Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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– Me gustas más ahora. Eres más real que nunca.

– No te das cuenta. -Lucrecia lo miró con la melancolía de quien mira a un enfermo-. No te das cuenta de que el tiempo ha pasado. No una semana ni un mes, tres años enteros, Santiago, hace tres años que me fui. Dime cuántos días estuvimos juntos. Dímelo.

– Dime tú por qué has querido que viniéramos al Lady Bird.

Pero esa pregunta no le fue respondida. Lucrecia le dio lentamente la espalda y caminó hacia el teléfono con las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón, como si le hubiera dado frío. Biralbo la oyó pedir un taxi, la miró sin moverse mientras ella le decía adiós desde la puerta del Lady Bird. De un extremo a otro del bar, en el espacio entre sus dos miradas, percibió como una bofetada lentísima el tamaño y la oscuridad del abismo vacío que por primera vez era capaz de medir, que hasta aquella noche y aquella conversación ni siquiera había vislumbrado. Tapó el piano, lavó las copas en el fregadero, apagó las luces. Cuando al salir a la calle bajó la cortina metálica del Lady Bird le extrañó que el dolor no hubiera llegado todavía.

Capítulo IX

– Fantasmas -dijo Floro Bloom, examinando el cenicero con una vaga unción eucarística, como si sostuviera una patena-. Con los labios pintados. -Llevando en la otra mano una copa entró al almacén murmurando cosas con la cabeza baja y los faldones de la sotana moviéndose rumorosamente entre sus piernas, igual que si pasara a la sacristía después de decir misa. Dejó el cenicero y la copa sobre el escritorio y se frotó las manos con una envolvente suavidad eclesiástica-. Fantasmas -repitió, señalándome con un grave dedo índice las tres colillas manchadas de rojo. Sin afeitar y con la sotana desabrochada sobre el pecho parecía un sacristán licencioso-. Una mujer fantasma. Muy impaciente. Enciende muchos cigarrillos y los abandona a la mitad. Phantom Lady. ¿Has visto esa película? Copas en el fregadero. Dos. Fantasmas concienzudos.

– ¿Biralbo?

– Quién si no. El visitante de las sombras. -Floro Bloom vació el cenicero y se abrochó ceremoniosamente la sotana, paladeando luego un trago de whisky-. Eso es lo malo de los bares cuando llevan mucho tiempo abiertos. Se llenan de fantasmas. Uno entra al retrete y hay un fantasma lavándose las manos. Ánimas del Purgatorio.

– Volvió a beber, alzando su copa hacia la bandera de la República -. Ectoplasmas de gente.

– A lo mejor se asustan cuando te ven con la sotana.

– Paño de primera. -Floro Bloom levantó sin esfuerzo una gran caja de botellas y la llevó a la barra-. Sastrería eclesiástica y militar. ¿Sabes cuántos años hace que tengo esta sotana? Dieciocho. Confección a medida. Fue lo único que me llevé cuando me expulsaron del Seminario. Ideal para guardapolvo y bata de casa. ¿Tienes hora?

– Las ocho.

– Pues habrá que ir abriendo. -Floro se quitó la sotana con un suspiro de tristeza-. Me pregunto si el joven Biralbo vendrá a tocar esta noche.

– ¿A quién traería ayer?

– A una mujer fantasma y casta. -Floro Bloom levantó una cortina y me señaló el camastro que él o yo usábamos algunas veces-. No se acostó con ella. Por lo menos aquí. De modo que hay una sola posibilidad: la bella Lucrecia.

– Así que lo sabíais -dijo Biralbo: como a todo el que ha vivido absorto en una pasión excesiva le sorprendía descubrir que otros tuvieran noticia de lo que para él había sido un estado íntimo de su conciencia. Y era mayor la sorpresa porque le obligaba a modificar un recuerdo lejano-. Pero Floro no me dijo nada entonces.

– Se sentía dolido. «Desleales», me decía, «yo que les hice de tercero en los malos tiempos y ahora se ocultan de mí».

– No nos ocultábamos. -Biralbo hablaba como si el dolor todavía pudiera rozarlo-. Se ocultaba ella. Tampoco yo la veía.

