Contra su voluntad se estremecía cada vez que sonaba el timbre del teléfono o el de la puerta y luego renegaba de sí mismo por haberse concedido la debilidad moral de suponer que tal vez era Lucrecia quien llamaba. Una noche fuimos a verlo Floro Bloom y yo. Cuando nos abrió noté en su mirada el estupor de quien ha pasado solo muchas horas. Mientras avanzábamos por el pasillo Floro Bloom alzó solemnemente entre las dos manos una botella de whisky irlandés imitando al mismo tiempo el sonido de una campanilla.
– Hoc est enim corpus meum -dijo, mientras servía las copas-. Hic est enim calix sanguinis mei . Pura malta, Biralbo, recién traído de la vieja Irlanda.
Biralbo puso música. Dijo que había estado enfermo. Con aire de alivio fue a la cocina para buscar hielo. Se movía en silencio, con hospitalidad inhábil, sonriendo únicamente con los labios a las bromas de Floro, que se había instalado en una mecedora exigiendo aperitivos y naipes de póquer.
– Lo sospechábamos, Biralbo -dijo-. Y como hoy tengo cerrado el bar decidimos venir a cultivar contigo algunas obras de misericordia: dar de beber al sediento, corregir al que yerra, visitar al enfermo, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester… ¿Has menester buen consejo, Biralbo?
Tengo un recuerdo inexacto de aquella noche: me sentía incómodo, me emborraché en seguida, perdí al póquer, hacia medianoche sonó el teléfono en la habitación llena de humo. Floro Bloom me miró de soslayo, la cara encendida por el whisky. Cuando bebía tanto parecían más pequeños y más azules sus ojos. Biralbo tardó un poco en contestar: por un momento nos miramos los tres como si hubiéramos estado esperando la llamada.
– Hagamos tres tiendas -dijo Floro mientras Biralbo iba hacia el teléfono. Me pareció que llevaba mucho tiempo sonando y que estaba a punto de callar-. Una para Elías, otra para Moisés…
– Soy yo -dijo Biralbo, mirándonos con recelo, asintiendo a algo que no quería que supiéramos-. Sí. Ahora mismo. Iré en un taxi. Tardo quince minutos.
– Es inútil -dijo Floro. Biralbo había colgado el teléfono y encendía un
cigarrillo-. No consigo recordar para quién era la otra tienda…
– Tengo que irme. -Biralbo buscó dinero en sus bolsillos, guardó el tabaco, no le importaba que estuviéramos allí-. Vosotros quedaos si os apetece, hay cerveza en la cocina. A lo mejor vuelvo tarde.
– Malattia d'amore… -dijo Floro Bloom de manera que sólo yo pudiese oírlo. Biralbo ya se había puesto la chaqueta y se peinaba apresuradamente ante el espejo del pasillo. Oímos que cerraba con violencia la puerta y luego el ruido del ascensor. No había pasado ni un minuto desde que sonó el teléfono y Floro Bloom y yo estábamos solos y de pronto éramos intrusos en la casa y en la vida de otro-. Dar posada al peregrino. -Melancólicamente Floro dejaba gotear sobre su copa la botella vacía-. Míralo: lo llama y acude como un perro. Se peina antes de salir. Abandona a sus mejores amigos…
Desde una ventana vi salir a Biralbo y caminar como una sombra que huyera entre la llovizna hacia el lugar donde se alineaban las luces verdes de los taxis. «Ven. Ven cuanto antes», le había suplicado Lucrecia con una voz que él no conocía, quebrada por el llanto o el miedo, como extraviada en una oscuridad letal, en la ciudad lejana y sitiada por el invierno, tras alguna de las ventanas y de las luces insomnes que yo seguía mirando desde la casa de Biralbo mientras él avanzaba alojado de nuevo en la penumbra de un taxi, comprendiendo tal vez que un impulso más fuerte que el amor y del todo ajeno a la ternura, pero no al deseo ni a la soledad, seguía uniéndolo a Lucrecia, a pesar de ellos mismos, contra su voluntad y su razón, contra cualquier clase de esperanza.
