– Ella me inventó -dijo Biralbo una de las últimas noches, cuando ya no íbamos al Metropolitano-. Yo no era tan bueno como ella pensaba, no merecía su entusiasmo. Quién sabe, a lo mejor aprendí para que Lucrecia no se diera cuenta nunca de que yo era un impostor.
– Nadie puede inventarnos. -Al decir eso sentí que tal vez era una desgracia-. Llevabas muchos años tocando el piano cuando la conociste. Floro decía siempre que fue Billy Swann quien te hizo saber que eras un músico.
– Billy Swann o Lucrecia. -Recostado en su cama del hotel Biralbo se encogió de hombros, como si tuviera frío-. Da igual. Entonces yo sólo existía si alguien pensaba en mí.
Se me ocurrió que si eso era cierto yo nunca había existido, pero no dije nada. Le pregunté a Biralbo por aquella cena con Lucrecia: dónde estuvieron, de qué habían hablado. Pero él no recordaba el nombre exacto del lugar, el dolor casi había borrado aquella noche de su memoria, sólo quedaba en ella la soledad final y el largo viaje en el taxi que lo llevó a su casa, la carretera iluminada por los faros, el silencio, el humo de sus cigarrillos, ventanas iluminadas en los edificios solitarios de las colinas, entre la parda niebla. Así había sido siempre la parte de su vida vinculada a Lucrecia: un ajedrez de huidas y de taxis, un viaje nocturno por el espacio en blanco de lo nunca sucedido. Porque aquella noche no ocurrió nada que no le hubiera sido vaticinado de antemano por la antigua sensación del fracaso, por el vacío en el estómago: solo, en su casa, oyendo discos que ya no le procuraban la certeza de la felicidad, se peinaba ante el espejo o elegía una corbata como si no fuera exactamente él quien estaba citado con Lucrecia, como si en realidad ella no hubiera vuelto.
Había alquilado un piso frente a la estación, un apartamento con dos habitaciones casi vacías desde cuyas ventanas veía el curso oscuro del río cercado de alamedas y los últimos puentes. A las ocho Biralbo ya estaba muy cerca del portal, pero no se decidió a subir, estuvo un rato mirando las carteleras de un cine y luego recorrió los claustros sombríos de San Telmo esperando inútilmente que los minutos pasaran mientras muy cerca, al otro lado de la calle, en la oscuridad, las olas se alzaban sobre la barandilla del paseo Marítimo con un brillo de fósforo.
Al mirarlas supo por qué tenía la sensación de haber vivido ya una noche semejante: la había soñado, había caminado así en uno de sus sueños de ciudades nocturnas, iba a cumplir algo que misteriosamente ya le había sucedido durante la ausencia de Lucrecia y que ya era irreparable.
Al fin subió. Ante una puerta hostil hizo sonar varias veces el timbre antes de que ella le abriera. La oyó disculparse por la suciedad de la casa y las habitaciones vacías, la esperó mucho tiempo en el comedor, donde sólo había una butaca y una máquina de escribir, oyendo el ruido de la ducha, examinando los libros alineados en el suelo, contra la pared. Había cajas de cartón, un cenicero lleno de colillas, una estufa apagada. Sobre ella, un bolso negro y entreabierto. Imaginó que era el mismo donde ella había guardado la carta que le entregó a Billy Swann. Lucrecia aún estaba en la ducha, se oía el ruido del agua contra la cortina de plástico. Biralbo abrió del todo el bolso, sintiéndose ligeramente abyecto. Pañuelos de papel, un lápiz de labios, una agenda llena de notas en alemán que a Biralbo le parecieron dolorosamente las direcciones de otros hombres, un revólver, una pequeña cartera con fotografías: en una de ellas, ante un bosque de árboles amarillos, Lucrecia, con un chaquetón azul marino, se dejaba abrazar por un hombre muy alto, sujetándole las manos sobre su cintura. También una carta en la que a Biralbo le extrañó reconocer su propia escritura, y una lámina doblada cuidadosamente, la reproducción de un cuadro: una casa, un camino, una montaña azul surgiendo entre árboles. Demasiado tarde advirtió que había dejado de oír el ruido de la ducha. Lucrecia lo miraba desde el umbral, descalza, con el pelo húmedo, envuelta en un albornoz que no le cubría las rodillas. Le brillaban los ojos y la piel y parecía más delgada: sólo la vergüenza mitigó el deseo de Biralbo.
