Con el tiempo y una cantidad adecuada de noches en vela, cambió la publicidad por el periodismo y convirtió la destreza con que solía hacer frases para campañas políticas en una pausada vocación por la poesía. No estaba sola.
El hombre al que unió sus amaneceres se había enamorado poco a poco, a lo largo de largas horas, de la aureola de rizos diminutos que Marta dejó de alaciar sobre su frente. Nunca se casaron. Tenían hijos, una casa y una pléyade de amigos en común. Pero ésa es otra historia, la de hoy sólo tiene que ver con eso que Marta alguna vez llamó su verdadera y única desgracia, y con aquella doctora que le salvó el cuerpo de la falsa compañía que había olvidado en él su amante. La doctora Ledezma, a quien Marta y sus amigas perdieron de vista de repente, de un día para otro su consultorio se esfumó de la faz de la colonia Roma. En vano la buscaron los grupos feministas y las mujeres desoladas. Desapareció. Como si no urgieran médicos con su cordura entre las manos.
Casi pasaron otros diez años durante los cuales la palabra democracia se puso tan de moda, que todas las pequeñas causas a su alrededor palidecieron frente a la euforia nacional que la invoca como el único sortilegio capaz de mejorar la tierra de nuestros mayores y la de nuestros hijos. Tal fue el énfasis y las alegrías que produjo que Marta dio en creer con toda la gente, que al conseguir la democracia como quien encuentra oro, todo vendría por añadidura y nada faltaría por resolver que no pudiera encontrarse en Internet convertido en historia.
Despenalizar el aborto parecía una causa vieja. Ya nadie hablaba de eso, sonaba a los setenta, a los días de la guerra sucia en que una amiga de Marta perdió a su novio en una balacera de la que nunca informó ningún periódico, a la época en que los presidentes de la República hacían campaña sin tener rival, a las tardes en que era una vergüenza pedir un condón en la botica. Según el decir general, ahora el país había cambiado, al menos eso decían el radio, los noticieros y hasta las telenovelas.
Eso, sin embargo, no lo dice aún el Código Penal que nos rige. Para el Código de 1931 mil cosas no han cambiado, entre ellas la que se refiere a la penalización del aborto. Y esto a Marta, convertida en madre de adolescentes y líder de un suplemento cultural próspero y posmoderno, se le había simplemente olvidado. Sin embargo, la voz de la doctora Ledezma saliendo de su contestadora como un enigma por resolverse le alegró una mañana. Quedaron de comer juntas.
No la hubiera reconocido. Marta la recordaba unos diez años mayor que ella, pero la mujer que la abrazó a la entrada del restorán estaba hecha una anciana.
– ¿Doctora Ledezma? -pudo decir.
– María Ledezma -dijo la mujer, extendiendo una sonrisa triste-. Hace tiempo dejé de ser doctora.
Se pusieron a conversar como no lo habían hecho jamás. Marta no tenía tiempo de conversar en los setenta, y la doctora Ledezma menos.
– Me he tardado -dijo María Ledezma después de una hora de recontar la atroz peripecia que la arrancó del consultorio-, pero estoy empezando a perder el miedo. No me lo vas a creer, hasta hace casi un año hablaba siempre bajo, como si temiera que mi voz se escuchara. La pasé mal.
– No lo dudo -dijo Marta, inclinándose para besarla-. Te extrañamos tanto. ¿Por qué no pediste ayuda?
– Porque no pude pensar en otra cosa que en esconderme. Hasta de mí misma quería esconderme.
Marta quiso sonreír y proteger a su amiga con la perfecta luz de sus dientes, pero no le dio el ánimo. Así que se conformó con extender su mano hasta la de ella y apretarla.
María Ledezma le había contado una historia larga, que resumió para ahorrarle sinsabores:
Ella estaba una tarde de tantas, con la antesala del consultorio llena de tantas mujeres como siempre, cuando irrumpieron en su oficina dos judiciales. Marta los imaginó avasallando la tibia sala de la doctora y no pudo evitar que la estremeciera un escalofrío.
"Usted practica abortos -le dijeron-. Usted es una asesina, tiene que venir con nosotros."
No la dejaron hablar. Ni de qué hubiera servido. Se la llevaron a un encierro de tres días, durante los cuales informaron a los periódicos sobre la vida y malos milagros de la cazacigüeñas. Sus hijas adolescentes no querían verla más, su marido se creyó cubierto de vergüenza y la visitó en la cárcel para pedirle que cediera en todo lo que le ordenaran. Media hora después entraron a su celda otros judiciales con un escrito largo que ella debía firmar si quería la libertad. Y la quiso. Como al aire y la luz de marzo quiso correr de aquel encierro. En el texto que firmó aceptaba ser ella la autora de un aborto practicado a la novia de un asesino. ¿Con qué propósito la hicieron firmar eso? Con el de quedar a salvo de la culpa de haber torturado a esa mujer hasta sacarle un conato de hijo y la febril confesión de que su novio había matado a un hombre al que por otra parte, sí había matado.
Esmeralda se llamaba ella, y era la novia de Moro Ávila, el asesino de Manuel Buendía.
La doctora Ledezma no quiso ni volver a su consultorio. Su marido se hizo cargo de cerrarlo antes de morir de un infarto. Con los años, sus hijas acabaron por entender las razones que ella no les dio a tiempo y que una buena parte de la sociedad "posmoderna" aún censura y rechaza. ¿Qué remedio? La democracia no ha traído todos los bienes, lejos está. ¿Quién manda sobre el cuerpo de quién? es una incógnita que aún no nos atrevemos a resolver.
Marta lo sabe, como tantas otras. María Ledezma entre ellas.
Sobre la mesa pasó un ángel. María apretó un cigarro entre los dientes, Marta se lo encendió con un cerillo que detuvo entre los dedos hasta que la flama le quemó las yemas antes de extinguirse.
– ¿Sigues creyendo que el amor no se gasta? -le preguntó María Ledezma con el preciso recuerdo de su primera conversación.
– Si lo dudara me bastaría con verte. ¿Dónde quieres que firme?
María Ledezma extendió su desplegado y Marta firmó un alegato en torno a la necesidad de actualizar el Código Penal incluyendo tres causas más de aborto no punible.
– Habría que despenalizarlo completo. Se oye todo tan antiguo.
– En tu cabeza.
– Pero, ¿a quién sirve que un aborto sea delito?
– Marta, baja de tu nube -pidió María Ledezma.
– Hago lo posible -se disculpó Marta, inclinándose sobre la mesa y pasándole un brazo por el hombro a la envejecida doctora. Después jugueteó con la cajita de los cigarros y buscó los cerillos para encender otro.
Empezaba a oscurecer. Eran las ocho de la noche del nuevo horario y el viejo código penal imperaba aún sobre la patria de ellas y sus hijos.
"Pobre gente" -dijo Pessoa. "Pobre gente toda la gente."
VOLANDO: COMO LAS BALLENAS
Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.
Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.
Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres junto al remedo de árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y todo tipo de celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida.
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