– Pero hicisteis aquel viaje juntos.

– Yo no llegué a terminarlo. Tardé un año en ir a Lisboa.

Sigo escuchando la canción: como una historia que me han contado muchas veces agradezco cada pormenor, cada desgarradura y cada trampa que me tiende la música, distingo las voces simultáneas de la trompeta y del piano, casi las guío, porque a cada instante sé lo que en seguida va a sonar, como si yo mismo fuera inventando la canción y la historia a medida que la escucho, lenta y oblicua, como una conversación espiada desde otro lado de una puerta, como la memoria de aquel último invierno que pasé en San Sebastián. Es cierto, hay ciudades y rostros que uno sólo conoce para después perderlos, nada nos es devuelto nunca, ni lo que no tuvimos, ni lo que merecíamos.

– Fue como despertar de pronto -dijo Biralbo-. Como cuando te has dormido a mediodía y despiertas al anochecer y no reconoces la luz ni sabes dónde estás, ni quién eres. Le ocurre a los enfermos en los hospitales, me lo contó Billy Swann en aquel sanatorio de Lisboa. Se despertó y creía que estaba muerto y que soñaba que vivía, que aún era Billy Swann. Como en aquella historia de los durmientes de Éfeso que tanto le gustaba a Floro Bloom, ¿te acuerdas? Cuando Lucrecia se marchó yo apagué las luces del Lady Bird y salí a la calle; y de pronto habían pasado tres años, justo entonces, en los cinco últimos minutos. Oía su voz diciéndomelo muchas veces seguidas mientras iba a mi casa: «Han pasado tres años.» Todavía puedo oírla si cierro los ojos.

Dijo que más que al dolor o a la soledad despertó a la sorpresa de un mundo y de un tiempo que carecían de resonancias, como si desde entonces debiera vivir para siempre en el interior de una casa acolchada: la ciudad, la música, su memoria, su vida, se habían entramado desde que conoció a Lucrecia en un juego de correspondencias o de símbolos que se sostenían tan delicadamente entre sí, me dijo, como los instrumentos de una banda de jazz. Billy Swann solía decirle que lo que importa en la música no es la maestría, sino la resonancia: en un espacio vacío, en un local lleno de voces y de humo, en el alma de alguien. ¿No es eso, una pura resonancia, un instinto de tiempo y de adivinación, lo que sucede en mí cuando escucho aquellas canciones que Billy Swann y Biralbo tocaron juntos, Burma o Lisboa ?

Bruscamente le había sobrevenido el silencio: sintió que en él se desvanecían los últimos años de su vida como ruinas derrumbadas en el fondo del mar. De ahora en adelante el mundo ya no sería un sistema de símbolos que aludieran a Lucrecia. Cada gesto y deseo y cada canción que tocara se agotarían en sí mismos como una llama que se extingue sin dejar cenizas. En unos pocos días o semanas Biralbo se creyó autorizado a dar el nombre de renuncia o de serenidad a aquel desierto sin voces. El orgullo y el hábito de la soledad le ayudaban: porque cualquier gesto que hiciera inevitablemente contendría una súplica, no iba a buscar a Lucrecia, ni a escribirle, ni a beber en los bares próximos a su casa. Con inflexible puntualidad llegaba al colegio todas las mañanas y a las cinco de la tarde volvía a casa en el Topo leyendo el periódico o mirando en silencio los veloces paisajes de las afueras. Dejó de escuchar discos: cada canción que oía, las que más amaba, las que sabía tocar con los ojos cerrados, eran ya el testimonio de una estafa. Cuando bebía mucho imaginaba cartas larguísimas que nunca llegó a escribir y se quedaba mirando obstinadamente el teléfono. Recordó una noche de varios años atrás: acababa de conocer a Lucrecia y concebía livianamente la posibilidad de acostarse con ella, pero sólo habían conversado tres o cuatro veces, en el Lady Bird, en una mesa del Viena. Llamaron a la puerta, le extrañó, porque ya era muy tarde. Cuando abrió, Lucrecia estaba frente a él, del todo inesperada, disculpándose, ofreciéndole algo, un libro o un disco que al parecer le prometió y que Biralbo no recordaba.

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