– Buscaba cigarrillos -dijo, con el bolso todavía en las manos. Lucrecia se le acercó unos pasos para recogerlo y señaló un paquete que había junto a la máquina de escribir. Olía intensamente a jabón y a colonia, a piel desnuda y húmeda bajo la tela azul del albornoz.
– Malcolm hacía eso -le dijo-. Me registraba el bolso cuando yo estaba en la ducha. Una vez esperé a que se durmiera para escribirte una carta. La rompí luego en trozos muy pequeños y me acosté. ¿Sabes qué hizo? Se levantó, anduvo buscando en la papelera y en el suelo, reunió uno por uno todos los pedazos hasta reconstruir la carta. Tardó toda la noche. Trabajo inútil, era una carta absurda. Por eso la rompí.
– Billy Swann me dijo que tenías un revólver.
– Y una lámina de Cézanne. -Lucrecia la dobló para guardarla en el bolso-. ¿También te dijo eso?
– ¿Era de Malcolm el revólver?
– Se lo quité. Fue lo único que me llevé al marcharme.
– De modo que sí le tenías miedo.
Lucrecia no le contestó. Se quedó un instante mirándolo con extrañeza y ternura, como si tampoco ella se hubiera acostumbrado aún a su presencia, a aquel lugar desierto al que ninguno de los dos pertenecía. La única lámpara de la habitación estaba en el suelo y prolongaba oblicuamente sus sombras. Llevando el bolso consigo Lucrecia desapareció tras la puerta del dormitorio. Biralbo creyó oír que la cerraba con llave. Acodado en la ventana miró la línea del río y las luces de la ciudad queriendo apartar de su imaginación el hecho inconcebible de que a unos pasos de él, tras la puerta cerrada, Lucrecia tal vez se habría sentado en la cama, perfumada y desnuda, para ponerse las medias, la breve ropa íntima cuyo contraste acentuaría en la penumbra el tono rosado y blanco de su piel.
Desde aquella ventana la ciudad le parecía otra: resplandeciente, oscura como el Berlín que durante tres años había visto en los sueños, cercada por la noche sin luces y la línea blanca del mar. «Soñamos la misma ciudad», le había escrito Lucrecia en una de sus últimas cartas, «pero yo la llamo San Sebastián y tú Berlín».
Ahora la llamaba Lisboa: siempre, mucho antes de marcharse a Berlín, desde que Biralbo la conoció, Lucrecia había vivido en el desasosiego y la sospecha de que su verdadera vida estaba esperándola en otra ciudad y entre gentes desconocidas, y eso la hacía renegar sordamente de los lugares donde estaba y pronunciar con desesperación y deseo nombres de ciudades en las que sin duda se cumpliría su destino si alguna vez las visitaba. Durante años lo habría dado todo por vivir en Praga, en Nueva York, en Berlín, en Viena. Ahora el nombre era Lisboa. Tenía folletos en color, recortes de periódicos, un diccionario de portugués, un gran plano de Lisboa en el que Biralbo no vio escrita la palabra Burma. «Tengo que ir cuanto antes», le dijo aquella noche, «es como el fin del mundo, imagina lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraran en alta mar y ya no vieran la tierra».
– Iré contigo -dijo Biralbo-. ¿No te acuerdas? Antes hablábamos siempre de huir juntos a una ciudad extranjera.
– Pero tú no te has movido de San Sebastián.
– Estaba esperándote para cumplir mi palabra.
– No se puede esperar tanto.
– Yo he podido.
– Nunca te lo pedí.
– Tampoco yo me lo propuse. Pero eso no tiene nada que ver con la voluntad. Al final, estos últimos meses, yo creía que ya no estaba esperándote, pero no era cierto. Incluso ahora mismo te espero.
– No quiero que lo hagas.
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