Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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Dirán ustedes que desde entonces yo guarecía en mi ánimo a una niña fantasiosa, no voy a negarlo, ahora sigo cargando con una mujer fantasiosa que para su desventura ha perdido la contundencia y ya no sabe ni qué decir en torno a uno de los temas que más han ocupado y ocupan su cabeza. La impredecible, devastadora, efímera, eterna, iluminada, magnífica, generosa, hostil, imprudente, recatada, ruin, milagrosa, atroz y llena de prodigios intimidad.

Yo no encuentro mejor razón para estar viva, mejor impulso para seguir estándolo, más interés para la propia literatura que el de recrearnos con las dichas y desdichas, sean lo que sean con tal de que sean intensas, de la intimidad.

Nada tan contradictorio como las emociones, crestas y desfalcos que nos haya traído la intimidad, nada tan codiciado, nada tan por las tardes compartido durante memorables horas de recuento.

Esa magnífica serie de libros que nos relata la Histo ria de la vida privada va dándonos muestras de cómo ha cambiado la intimidad a lo largo de los siglos. Y en los últimos tiempos, para decirlo rápido, de la época en que yo era niña a mediados del siglo pasado a, ya no digamos a este ambicioso y global principio del siglo veintiuno, sino a los desatados años setenta del siglo veinte, la intimidad cambió como cambian las estrellas según las estaciones.

Quiero recordar cien vuelcos, pero diré uno. Me dijeron que la virginidad era un tesoro. Igual se lo habían dicho a mis bisabuelas, mis abuelas y mi madre, sin que nadie contradijera el dicho. Pero cuando llegué a la Fa cultad de Ciencias Políticas a los veinte años, cargada con semejante tesoro, fui vista con tal conmiseración que aún me doy pena al recordarme. "¿Y ni siquiera te masturbas?"; me preguntaron.

¡Qué escándalo! Dormí entre sobresaltos preguntándome cómo había podido vivir hasta entonces. Y sin demasiados besos. ¿A quién pudo ocurrírsele que aquél era un mérito? Consideré de un día para otro que sería mi deber ponerle remedio a semejante desatino. Y se lo puse. Pasé entonces de la feria de la abstinencia a la del derroche. Y de cualquier manera, ¿qué? No quise quedarme sin explorar lo posible, pero seguí ambicionando lo inaudito.

Exponer la intimidad, soltarla, nos ha dado libertades y derechos de búsqueda que no existían, hasta los muebles de nuestras casas tienen un movimiento y una naturalidad que no tuvieron (las recámaras de los niños de mi infancia eran para dormir y estar enfermo, no para ver la televisión, cenar, jugar Nintendo, recibir a los amigos, brincar en las camas y firmar las paredes, como han sido las recámaras de mis hijos), sin embargo, aún estamos inermes frente a la intimidad. Sepamos cuanto creamos saber, hayamos caminado con el clítoris al derecho y al revés, conozcamos los más drásticos secretos del gozo, hayamos visto en la vida y el cine todos los cuerpos desnudos y brillantes que no vieron nuestros abuelos, la intimidad, de cualquier modo, nos arrasa. Al enfrentarla, nuestros hijos, por más que nos digamos que les hemos dado elementos, soltura, naturalidad, tal vez estén tan inermes como nosotros. La intimidad, ese monstruo mezclado de hadas, pasa por el amor y, por lo mismo, por el desasosiego, pasa por la memoria y sus acantilados, pasa por la rutina, las pieles incendiadas, el olvido.

Hemos exhibido la intimidad, vamos teniendo por eso mismo derecho a más gozos, pero también a más derrotas. Sabemos más de nuestras alegrías. Ya que hemos aprendido a decirlas, quizás consigamos aprender de nuestras derrotas. Pero no por eso somos menos vulnerables, menos propensos al amor y sus desfalcos, menos ávidos de lo inaudito. La intimidad, por más que la expongamos, siempre será un abismo conmovedor y asombroso capaz de ponernos frente a lo impredecible. No importa cuánto la nombremos, siempre será necesaria una clave mágica para abrir ese sésamo y entender sus tesoros.