Al bajar del taxi vio una sola luz encendida en lo más alto de la fachada oscura. Alguien estaba en la ventana y se apartó de ella cuando Biralbo quedó solo bajo las luces de la calle. Subió a saltos por una escalera interminable. Estaba jadeando y le temblaban las manos cuando pulsó el timbre de la puerta. Nadie le vino a abrir, tardó un poco en darse cuenta de que sólo estaba entornada. Llamando en voz baja a Lucrecia la empujó. Al fondo del pasillo brillaba una luz tras cristales opacos. Olía intensamente a humo de cigarro y a un perfume de mujer que no era de Lucrecia. Cuando Biralbo abrió la puerta de la habitación iluminada sonó como un disparo el timbre del teléfono. Estaba en el suelo, junto a la máquina de escribir, entre un desorden de libros y de papeles manchados por las huellas de unos zapatos muy grandes. Siguió sonando con una especie de obstinada crueldad mientras Biralbo examinaba el dormitorio vacío, todavía cálido y con la cama deshecha, el cuarto de baño, donde vio el albornoz azul de Lucrecia, la lívida cocina llena de vasos sin fregar. Volvió al comedor: durante un segundo creyó que el teléfono ya no seguiría sonando, se estremeció al oír un nuevo timbrazo más largo y más agudo. Al inclinarse para cogerlo advirtió que uno de aquellos papeles sucios de pisadas era una carta que él había escrito a Lucrecia. Oyó su voz. Le pareció que hablaba tapando con la mano el auricular.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Vine en cuanto pude. ¿Dónde estás?
– ¿Te ha visto alguien subir?
– Desde abajo me pareció que había alguien en la ventana.
– ¿Estás seguro?
– Creo que sí. Hay papeles y libros por el suelo.
– Sal de ahí en seguida. Estarán vigilando.
– Dime qué ocurre, Lucrecia.
– Estoy en un sitio de la Parte Vieja. Hostal Cubana, junto a la plaza de la Trinidad.
– Iré ahora mismo.
– Da un rodeo. No te acerques mientras no estés seguro de que no te siguen.
Biralbo iba a preguntarle algo cuando ella colgó. Se quedó un instante oyendo absurdamente el pitido del teléfono. Miró la carta manchada de barro: tenía una fecha de octubre de dos años atrás. Con un tenue sentimiento de lealtad hacia sí mismo la guardó sin leerla y apagó la luz. Se asomó a la ventana: creyó que alguien se escondía en la sombra de un portal, que había visto la brasa de un cigarrillo. Los faros de un automóvil lo tranquilizaron: en el portal no había nadie. Cerró muy despacio la puerta y bajó las escaleras procurando que no sonaran sus pisadas. En el último rellano el rumor de una conversación lo detuvo. Sonó brevemente una música, como si alguien hubiera abierto y cerrado una puerta, y luego una risa de mujer. Inmóvil en la oscuridad Biralbo esperó aque volviera el silencio para seguir bajando. Con receloso alivio caminó hacia la franja de luz que venía de la calle, pálida y fría como la de la luna. Una sombra se interpuso súbitamente en ella. En un momento la sucia luz del portal aturdió a Biralbo: vio ante él, tan cerca que habría podido tocarlo, el rostro oscuro y sonriente de un hombre, vio unos ojos vacunos y una mano muy grande que se le tendía con lentitud extraña, oyó como desde muy lejos una voz que pronunciaba su nombre, «mi queguido Bigalbo», y cuando empujó aquel cuerpo con una violencia que a él mismo le sorprendió y echó a correr hacia la calle vio como en un relámpago una melena rubia y una mano que sostenía una pistola.
Le dolía el hombro: recordó la pesada sonoridad de un cuerpo que se derrumbaba y un obsceno juramento en francés. Corría buscando los callejones de la Parte Vieja: el viento salado y frío del mar le golpeó la cara y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Oía resonar sus pasos en el pavimento mojado: el eco se los devolvía en las calles desiertas, o tal vez eran los pasos del hombre que estaba persiguiéndolo. Con desusada claridad vio en su imaginación la cara de Lucrecia. Le faltaba el aire y seguía corriendo, cruzó una plaza iluminada en la que había un palacio y un reloj, percibió el olor a tierra húmeda y a helechos de la ladera del monte Urgull, sintió que era invulnerable y que si no paraba de correr iba a perder el conocimiento, pasó junto a un zaguán del que salía una luz roja y una mujer que fumaba se lo quedó mirando. Como si emergiera de las aguas de un pozo se apoyó contra una pared con la boca muy abierta y los ojos cerrados, sintiendo en la espalda el frío de la piedra lisa. Abrió los ojos: lo cegaba la lluvia, tenía el pelo empapado. Estaba junto a la iglesia de Santa María del Mar. No vio a nadie en las calles que desembocaban frente a ella. Sobre su cabeza, más arriba de los campanarios y de los tejados, en la bruma amarilla y gris de la que descendía quietamente la lluvia, aleteaban gaviotas invisibles. Al fondo de las calles oscuras resplandecían los altos edificios de los bulevares como alumbrados por reflectores nocturnos. Biralbo tembló de fatiga y de frío y salió de la oscuridad, caminando muy cerca de las paredes, de los postigos de los bares cerrados. De vez en cuando se volvía: era como si esa noche únicamente él anduviera por una ciudad abandonada.
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