Ángeles Mastretta - El Cielo De Los Leones

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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción, entre lo inverosímil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valentía y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que reúne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocación y los sueños son del culto preciso y continuo que cruza estas páginas, cuyo empeño es persuadirnos de cuán prodigiosa y arrebatada es la vida, de cuántos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato hábito de la locura, en el desafío diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. ¿Qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

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– ¿Da tiempo para decir algo?

– Muchas cosas. Más aún si uno supiera que en vez de ir a perderse en un abismo, del cual hay un retorno extenuante y una especie de vergüenza triste por haber asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador, uno pensara, como cuando la muerte avisa, que se está diciendo adiós en esa despedida, sin más regreso que las marcas que hayamos podido dejar en la memoria de los demás.

– ¿Da tiempo de ver algo, de oír algo?

– Hay quien ve luces o fantasmas o sueños. Yo no. Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que acarician, siento una música que parece un sueño, que podría ser el envío excepcional de un clarinete imaginado por Mozart o tres acordes de Schubert o un trozo de la voz inaudita de María Callas. Sería un júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí que le tema tanto como me agrada. Por eso siempre preferiré escuchar a Mozart con la Filarmónica de Budapest, a Schubert cantado por María Callas y a María Callas cantando lo que haya querido. Pero esa música viene de adentro y es como es y no como uno quiere. Sin embargo, es hermosa. Aseguro que si otros pudieran oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de compositor se creería que hay en un vericueto de mi cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos aún, sobre su corazón.

– Escríbele un poema.

– No sabría cómo. Mirarla puede ser un poema atroz. Para decirla habría que ser Jaime Sabines. Yo la siento. Y sólo sé que llegaría a gustarme si un poema de Sabines fuera. Pero no fue un poema. Puede ser un temor, pero también un desafío. Yo he querido verla como un desafío. Así supieron verla quienes me crecieron y quienes han ido viéndola conmigo. Así me ayudaron a buscarme la vida en lugar de temer sus desvaríos.

Cuando murió mi padre, en el naufragio de su escritorio encontré unos papeles que por primera vez le pusieron un nombre a lo que siempre se llamó vagamente "desmayo". Tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de amanecer. Haría entonces unos cinco años que habían empezado los "desmayos" y yo no les temía, porque simplemente no sabía lo que eran. Sí me daban tristeza, pero luego aprendí que tristeza dan aunque uno sepa que otros los llaman epilepsia. Y eso es parte del juego todo. Del extraño juego que es vivirla como una dádiva inevitable.

Cuando encontré los papeles, me había mudado a vivir a la ciudad de México. Aún no era el monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso. Por que uno podía perderse en sus entrañas, recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de prisa por calles con nombres tan magníficos como "Niño Perdido"

No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a los epilépticos al Hospital General. Los encontré. Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían crisis cada cinco minutos. Eran, de seguro, personas que fueron abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias que terror. De cualquier modo, en muchos meses no volví a subirme a un Insurgentes-Bellas Artes sin un tubo de "Salvavidas". Esos caramelos de colores, que no sé si aún existan pero que me ayudaban a iniciar conversación con mis vecinos de banca para decirles que podría pasarme algo raro, que luego describía tan de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba como me habían nombrado. Lo único que conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada nunca.

Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de pasiones nuevas como la vida misma y, en menos de un año, volví a perder hasta la precaución, ya no se diga los temores. Más tarde encontré, para mi paz, un médico que no sólo conoce los devaneos del demonio con ojos grises, sino que me ha enseñado a olvidarlos de tal modo que no acostumbro hablar de ellos, que duermo menos de lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de unas burbujas como si pudiera ser siempre mío.

¿Qué otros nombres le pondría, qué tipo de conocimientos, de intimidad, de frustración, de dicha, incluso, me ha dado?

– Eso -dije a mi hermano-, te lo cuento otra tarde. Daría para un libro, pero tantas cosas nos pasan, que este ángel fiel prefiero guardarlo en mi muy personal biblioteca de asuntos inoportunos para leer a solas.

LA INTIMIDAD EXPUESTA

Tal vez de todos los ires y venires que el vértigo del siglo veinte dejó correr sobre la intimidad, exponerla, sacarla de la poesía y las novelas a las revistas y al cine, de los confesionarios a las plazas haya sido el más drástico. Y la expuso no sólo por el indeleble placer de mostrarla, sino por el generoso afán de generalizar algunos privilegios. El placer y las audacias, entre otros.

Desde siempre hubo seres cuya privilegiada lucidez les permitió hurgar en lo más interesante de nuestros recovecos. Quizás nada muy nuevo nos haya tocado descubrir sobre la intimidad. Sin embargo, nos ha tocado nombrarla, enseñarla, y al hacerlo, trastocarla sin retorno ni remedio. No se descubrió el orgasmo femenino en los últimos tiempos, pero sí dejó de pensarse que quienes se perdían en él eran unas perdidas. Nombre que se daba a las putas, que eran algunas de las mujeres más encontradas con las que hombre alguno pudiera dar. Sí que debió ser arduo andar por la vida de mujer cuando hacerlo era no mostrar, callarse, aceptar. Pero también debió resultar una calamidad ser de los hombres que convivían con tales mujeres.

Pero quién diría que ahora mismo puede ser fácil ir por la vida de hombre, o de mujer, creyendo que la intimidad y sus glorias privilegian a quienes la consiguen y animan. Quienes le conceden importancia a la intimidad y no sólo la consienten, sino la procuran como lo mejor de sí mismos, no siempre la pasan bien. Sin embargo, evitar la intimidad, prohibirla, castigarla, inhibirla, monogamizarla, debe ser mucho más arduo. Si un libro me gustaría saber contar, es uno que sólo eso contara. ¡Cuántas cosas en una! La intimidad permisiva como afán y descubrimiento, como lujo, derrota y júbilo.

Mi familia materna tenía el buen hábito de hablarlo todo. Hasta el desafuero y la necedad, las cosas que le pasaban a uno les pasaban a todos. Así que, cuando por ahí de los años setenta, algunos dimos con la intangible palabra orgasmo, la llevamos a la mesa de las conversaciones como quien lleva un chocolate.

Mientras transcurría la conversación de los nietos, nuestra abuela paralítica, y aún dueña de un entusiasmo pueril, dibujaba flores en un cartoncito, como si no escuchara. Al cabo de un rato, levantó la cabeza que era como un milagro de facciones pequeñas señoreadas por el lujo de unos ojos turquesa, y le preguntó a nuestro abuelo:

– Sergio, ¿qué es un orgasmo?

– Un orgasmo, mi querida María Luisa -dijo el abuelo-, es un órgano alemán que tocaban los protestantes.

A la fecha nos reímos al recordarlo. Sin embargo, ¿supo la abuela lo que era un orgasmo? Yo creo que sí. Aunque no supiera nombrarlo, ni le importara, la oí muchas veces hablar de su enamoramiento primero, del modo en que mi abuelo se había puesto los guantes al despedirse una tarde, de cómo recorrieron en motocicleta el norte y cómo pasaron por debajo de las cataratas del Niágara. Los oí muchas veces, y algunas los miré mirarse como si aún recordaran su piel entre las sábanas.

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