DON LINO EL PREVISOR

Cuando conocí a don Lino, él tenía cuarenta y seis años, una incesante disposición a la bravuconería y la lengua más larga y llena de ficciones que yo hubiera visto. Ahora lo han alcanzado los sesenta años, sigue teniendo la lengua larga y las ficciones a la orden del momento, pero lo bravo se le ha ido quitando y le ha quedado entre los ojos y en las maneras de sus pasos un gusto y una urgencia de vivir en paz que casi encuentro contagiosos. Hace catorce años, don Lino vivía en una casa de paredes huecas y sin aplanados, cuya propiedad estaba en duda. Él la había levantado en unas semanas, en un terreno de nadie que debió ser de alguien, y sobre el que pesaba la irregularidad de una a otra pared. De semejante casa, don Lino sacaba cubetas de agua para mojar a quienes se acercaran a pedirle un voto contra el PRI.

"No señores -solía decir-, a cada quien lo que es de cada quien. Yo no tenía dónde caerme muerto, mi padre desapareció desde que era yo niño, nadie vio por mí nunca, yo solo he tenido que ganarme cada ladrillo de mi casa y cada peso que les doy a mis hijos, pero el terreno lo conservo gracias al PRI y no voy a traicionarlo si me necesita."

Este tipo de discursos los tuvo en la punta de la lengua y a disposición de quien quisiera escucharlos durante tantos años, que cuando hace tres lo vi cambiarse al PRD sin más aviso que una breve conversación, imaginé que algo grande se había fracturado en su ánimo.

Sin embargo, en todo lo demás, menos en su voto y su extraño silencio en torno a su ruptura con el PRI, permaneció tan inalterable, callejeador y parlanchín como siempre.

Es la persona que con más facilidad se hace de amigos que yo haya visto en la vida, cualquiera que necesite adeptos debía tenerlo entre sus huestes. Conversa con quien se deje y con quien no, se encompadra con los chinos que lavan camisas, con la mujer de la tintorería en Juan Escutia y los cuidacoches del mercado en Montes de Oca. Le presta al zapatero de Colima y le pide prestado lo mismo a doña Emma que a mí que a la gerencia de la revista Nexos. Pero con todos cumple, a todos tiene bajo cuidado, a quien le pide trabajo se lo consigue y a quien le pide un trabajador se lo encuentra. Viven con él su madre de ochenta y tantos años y su esposa de abolengo adventista. Tiene una colección de hijos y nietos distribuidos de Baja California a Cancún y dispuestos a votar cada cual por quien mejor se le apetezca y le convenga, sin por esto fraccionar las lealtades familiares. De ahí que sea fácil convertirlo en encuestador y no quedar muy lejos de los resultados.

Don Lino es un hombre que trabaja hasta la zozobra.

Los domingos cuida una milpa en el pueblo, de lunes a viernes hace en mi casa viajes de todo tipo, y al salir a las seis tiene un taxi que maneja hasta las nueve de la noche y una parte del sábado.

Creo que se debió al taxi y al papeleo propio de tenerlo que se disgustó con el PRD a los pocos meses de haber colaborado a ponerlo en el gobierno del Distrito Federal.

Fue ahí cuando me acabó de quedar claro que los apegos políticos de don Lino carecían de pliegues y de motivaciones reivindicativas de la Patria, los demás, los menos afortunados o cualquiera que no fuera él mismo y los miembros de su clan. Por eso nunca ha engañado a nadie, está con quien lo cobija, y descobija a quien deja de estar con él, o así se lo parece a su muy particular punto de vista. De ahí que ahora me tenga tan sorprendida su reciente tendencia a dudar de por quién votará en las próximas elecciones. Él, en quien nunca cabía la duda. Él, que a su decir ha prosperado como nadie en la colonia y luego le ha dejado la casa chica a su hija y se ha construido una más grande en terreno regularizado y otra en el pueblo al que sale corriendo en cuanto la vida le permite robarles unas horas a los múltiples deberes que toma y deja según le vienen las finanzas; él, que está guardando dinero para que unos mariachis empiecen a tocar en el instante en que se muera y no dejen de hacerlo sino hasta que esté bajo la tierra de un cementerio bajo el Nevado de Toluca. Él, que sabe con meses de anticipación cuándo empezará a llover y hasta cuándo durarán los incendios forestales; él, a quien nunca detiene un policía más de cinco minutos; él, que se duerme mientras yo peroro en una sala de conferencias y al verme salir, con el rabo de un ojo, despierta y asegura que nadie pretendió asaltarlo mientras se abandonaba a sus sueños con las llaves pegadas al encendido del auto. Él, que tiene la certeza de que el teléfono celular descompone los imanes que lo curan de un posible cáncer; él, que tiene recetas para cada uno de los achaques de cada quien, dijo con desazón hace unos días cuando le pregunté por quién votaría esta vez:

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