lo mismo las cosas buenas que los conflictos.
– Pues lo he venido a descubrir como algo triste.
– Sí -dijo, haciendo un gesto que descifré como: pero es lo inevitable, y siguió:
– El tiempo qué ponen las madres en los hijos es una prueba más de que la especie humana no es monógama. Creo que en todos los mamíferos son las hembras las que se hacen cargo de las crías. Los machos no están en la crianza.
Yo recordé el viaje a ver a las ballenas entrenando a sus hijos en el Mar de Cortés y hasta entonces me di cuenta de que ahí no vimos lo que cabalmente debería llamarse ballenos. No lo dije, pero debo haber hecho algún gesto como de resignación mientras ella explicaba más docta que nunca.
– En los pingüinos, que son monógamos, las hembras ponen los huevos, pero los machos los empollan. Y cuando nacen sus crías se turnan para ir a buscar comida. Parece ser que eso no pasa en el común de los mamíferos, eso de que los hombres estén cerca de los hijos es una moda reciente -sentenció, sacudiendo su melena oscura y abriendo aún más la franqueza de sus ojos.
Pertenezco con meridiana claridad a la generación de quienes quedamos entre unos padres a los que se acataba porque estuvo dicho que todo lo sabían y unos hijos que todo lo saben gracias al canal de Discovery. Sin embargo, y a pesar de la contundencia de sus reiteraciones, nunca tuvieron mis padres tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos. Yo les he concedido una devoción que hace años le niego a cualquier dios. "Pobres criaturas -me digo- haciéndose libres a pesar de tal culto."
De cualquier modo lo consiguen como si nada. Quizás si yo fuera ellos me odiaría, fortuna tengo de que sólo me aclaran que es verdad lo que temí. Con quien más tiene uno, tiene más de todo.
– Voy a cortarme el pelo -se me ocurrió decir dos días después.
– A mí me urge ir -dijo mi hija.
– Pues ven, y a ver si cabemos las dos en una cita -arriesgué.
Eran las seis de la tarde. No cupimos en una cita. La ballena que soy dijo: "que te lo corten a ti". Y la díscola pingüino que no supe ser, sintió: "la verdad es que deberían cortármelo a mí, a fin de cuentas acabará queriendo igual a su padre, que nunca la ha llevado al dentista, ni a ver diez veces la misma obra de teatro, ni muchísimo menos a la peluquería".
Sin embargo, como es lógico, pedí que se lo cortaran a mi hija, porque así hubiera hecho una digna ballena de Baja California si se hubiera tratado de cortarse las colas por el gusto. A fin de cuentas yo también soy mamífero, y si no he tenido que ser monógama, sí me encanta hacerme cargo de las crías. No me harán un altar, no importa, con que me hagan un sitio en el sillón donde conversan estaré a salvo.
– ¿Te cortaron el pelo? -pregunta mi hijo acomodándose entre su hermana y yo.
– Sí -dijo mi hija.
– No se te nota -contestó el hermano.
– Mi mamá lo notó.
– A ella tampoco se le nota y también fue. ¿Qué están viendo?
– Out of África
– ¿Otra vez? Cómo les gustan las películas tristes.
– Quédate un rato -le pido-. Verla es como mirar las fotos de familia.
– Un rato -dice-, total ya nos la sabemos, esta función se ha repetido tanto.
– Y las que faltan -dice mi hija.
– ¿Traes un secreto? -le pregunto a Mateo, haciéndole un lugar en el sillón.
– Ya sabes que es misterioso -dice Catalina, viéndolo de arriba a abajo y sabiendo que sí, que anda con un secreto.
– Adelántale hasta la parte en que vuelan sobre los flamencos -pido.
– No mamá, espérate a que llegue. Tú todo el tiempo quieres volar.
– Todo el tiempo -digo, y me acomodo junto a ellos como quien vuela.
Abrí los ojos a un día húmedo que puede sentirse aún dentro de las cuatro paredes de mi cuarto casi en penumbras. Afuera estará nublado, pienso. Afuera estarán los periódicos y el mundo como un reto infalible mezclado de inmisericordia. Afuera estará el dolor de tantos, la pena de tantos, la guerra de tantos, el miedo de tantos, la muerte.
Y estará la vida, conminándonos a mirarla como si fuéramos vivos eternos.
Subí al lago a las siete y media. Del agua salía un vapor frío y mágico. El chorro de la fuente bailaba sobre mi cabeza que iba tratando de no pensar. Me alegré de no ser talibán, de no ser suicida, de haber nacido aquí. Me alegré de no tener más religiosidad que la devoción por los seres humanos y la naturaleza que les da vida y el arte del que son capaces una y otros. Y cuando algo parecido a la tristeza quiso mezclarse en mis pasos, empecé a tararear una canción cualquiera.
El perro iba junto a mí, con su desorden y su dicha.
Había en el aire un rumor tibio de hojas claras. Me cobijé en ese pedazo de ciudad que es bello todavía. Caminé rápido, casi corriendo un rato. Ir de prisa en torno a ese misterio que puede ser el bosque despertando, los pájaros quitándose el agua de las plumas, los árboles aún húmedos, me devolvió la terca paz de contar siempre con mis fantasías.
Al rato salió el sol de entre las nubes. Un sol tímido y tenue, que no quería atreverse a desbaratar el encanto iluminándolo. Con la luz y la tibieza que traje de allá arriba, me enfrenté a los periódicos y a la guerra. No tengo ningún argumento para enfrentar la guerra. Sólo me da tristeza y no quiero mirarla. Si tú fueras Bush, me preguntan, ¿qué harías? Y entonces me da gusto no ser Bush. Creo que si fuera él, renunciaría. Creo que no sería él. Creo también que siempre habría alguien para ser él. Por desgracia.
¿Qué pensar?
Me había preguntado tantas veces: ¿cómo vivía la gente en México mientras la guerra se comía Europa pocos años antes de que yo naciera? Ahora empiezo a sentir que lo sé. La gente vivía.
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